primaveral estaban calentando todavia mi banco favorito de la nave de la vieja biblioteca universitaria. A mi alrededor, tres o cuatro estudiantes leian o hablaban en voz baja, y note que la calma familiar de aquel refugio cultural impregnaba mis huesos. La gran sala de la biblioteca estaba perforada por vitrales, algunos de los cuales daban a salas de lectura y corredores y patios similares a los de un claustro, asi que podia ver a gente moviendose dentro o fuera, o estudiando ante grandes mesas de roble. Era el final de un dia normal. El sol no tardaria en abandonar las losas de piedra que yo pisaba, y sumiria al mundo en el crepusculo, lo cual senalaria que habian transcurrido cuarenta y ocho horas desde la ultima vez que habia hablado con mi mentor. De momento, el estudio y la actividad prevalecian en la biblioteca, rechazando los limites de la oscuridad.

Deberia decirte que, cuando estudiaba en aquel tiempo, me gustaba estar a solas por completo, sin ser molestado, en un silencio monastico. Ya he descrito los cubiculos de estudio en los que trabajaba con asiduidad, en la parte alta de las estanterias de la biblioteca, donde tenia mi propio nicho y donde habia encontrado aquel libro siniestro que habia cambiado mi vida e ideas casi de la noche a la manana. Dos dias ames, a esta misma hora, habia estado estudiando aqui solo ocupado y sin miedo, a punto de recoger mis libros sobre Holanda y correr hacia una agradable velada con mi mentor. No habia pensado en otra cosa que en lo que Heller y Herbert habian escrito sobre la historia economica de Utrecht el ano anterior, y en como podria refutarlo en un articulo, tal vez un articulo pergenado a partir de uno de los capitulos de mi tesis.

De hecho, si habia imaginado algun fragmento del pasado, eran esos inocentes y algo codiciosos holandeses debatiendo los pequenos problemas de su gremio, o de pie, con los brazos en jarras, en portales elevados sobre los canales, mirando como alzaban hasta el ultimo piso de sus casas provistas de almacen una nueva caja de mercancias. Si habia tenido alguna vision del pasado, solo habia visto sus rostros rubicundos y curtidos por la intemperie, las cejas espesas, las manos habiles, oido el crujido de sus excelentes barcos, percibido el olor de las especias, el alquitran y las aguas residuales del muelle, y disfrutado del solido ingenio de su forma de comprar y regatear.

Pero, por lo visto, la historia podia ser algo muy diferente, una salpicadura de sangre cuya agonia no se desvanecia de la noche a la manana ni con el transcurso de los siglos. Y hoy mis estudios iban a ser de una nueva clase, nueva para mi, pero no para Rossi y para tantos otros que habian elegido su camino entre la misma maleza oscura. Deseaba iniciar este nuevo tipo de investigacion entre los alegres murmullos y ruidos de la sala principal, no en las estanterias silenciosas con sus pisadas ocasionales sobre lejanas escaleras. Queria abrir la siguiente fase de mi vida como historiador bajo los ojos ingenuos de jovenes antropologos, bibliotecarios canosos, adolescentes que pensaban en partidos de squash o

zapatos blancos nuevos, estudiantes sonrientes e inofensivos profesores emeritos lunaticos, el trafico habitual de la noche universitaria. Mire una vez mas la bulliciosa sala, los retazos de luz solar que desaparecian a toda prisa, la incesante actividad de las puertas de la entrada principal, que se abrian y cerraban sobre goznes de bronce. Despues recogi mi sobado maletin, lo abri y extraje un grueso sobre oscuro, que tenia una leyenda escrita por Rossi:

RESERVAR PARA EL SIGUIENTE.

?El siguiente? No lo habia mirado con atencion dos noches antes. ?Se referia a reservar la informacion guardada para la siguiente vez que atacara este proyecto, esta fortaleza oscura?

?O era yo el «siguiente»? ?Era una prueba de su locura?

Dentro del sobre abierto vi una pila de papeles de diferentes gramajes y tamanos, muchos destenidos y en mal estado debido a la antiguedad. Habia hojas de papel cebolla impresas con apretadas lineas mecanografiadas. Una gran cantidad de material. Tendria que clasificarlo, decidi. Me acerque a la mesa de color miel mas cercana, contigua al fichero.

Aun habia mucha gente a mi alrededor, pero eche una mirada supersticiosa por encima del hombro antes de sacar los documentos y colocarlos sobre la mesa.

Habia manejado algunos manuscritos de Tomas Moro dos anos antes, y algunas cartas de Hans Albrecht de Amsterdam, y en fechas mas recientes habia ayudado a catalogar una coleccion de libros de contabilidad flamencos de la decada de 1680. Como historiador, sabia que el orden de cualquier hallazgo archivistico es una parte importante de la leccion que imparte. Saque papel y lapiz, e hice una lista del orden de los materiales a medida que los retiraba. El primer documento, el de encima de todo, lo formaban las hojas de papel cebolla. Como ya dije, estaban mecanografiadas de la manera mas pulcra posible, como si fuesen cartas.

El segundo documento era un mapa, dibujado a mano con torpe pulcritud. Ya se estaba descolorando, y las marcas y nombres de lugares destacaban poco en un grueso papel de cuaderno, de aspecto extranjero, arrancado sin duda de alguna vieja libreta. A continuacion habia dos mapas similares. Despues venian tres paginas de notas dispersas escritas a mano, con tinta y muy legibles a primera vista. Luego habia un folleto ilustrado que invitaba a los turistas a la «Rumania romantica» en ingles, que debido a sus adornos art deco parecia un producto de las decadas de 1920 o 1930. Despues, dos recibos de un hotel y de las comidas tomadas en el. De Estambul, para ser preciso. Luego un antiguo mapa de carreteras de los Balcanes, impreso de manera deficiente a dos colores. El ultimo objeto era un pequeno sobre color marfil, cerrado y sin inscripcion alguna. Lo deje a un lado heroicamente, sin tocar la solapa.

Eso fue todo. Di la vuelta al sobre marron, hasta lo sacudi, de modo que ni siquiera una mosca muerta habria pasado desapercibida. Mientras lo estaba haciendo, de repente (y por primera vez) experimente una sensacion que me acompanaria durante todos los posteriores esfuerzos que se me exigieron: senti la presencia de Rossi, su orgullo por mi minuciosidad, algo asi como si su espiritu viviera y me hablara por mediacion de los meticulosos metodos que el me habia ensenado. Sabia que, como investigador, trabajaba con celeridad, pero tambien que no desdenaba ni rechazaba nada, ni un solo documento, ni un archivo, por mas lejos que estuviera, y desde luego ninguna idea, por impopular que fuera entre sus colegas.

Su desaparicion, y su necesidad de mi, pense desatinadamente, nos habian convertido casi en iguales. Tambien intui que me habia estado prometiendo este desenlace, esta igualdad, desde el primer momento, y aguardaba el momento en que yo lo alcanzaria.

Ahora tenia ya todos los objetos diseminados sobre la mesa ante mi. Empece con las cartas, aquellas largas y densas epistolas mecanografiadas en papel cebolla, con pocas erratas y pocas correcciones. Habia una copia de cada, y daba la impresion de que ya estaban en orden cronologico. Todas estaban fechadas en diciembre de 1930, hacia mas de veinte anos.

Cada una llevaba el encabezamiento TRINITY COLLEGE, OXFORD, sin mas detalles sobre la direccion. Examine la primera carta. Contaba la historia del descubrimiento del misterioso libro, y de la investigacion inicial en Oxford. La carta estaba firmada: «Le acompana en su afliccion, Bartholomew Rossi». Y comenzaba (sujete la hoja de papel cebolla con firmeza, incluso cuando me empezo a temblar un poco la mano), en tono afectuoso:

«Mi querido y desventurado sucesor…»

Mi padre callo de repente, y el temblor de su voz me impelio a efectuar una retirada tactica antes de que se obligara a seguir hablando. Por un mutuo acuerdo no verbalizado, recogimos nuestras chaquetas y atravesamos la pequena piazza, y fingimos que la fachada de la iglesia aun conservaba cierto interes para nosotros.

7

Mi padre estuvo varias semanas sin ausentarse de Amsterdam, y durante ese tiempo senti que me protegia de una nueva manera. Un dia llegue a casa mas tarde de lo habitual, y encontre a la senora Clay hablando por telefono con el. Me paso con mi padre al instante.

– ?Donde has estado? -pregunto mi padre. Llamaba desde su despacho en el Centro por la Paz y la Democracia-. He telefoneado dos veces y la senora Clay no sabia nada de ti.

La has puesto muy nerviosa.

Mas bien me parecio que era el el que estaba nervioso, aunque mantenia la voz serena.

– Estaba leyendo en una nueva cafeteria que hay cerca del colegio -explique.

– Muy bien -dijo mi padre-. Llama a la senora Clay o avisame a mi cuando vayas a llegar tarde, eso es

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