La herida que en un principio parecio mortal de necesidad resulto ser, al cabo de las horas y de acuerdo con el veredicto de los medicos, de pronostico reservado, y el capitan Seebohm, a quien de hecho el resto de los ocupantes del velero habia dado por muerto en el momento en que cayo al suelo ensangrentado, solo tuvo que temer por su vida durante dia y medio, pues pasado este tiempo, y a pesar de que su estado continuo siendo grave, se le considero fuera de todo peligro y se le auguro, salvo imprevistos, una pronta recuperacion. El capitan Kerrigan, por su parte, tardo poco en restablecerse de sus magulladuras y de una superficial brecha en la cabeza, pero en cambio fue arrestado y encerrado en su camarote bajo estrecha vigilancia; y el inepto oficial llamado Fordington-Lewthwaite que, en defecto de sus superiores, se hizo cargo de la jefatura del barco, aconsejo al febril Seebohm -y obtuvo su consentimiento para llevar a cabo tal propuesta- que se abriera expediente a Kerrigan con vistas a un futuro juicio que habria de celebrarse en cuanto el
El porque de la conducta de Kerrigan era algo que todos los pasajeros se preguntaban a excepcion de Victor Arledge y Leonide Meffre, quienes por haber tratado al misterioso americano -si bien de muy distinta manera- durante cierto tiempo, sabian que precisamente preguntarselo era inutil y no conducia a ningun fin. Seguramente por ello fueron Arledge y Meffre los unicos expedicionarios que (dejando de lado las naturales condolencias por lo ocurrido, no muy hondas, que compartieron con los demas) no se vieron excesivamente afectados por los acontecimientos, y los unicos, por tanto, que persistieron en sus previos intereses particulares, en medio de los sombrios y agonicos sentimientos del resto de los viajeros y del creciente malhumor de la tripulacion, cuyos componentes, embravecidos por la timidez y el academicismo de Fordington- Lewthwaite, se insubordinaban cada vez con mas frecuencia y mayor desfachatez. Florence Bonington, por el contrario -y en su caso aun habia alguna justificacion-, y con ella su padre, Hugh Everett Bayham, los Handl, los Tourneur, y por supuesto Amanda Cook y el humanitario senor Littlefield, quedaron poco menos que postrados por los sucesos: sus animos, fragiles y una vez mas zarandeados por el azar, decayeron, y su postura de entonces ha contribuido a hacer fuerte mi convencimiento de que el que producian las aguas no era el unico vaiven cuyas influencias eran notables a bordo del
Ello explica que las primeras veces que los tres hombres coincidieron en las hamacas de popa el silencio absorbiera sus personalidades, tan brillantes. Bayham, consumado jugador de cartas, ni siquiera se atrevia a proponer partidas y se conformaba con sus solitarios, y Meffre reducia sus actividades a leer de arriba a abajo los periodicos que hubieran caido en su poder y a fumar un apestoso tabaco de pipa. Arledge, por el contrario, juntaba sus manos y se enfrascaba en la contemplacion del mar, a la espera de algun comentario por parte de los otros, o -incluso- de que Leonide Meffre desapareciera de escena durante unos minutos, hecho que quiza le daria el valor necesario, el impulso definitivo para abordar de nuevo con sus interrogaciones al pianista ingles.
Aquella situacion duro mas tiempo de lo que en un principio podria haberse supuesto: no hubo entre los demas pasajeros ningun lance o evento capaz de hacerles recuperar el optimismo y el buen humor de manera colectiva, y, decepcionados y meditabundos, sus animos se fueron extinguiendo sin apenas lucha. Cada dia mas reacios a abandonar sus refugios, hartos de aquella travesia -pero sin llegar a darse verdadera cuenta de que lo estaban: la apatia se lo impedia-, aburridos y perezosos, ni siquiera recordaban el motivo de su presencia en aquel barco. La ausencia de Kerrigan, ya echado de menos durante su crisis, se hizo notar, tan abundantes habian sido sus idas y venidas por el velero: cuidandose de todos los detalles, inspeccionando sin tregua el estado de salud de los poneys de Manchuria, supervisando las maniobras de la tripulacion, habia conseguido que su persona fuera imprescindible para la armonia de la cubierta. La ineficacia de Fordington-Lewthwaite, para colmo de males, era monocolor.
Tras algunos intentos fallidos Victor Arledge obtuvo por fin un dia permiso de Fordington-Lewthwaite para ir a visitar a Kerrigan a su camarote, habiendose comprobado previamente que el contacto con el capitan americano no representaba ningun peligro para el novelista. Kerrigan, segun los informes de sus guardianes, no habia superado su desconsuelo y pasaba los dias echado sobre la cama, inquieto y desasosegado, pero, ya sereno, sin bebida y bien alimentado, se mostraba fisicamente recuperado e inofensivo.
Cuando Arledge entro en su camarote Kerrigan estaba durmiendo. Al sentir la mano del escritor sobre su hombro se incorporo sobresaltado, y luego, al reconocerle, sonrio con agradecimiento. Arledge le estrecho en un abrazo, murmuro unas palabras de calor y se sento a los pies del lecho, mientras instaba a Kerrigan a que volviera a tumbarse. Le pregunto como se encontraba y si sabia de los propositos de Fordington-Lewthwaite y Seebohm con respecto a el. Kerrigan respondio afirmativamente sin darles mucha importancia, y, preocupado, pregunto a su vez como habia sido su comportamiento, en la opinion de Arledge, el dia en que habia apunalado a Seebohm y habia puesto en peligro la vida de dos mujeres. Sus recuerdos eran muy difusos.
– Desastroso, sin duda alguna -contesto Arledge con una sonrisa no carente de cierta complicidad.
Al comprobar que no habia ninguna clase de reproche en la visita de Arledge, Kerrigan respiro con alivio y sonrio mas abiertamente y con mayor confianza, aunque todavia con cierto nerviosismo. Se habia vuelto a tumbar en la cama y se frotaba los brazos, quiza porque tenia frio, quiza como preambulo de la conversacion que -lo presentia- iban a mantener, quiza porque la contestacion de Arledge, aunque pronunciada en un tono amistoso, habia hecho embarazosa la situacion. Arledge, para tranquilizarle, anadio:
– Pero ya todo ha pasado y no tiene importancia. Por lo menos, no la tiene para mi.
– Pero si la tiene para mi -dijo entonces Kerrigan y, como si con su respuesta hubiera encontrado la manera apropiada para empezar un relato, se puso a explicar, de forma inconexa y con la voz entrecortada, las causas que le habian impelido a actuar tan barbaramente aquel dia.
Victor Arledge fue siempre un acerrimo enemigo de la confianza y de lo que esta por lo general lleva consigo, pero sobre todo no estaba acostumbrado a que Kerrigan le hiciera confidencias y menos aun a escuchar de sus labios justificaciones o disculpas, y por ello se sintio incomodado. Intento detener su discurso alegando que no era precisamente a el a quien tenia que pedir excusas, pero Kerrigan insistio sin atender a razones. Manifesto su necesidad de desahogarse para poder seguir viviendo (?a quien si no a el podria contar sus pesares?) y le rogo que se encargara de transmitir sus inaceptables disculpas a la senorita Cook, al capitan Seebohm y al resto de los pasajeros, y que contara a la senorita Bonington y a Hugh Bayham -de los que esperaba inteligencia y comprension-, en privado y si lo juzgaba conveniente, lo que el ahora iba a decirle. Arledge, que nunca hasta entonces habia visto a Kerrigan en tan humilde actitud, y sintiendose violento por ello, trato de disuadirlo de sus intenciones una vez mas, pero sin exito: sus esfuerzos fueron vanos; sus argumentos, desoidos o rebatidos por Kerrigan, no surtieron el menor efecto. Y asi el capitan, con aun mayor determinacion que al principio, dio comienzo a un largo e impudico monologo: mas de uno hubiera pagado por no escucharlo.
Cuando Victor Arledge abandono el camarote de Kerrigan una hora mas tarde, su rostro tenia una expresion que era mezcla de alegria, cansancio y estupor. Anduvo ensimismado, con lentitud, por la cubierta, hasta que llego a las tumbonas de popa. Alli se apoyo en una de ellas, luego se aparto para acodarse en la barandilla y otear el horizonte a la usanza de los viejos marinos; busco a Bayham y a Meffre con la mirada sin hallarlos, y por fin, pesadamente, se dejo caer sobre una de aquellas hamacas de lona verde y cerro los ojos. Asi permanecio durante treinta y cinco minutos; medito acerca de Kerrigan durante aquel tiempo.
Los dias fueron pasando y con ellos las ansias de Arledge -aunque el sustantivo es poco elegante es sin duda el mas adecuado- por averiguar las verdaderas dimensiones del secuestro de Bayham fueron en aumento. Una vez que habia decidido dejarse de miramientos y hablar con franqueza, no encontrar el momento oportuno para