hacerlo le exasperaba. Como los demas pasajeros, si bien por distintos motivos, tambien el olvido el porque de su presencia en aquel barco, y sus solitarios vagabundeos a lo largo del velero se hicieron continuos, a falta de escalas -los expedicionarios, sumisos, se habian entregado a la voluntad de los investigadores cientificos- y de conversaciones interesantes que le distrajeran. Aunque nunca habia considerado seriamente la posibilidad de que las aventuras de Bayham terminaran alli donde el, segun Handl, les habia dado punto final, aquella alternativa, de habersela planteado despues de tomar su decision, le habria parecido inadmisible, a tal extremo llegaron sus obsesiones. En su ofuscacion empezo a ver en Bayham a un ser odioso que se complacia en torturarle con su tenaz silencio. Hugh Everett Bayham era tal vez la persona a bordo que mejor habia reaccionado tras el arresto de Kerrigan. Siempre discreto y nunca agobiante, hacia lo posible por animar a los viajeros, en especial a Florence Bonington y a su padre, que habian quedado profundamente afectados por los acontecimientos; pasaba largas horas en los salones intentando divertirles con chistes, bromas y juegos de manos, les leia en voz alta las noticias mas destacadas y los articulos mas amenos de los periodicos, y organizo, todo por el bienestar de sus protegidos, un baile de disfraces que se malogro por culpa del excesivo vaiven del barco en la fecha senalada. E incluso, en un alarde de generosidad, pregunto un par de veces por el estado de salud del capitan Kerrigan.
Era al anochecer, cuando los Bonington ya se habian retirado, o muy de manana, mientras los aguardaba, cuando Bayham se dirigia a las hamacas de popa y pasaba un rato haciendo solitarios en la silenciosa compania de Victor Arledge y Leonide Meffre. Aquellos eran los unicos momentos en que Arledge tenia ocasion de hablar con el, pues el pianista estaba muy ocupado durante el resto del dia con sus atenciones para con la familia Bonington: hasta el punto de que llego a fundirse con sus componentes en un grupo inseparable y despersonalizado que, aparte de poco tentador, era absolutamente restringido. Tal vez Victor Arledge deberia haberse dado cuenta, durante aquellos dias de abulia y rutina, de que la personalidad de Hugh Everett Bayham - inedita, de hecho, hasta aquel momento- no podia ser ni muy vigorosa ni muy atractiva, y por ende haber supuesto que lo que se ocultaba detras de su forzado viaje a Escocia no merecia ni su atencion, ni sus desvelos, ni, mas adelante, su desolacion. Pero Victor Arledge carecio durante aquella travesia de la lucidez que siempre le fue caracteristica y, obcecado por lo que habia dejado de ser simple curiosidad para convertirse en un mero trastorno, era incapaz de separar las virtudes de los defectos en una persona. Empezo a detestar a Leonide Meffre, el unico obstaculo de sus planes, de manera desmesurada. El poeta frances disfrutaba en verdad de la brisa que alcanzaba a la popa del
A medida que, pese a todo, los tres hombres se fueron familiarizando con su mutua compania, la conversacion entre ellos se hizo mas rica y frecuente. Del mero saludo pasaron a comentar las noticias de la prensa y de esto a entablar largas charlas -las mas de las veces sobre temas anodinos y triviales- que incluso, en alguna ocasion, llegaron a retrasar el obligado encuentro de Bayham con los Bonington. Arledge, que consideraba a Meffre un pesimo conversador, pensaba que aquellos avances se debian unica y exclusivamente al aprecio que Bayham habia empezado a sentir por el -en su opinion todo ello- el dia en que ambos, sin proponerselo, se habian aliado contra el frances en una discusion sobre Raisuli. Todo, pues, le hacia suponer con mayor seguridad que Bayham responderia gustoso a sus preguntas el dia en que se las formulara, y este convencimiento fue el que le llevo a cometer un acto que, conociendo su frio temperamento, no fue tan siquiera la causa fundamental de que Victor Arledge se refugiara en la casa de campo de un pariente lejano y abandonara la literatura, pero que, sin lugar a dudas, si contribuyo a hacer de los ultimos anos de su vida un verdadero tormento.
Victor Arledge conocia el caracter orgulloso y pendenciero de Leonide Meffre y por ello es de suponer que lo que hizo no fue fortuito desde ningun punto de vista, sino probablemente intencionado y planeado hasta el ultimo detalle. Hasta que ideo su estratagema habia desechado la posibilidad de contar a la senorita Bonington y a Bayham la historia de Kerrigan, pues aunque este -por otro lado en un estado de excitacion que no le permitia conservar su sentido de la proporcion- la habia insinuado, la idea le habia parecido a Arledge descabellada e impracticable. Al concebir, sin embargo, la escena que habria de brindarle mas tarde la oportunidad de encararse con Bayham, recurrio a aquella insensata peticion que Kerrigan le habia hecho, a pesar de que sabia ya entonces -un esbirro de Fordington-Lewthwaite le habia transmitido el mensaje del capitan americano- que este, arrepentido, la habia retirado.
Una manana, en popa, con Bayham y Meffre como de costumbre, Arledge saco el tema de los recitales de piano y comento lo mal que se interpretaban en la actualidad los impromptus y valses de Schubert, a los que, dijo, los pianistas trataban como obras frivolas y menores que no merecian su virtuosismo. Bayham, en parte dandose por aludido, en parte interesado por la cuestion en si, se enzarzo animadamente en la discusion, a la que Meffre asistia mas bien como espectador, y el tiempo paso con gran rapidez. Bayham olvido, divertido por los derroteros que iba tomando la conversacion (Brahms y Schumann, sus autores favoritos), su obligada cita con los Bonington, como ya habia sucedido en alguna otra ocasion. Pero esta vez se retraso demasiado, tanto que al cabo de tres cuartos de hora de animada charla Florence Bonington aparecio, vestida de amarillo y con una sombrilla en la mano y, desautorizando en broma las apresuradas disculpas de Bayham, le reprendio, con una sonrisa que delataba lo falso de sus severas palabras, por su negligencia y por la falta de interes que con su tardanza habia demostrado tener por ella. A esta comedia se unio Meffre con sus risas y con comentarios que no le tocaba hacer a el, y, despues de unos minutos, cuando la broma paso, Bayham ofrecio su brazo a la senorita Bonington y se despidio de los caballeros. Fue entonces cuando Arledge, haciendose sorprendido, exclamo:
– ?Pero como! ?Ya se van? Esperen un momento. Precisamente me alegraba de que estuviera usted aqui, senorita Bonington, porque hacia tiempo que esperaba la ocasion de tenerlos reunidos a ustedes dos. He de contarles algo referente al capitan Kerrigan, muy privado. Me encargo que les transmitiera sus excusas y me rogo que les relatara una historia a fin de que comprendieran y perdonaran su actitud. Les estaria muy agradecido si se dignaran perder unos minutos y escucharme.
La joven pareja parecio dudar y por fin el pianista, tras consultar con la mirada a la senorita Bonington y recibir una respuesta afirmativa de los ojos de ella, contesto:
– Como guste, senor Arledge, siempre que no nos entretenga demasiado tiempo.
– No mas de media hora.
– De acuerdo entonces -dijo Florence-. Pero, si me lo permiten, voy a comunicarle a mi padre que no nos reuniremos con el todavia.
Y, con paso ligero y gracil, la senorita Bonington desaparecio. Los tres hombres volvieron a quedarse solos y durante unos segundos reino el silencio. Se miraron entre si y entonces Arledge, dirigiendose a Leonide Meffre, dijo:
– Antes he dicho que la historia que he de relatar al senor Bayham y a la senorita Bonington es muy privada; pues bien, no solo lo es, en efecto, sino que tambien es de muy delicada indole y constituye un secreto que solo puedo revelar a estas dos personas. Lo contrario seria una indiscrecion y un abuso de confianza. Por tanto, senor Meffre, lamento profundamente tener que pedirle esto y le ruego que me disculpe por ello, pero me veo obligado a exigirle que nos deje a solas durante no mas de treinta minutos.
Leonide Meffre se incorporo en su hamaca, miro fijamente a Arledge y respondio:
– ?Quiere usted decir que debo retirarme?
– Si es tan amable; si es un caballero.
– ?Insinua que no lo soy?
– En absoluto: creo que si lo es y por ello espero que satisfaga mi peticion.
– ?Y si no lo hiciera?
– Me decepcionaria usted. ?Lo hara?
– Aun no lo he decidido -contesto Meffre, e, insolente, se volvio a echar sobre la hamaca.
– Senor Meffre, creo que no es mucho pedir que nos deje a solas un rato. Le aseguro que no lo haria si supiera de alguna otra parte del barco en la que pudieramos estar tan tranquilos y aislados como aqui. Pero ya sabe usted que no la hay; y en los camarotes, tan reducidos, hace demasiado calor durante el dia.
Meffre volvio a incorporarse y, ya sin ningun disimulo, inquirio impertinentemente:
– ?No se le ha ocurrido pensar que tambien a mi me puede interesar la vida oculta del capitan Kerrigan? Y no solo eso: ?no se le ha ocurrido pensar tampoco que yo me senti tan ofendido por su comportamiento como el que