mas y que se me debe una explicacion?

– Su primera pregunta, senor Meffre, solo tiene como respuesta el mayor desprecio, y en cuanto a la segunda, el capitan Kerrigan me pidio que me disculpara en su nombre ante todos los pasajeros. Creo que ya lo hice ante usted y por tanto no tiene derecho a saber mas. Lo que he de confiar al senor Bayham y a la senorita Bonington tiene un caracter muy distinto y, sobre todo, no tengo permiso para contarselo a nadie mas.

– El capitan Kerrigan no tiene por que enterarse de que me lo ha contado a mi tambien.

– Senor Meffre, me esta usted insultando con sus palabras. ?Cree que no tengo sentido de la responsabilidad?

Bayham intervino entonces:

– Tal vez, senor Arledge, a la vista del comportamiento del senor Meffre, deberiamos dejarlo para otro momento.

– Ya es muy tarde para eso, senor Bayham. El descaro y la falta de educacion del senor Meffre han ido demasiado lejos como para que ahora nos retiremos. Por ultima vez, senor Meffre, ?va usted a dejarnos a solas o no? Estamos perdiendo mucho tiempo y el senor Bonington aguarda a su hija y al senor Bayham.

En aquel instante reaparecio Florence, que habia oido las ultimas palabras de Arledge. Desconcertada, la joven, pregunto con timidez que sucedia.

Nadie le respondio y Meffre, con cierta sorna, dijo:

– Senor Arledge, nadie puede obligarme a abandonar este lugar excepto Fordington-Lewthwaite. Hablen con el-y, acto seguido, cogio uno de sus periodicos, lo abrio y se puso a leer.

– Senor Meffre, se lo advierto por ultima vez: o cambia usted de actitud y accede a los ruegos que con toda cortesia le he formulado o me vere obligado a darle un escarmiento.

Meffre cerro el periodico y se volvio hacia Arledge, iracundo.

– ?Me esta usted amenazando?

– En efecto, usted lo ha dicho.

Florence, habiendo comprendido lo que sucedia, intento relajar la tension.

– Caballeros, tengan moderacion. La cosa no es para tanto.

– Tal vez no lo era, senorita Bonington -dijo Arledge-, pero ahora ya se ha convertido en una cuestion personal entre el senor Meffre y yo; entre este insolente imbecil y yo.

El insulto, por fin, habia brotado de los labios de Arledge, y Meffre reacciono como aquel habia supuesto. El poeta se levanto bruscamente, avanzo hasta el novelista y le abofeteo.

– No consiento que nadie me insulte, senor Arledge. Le exijo una satisfaccion inmediata.

Arledge no pudo evitar una leve sonrisa de triunfo y respondio:

– Como guste, senor Meffre. Manana al amanecer. El senor Bayham y el senor Tourneur seran mis padrinos, si no tienen inconveniente.

– Piense en lo que hace, Arledge -dijo el pianista-, pienselo bien.

– ?Esta usted dispuesto a ser mi padrino?

– Si, por supuesto -contesto Bayham, sumiso.

– Fijemos las armas -dijo Meffre.

– Pistolas.

– De acuerdo. Le espero aqui manana a las seis. Confio en que no faltara.

– Tenga por seguro que no faltare. Queda usted encargado de traer las armas, si puede conseguirlas y no tiene inconveniente.

– Las conseguire, no se preocupe.

Meffre volvio a echarse sobre la hamaca, abrio de nuevo su periodico y se enfrasco en la lectura. Arledge sonrio a Bayham y a Florence y dijo:

– Lamento haberme visto obligado a ofrecerles esta sordida escena. Les he hecho perder, ademas, su valioso tiempo, y no me lo perdonare. Excusenme ante su padre, senorita Bonington, por haberles retenido en balde. Me temo que tendremos que dejar la historia del capitan Kerrigan para manana.

Bayham y Florence, visiblemente impresionados por lo que acababan de contemplar, murmuraron unas palabras de animo o de cortesia y desaparecieron. Victor Arledge, entonces, se sento en la hamaca contigua a la que ocupaba Meffre, encendio un cigarrillo y se puso a observar el ir y venir de las olas cruzadas por la estela del Tallahassee.

Fordington-Lewthwaite reacciono ante los sucesos de la manera prevista: al ser consciente de sus responsabilidades como eventual capitan del Tallahassee monto en colera al principio, indignado sobre todo porque se hubiera celebrado un duelo a bordo sin haberse el enterado. Pero luego, y puesto que su integridad era solo aparente, acepto los hechos con calma y, temeroso de las quejas que los expedicionarios podrian elevar a sus superiores una vez terminada la travesia si no se dejaba regir por sus caprichos, procedio a arrojar al mar, sin ninguna solemnidad y casi a escondidas de los pasajeros, el cadaver de Leonide Meffre.

La muerte de este no sorprendio a los que conocian bien a Arledge y por tanto sabian de su destreza con las armas de fuego. El novelista ingles afincado en Paris se habia batido ya en mas de tres ocasiones mientras que el senor Meffre -que habia sido siempre lo suficientemente habil como para esquivar en ultima instancia los desafios que por culpa de su incorregible impertinencia habia visto con frecuencia cernirse sobre su cabeza- era un verdadero novato en tales lides. El porque de su imprudencia al retar a Victor Arledge es, por tanto, un pequeno misterio. Si lo hizo por odio al novelista, por impresionar a la senorita Bonington (nadie podria demostrar que la adoraba, pero tampoco lo contrario) o simplemente porque perdio el control de sus nervios, es algo que nunca se sabra y que quiza, sin embargo, de haber sido Leonide Meffre un autor de primera fila, estaria ahora ocupando el tiempo y los pensamientos de algun biografo inocente y trabajador.

El duelo no tuvo historia: al ser Arledge el ofendido tuvo el derecho a hacer el primer disparo. No hubo mas. Su bala se incrusto en la frente de Meffre. Este se desplomo sin un quejido y seguramente sin tiempo para darse cuenta de que habia sido alcanzado. Sus padrinos (el horrorizado senor Littlefield y el senor Beauvais), graves y compungidos, recogieron su cuerpo del suelo y sin decir ni una palabra se retiraron con el cadaver. El disparo seco, por suerte, no habia despertado a nadie: probablemente los vigias se habian dejado vencer por el sueno con la llegada del alba. Lederer Tourneur, disgustado pero convencido de que se habia hecho justicia, les siguio un minuto despues, y Arledge y Bayham, entre indiferentes y afectados, se encaminaron hacia el camarote de Fordington-Lewthwaite con el fin de informarle acerca de lo que habia ocurrido.

Leonide Meffre no era una persona agradable, como es bien sabido, ni tampoco un personaje interesante. Sin embargo, el odio y el desprecio que Arledge le profesaba no eran exactamente compartidos por el resto de los viajeros, que veian en el a un hombre mediocre con infulas de gran senor y de mayor poeta: aburrido, falto de buen gusto y de imaginacion, charlatan, indiscreto y a menudo agobiante, pero, por lo demas, totalmente inofensivo. Por ello el impacto que produjo su muerte entre los pasajeros del Tallahassee no fue muy hondo en ningun sentido y puede decirse que -ya cansados, imperturbables e incapaces de experimentar sorpresa o dolor con anterioridad- adoptaron la postura no solo mas comoda sino tambien mas logica de cuantas se les ofrecian: esto es, ignorar -que no olvidar- los hechos acaecidos. Tal vez tachar de inocente a la senorita Bonington por esperar si no arrepentimiento si al menos condolencia por parte de Arledge tras la muerte de su adversario pecaria de injusto, pues ella, huelga decirlo, nunca supo del verdadero caracter del novelista, y menos aun de sus maquinaciones o de la premeditacion que acompanaba a todos sus actos a bordo de aquel velero. Pero, inocente o no, lo cierto es que lo espero, primero con confianza y luego con indignacion, siempre en vano. De no haber sido por esto la muerte de Leonide Meffre no habria tenido ninguna resonancia y se habria limitado a desempenar la funcion que Arledge le habia encomendado; pero al entrar en juego cierto tipo de sentimientos imprevistos, con los que Arledge apenas si habia especulado y ante los cuales, mas que nada por inexperiencia, se sentia indefenso y desarmado, sus aspiraciones, una vez mas, se vieron amenazadas por el fracaso y la consecucion de sus propositos demorada. La indiferencia con que los navegantes del Tallahassee acogieron la noticia del duelo y sus resultados, lejos de aplacar la violenta reaccion de la senorita Bonington, le dio una dimension mayor. Si el descontento hubiera sido general y la existencia de Arledge unanimemente condenada, los arrebatos de la joven

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