Amplio su sonrisa. La herida del clavo en su mejilla izquierda sangro un poco. Anadio:
– ?Que te parece, Heracles?… El
Heracles se apoyo en la pared cercana. No hablo, aunque siguio escuchando los jadeantes susurros de Crantor.
– Todos creen que es droga… y, al beberlo, se transforman… se vuelven furiosos… enloquecen… y hacen… lo que esperamos que hagan… como si de verdad… hubieran bebido droga… Todos, menos tu… ?Por que?
«Porque yo solo creo en lo que veo», penso Heracles. Pero como no se sentia con fuerzas para hablar, no dijo nada.
– Matame -pidio Crantor.
– No.
– Entonces, a Cerbero… Por favor… No quiero que sufra.
– No -volvio a decir Heracles.
Se arrastro hasta la pared opuesta, donde yacia Diagoras. El rostro del filosofo se hallaba cubierto de magulladuras, y una brecha en su frente presentaba mal aspecto, pero seguia vivo. Y tenia los ojos abiertos y la expresion alerta.
– Vamos -dijo Heracles.
Diagoras no parecio reconocerlo, pero se dejo conducir por el. Cuando salieron trastabillando de la cueva hacia la noche reciente, los ladridos de dolor del perro de Crantor quedaron, por fin, sepultados.
La luna se alzaba redonda y dorada, colgando del cielo negro, cuando la patrulla los encontro. Un poco antes, Diagoras, que caminaba apoyado en Heracles, habia empezado a hablar.
– Me obligaron a beber su pocima… No recuerdo mucho mas a partir de entonces, pero creo que me ocurrio lo que ellos pronosticaron. Fue… ?Como describirlo?… Perdi el dominio de mi mismo, Heracles… Senti removerse en mi interior un monstruo, una sierpe enorme y rabiosa… -jadeando, con los ojos enrojecidos al recordar su locura, prosiguio-: Comence a gritar y a reir… Insulte a los dioses… ?Incluso creo que ofendi al maestro Platon!…
– ?Que le dijiste?
Tras una pausa, Diagoras, con evidente esfuerzo, contesto:
– «Dejame en paz, satiro» -se volvio hacia Heracles con expresion de profunda tristeza-. ?Por que lo llame «satiro»?… ?Que horror!…
El Descifrador, en tono de consuelo, le dijo que todo habia que achacarlo a la droga. Diagoras se mostro de acuerdo, y anadio:
– Luego empece a darme cabezazos contra la pared hasta perder la conciencia.
Heracles pensaba en lo que le habia contado Crantor sobre el
En los alrededores de la cueva, que se hallaba en una zona boscosa no muy lejos del Licabeto, uno de los soldados descubrio un grupo de caballos atados a los arboles y una gran carreta con mantos y viveres. Se sospecho, por tanto, que los sectarios no debian de estar muy lejos, y el capitan ordeno que se desenvainaran las espadas e hizo avanzar a sus hombres con cuidadosa prudencia hasta el reducto de la entrada. Heracles les habia explicado lo que habia sucedido y lo que podian esperar encontrar, asi que a nadie sorprendio que el cuerpo de Crantor, mudo e inmovil sobre un charco de sangre, permaneciera todavia tendido en la misma posicion en que el Descifrador lo recordaba. Cerbero era una criatura arrugada y pacifica que gimoteaba a los pies de su amo.
Heracles no quiso saber si Crantor seguia vivo o no, asi que no se acerco cuando los demas lo hicieron. El perro los amenazo con roncos grunidos, pero los soldados se echaron a reir, e incluso agradecieron el inesperado recibimiento, ya que los rumores que habian oido sobre la secta mezclados con sus propias fantasias habian terminado por amedrentarlos, y la ridicula presencia de aquella deforme criatura contribuyo no poco a aliviar la tension. Jugaron un rato con el can, burlandolo con amagos de golpes, hasta que una seca orden del capitan los hizo detenerse. Entonces lo degollaron sin mediar mas palabras, al igual que ya habian hecho con Crantor, con quien, por cierto, habia sucedido otra anecdota graciosa que despues seria muy comentada en el regimiento: mientras sus companeros se ocupaban del perro, uno de los soldados se habia aproximado a Crantor y apoyado el filo de la espada en su robusto cuello; otro le pregunto:
– ?Esta vivo?
Y, al tiempo que lo degollaba, el soldado respondio:
– No.
Los demas, siguiendo a su capitan, se internaron en las profundidades de la caverna. Heracles iba con ellos. Mas alla, el pasillo se ensanchaba hasta formar un recinto de notables dimensiones. El Descifrador hubo de reconocer que el lugar era ideal para celebrar cultos prohibidos, teniendo en cuenta la relativa angostura de la entrada exterior. Y era obvio que habia sido utilizado recientemente: mascaras de arcilla y mantos negros se hallaban esparcidos por doquier; tambien armas y una considerable provision de antorchas. Cosa curiosa, no se encontraron ni estatuas de dioses ni tumulos de piedra ni representacion religiosa alguna. Sin embargo, este hecho no llamo la atencion en aquel momento, pues otro mucho mas evidente y asombroso atrajo las miradas de todos. El primero en descubrirlo -uno de los soldados de vanguardia- aviso al capitan con un grito, y los demas se detuvieron.
Parecian carnes colgadas en un comercio del agora y destinadas al banquete de algun insaciable Creso. Se hallaban banadas en oro puro debido al resplandor de las antorchas. Eran por lo menos una docena, hombres y mujeres desnudos y atados cabeza abajo por los tobillos a ganchos incrustados en las paredes de piedra. Invariablemente, todos mostraban los vientres abiertos y las entranas colgando como burlonas lenguas o nudos de serpientes muertas. Bajo cada cuerpo distinguiase un grumoso cumulo de ropas y sangre y una afilada espada corta. [139]
– ?Les han sacado las visceras! -exclamo un joven soldado, y la voz grave del eco repitio sus palabras con horror creciente.
– Han sido ellos mismos -dijo alguien a su espalda en tono mesurado-. Las heridas son de lado a lado y no de arriba abajo, lo cual indica que se abrieron el vientre mientras se hallaban colgados…
El soldado, que no estaba muy seguro de quien era el que habia hablado, se volvio para contemplar, a la luz inestable de su antorcha, la figura obesa y fatigada del hombre que los habia guiado hasta alli (cuya exacta identidad no conocia bien: ?un filosofo quiza?), y que ahora, despues de haber dicho aquello, como sin darle importancia a su propio razonamiento, se alejaba en direccion a los cuerpos mutilados.
– Pero ?como han podido…? -murmuraba otro.
– Un grupo de locos -zanjo la cuestion el capitan.
Escucharon de nuevo la voz del hombre obeso (?un filosofo?). Aunque su tono era debil, todos entendieron bien las palabras:
– ?Por que?
Se hallaba de pie bajo uno de los cadaveres: una mujer madura pero aun hermosa, de largo pelo negro, cuyos intestinos se derramaban sobre su pecho como los bordes plegados de un peplo. El hombre, que se hallaba a la misma altura que su cabeza (hubiera podido besarla en los labios, si tan aberrante idea hubiese cruzado por su mente), parecia muy afectado, y nadie quiso molestarlo. De modo que, mientras se dedicaban a la desagradable tarea de descolgar los cuerpos, varios soldados aun lo oyeron murmurar durante un tiempo,