de todas las grietas de la vetusta piedra, de cada pliegue de los viejos tapices, de cualquier capa, sombrero o manta. Anidaban en el pelo de Flush. Se abrian paso a pinchazos hasta lo mas aspero de su piel. Sufrio con ello su salud; adelgazo, se le veia triste y febril. Rascabase continuamente y se hacia dano con ello. Hubo que acudir a miss Mitford. Mistress Browning le pregunto angustiadamente, por carta, que remedio habia contra las pulgas. Miss Mitford, sentada aun en su invernadero de «Three Mile Cross» – y aun afanada en sus tragedias -, dejo descansar un poco la pluma y repaso sus antiguas recetas: que habia empleado Maryflower, que Rosebud… Pero es que las pulgas de Reading se mueren con cualquier cosa. Las de Florencia son rojas y viriles. Los polvillos recetados por miss Mitford hubieran sido para ellas como rape. Desesperados, los senores Browning se arrodillaron junto a un barreno de agua y se esforzaron por purificar a Flush con jabon y un cepillo. Pero fue inutil. Un dia, habiendo sacado mistress Browning de paseo a Flush, noto que la gente senalaba a este; oyo a un hombre murmurar – a la vez que se llevaba un dedo a la nariz -. «La rogna» (la sarna). Como por aquella epoca «tenia ya Robert tanto afecto como yo a Flush», le resultaba intolerable que, yendo de paseo por la tarde con aquel amigo, lo estigmatizaran de semejante forma. «Robert», escribia su mujer, «no estaba dispuesto a soportar aquello ni un momento mas». Solo quedaba un remedio, pero era un remedio casi tan grave como la misma enfermedad. Por muy democratico que se hubiera hecho Flush y por muy poco que le importasen los distintivos de su prosapia, seguia siendo lo que le habia llamado Philip Sidney: un caballero de nacimiento. Llevaba su arbol genealogico en la espalda. Su pelo significaba para el lo que un reloj de oro con el escudo familiar grabado en el, puede significar para un arisrocrata venido a menos, cuyas extensas propiedades se hubiesen ido encogiendo hasta quedar limitadas a aquel reducido circulo. Y era el pelo precisamente lo que mister Browning propuso sacrificar. Hizo acercarsele a Flush y «con unas tijeras en la mano lo fue esquilando hasta dejarle el aspecto de un leon».
Mientras Robert Browning manejaba las tijeras, mientras caian al suelo las insignias del
Aunque no tuvo Flush que esperar mucho para ver sometida su filosofia recien adquirida a una dura prueba. De nuevo aparecieron en la Casa Guidi indicios de una de aquellas crisis… Total, nada, un cajon que se abria, o una cuerda colgando de una caja, pero para un perro son estas senales silenciosas tan amenazadoras como son para un pastor las nubes que anuncian la inminente tormenta o para un estadista los rumores que predicen una guerra. Se preparaba otro cambio, otro viaje. Bueno, ?y a santo de que? Se disponian los baules, se los ataba con cuerdas. La ninera salio con el nino en brazos. Aparecieron los senores Browning, vestidos de viaje. Habia un coche a la puerta.
Flush espero filosoficamente en el vestibulo. Si ellos estaban preparados, el tambien lo estaba. Una vez instaladas las personas en el coche, se metio Flush en este de un agil salto. ?Adonde irian? ?A Venecia, a Roma, a Paris…? Le daban igual todos los paises, todos los hombres eran hermanos suyos. Ya habia aprendido la leccion. Pero cuando, por fin, emergio de la oscuridad, hubo de echar mano de toda su filosofia… Estaba en Londres.
Las casas se extendian a izquierda y derecha en avenidas de lineas bien trazadas. El pavimento era frio y duro bajo sus pies. Alli, saliendo de detras de una puerta de caoba con llamador de bronce, estaba una senora ataviada con un ondulante vestido de terciopelo purpureo. Sobre el cabello llevaba una diadema de flores. Recogienda su flotante drapeado, miro despectivamente calle arriba y calle abajo, mientras un lacayo, inclinandose, preparaba el estribo de un lando para que la dama pudiera subir. Toda la calle Welbeck – pues era la calle Welbeck – se hallaba envuelta en un esplendor de luz rojiza… una luz que no era clara y feroz como la luz italiana, sino curtida y enturbiada por el polvo de un millon de ruedas y el pisoteo de un millon de herraduras. La temporada londinense estaba en su apogeo. Todos los ruidos de la ciudad se reunian en uno difuso y gigantesco que la cubria como un manto. Paso un majestuoso galgo conducido por un lacayo. Un guardia, paseandose arriba y abajo con paso ritmico, lanzaba a uno y otro lado la mirada inquisitiva de sus ojos de toro. Olores de asado, olores a carne de vaca y a col, procedentes de mil sotanos… Un criadillo con librea echaba una carta en el buzon.
Anonadado por la magnificencia de la metropolis, se detuvo Flush un momento en el umbral de aquella casa. Wilson tambien se paro a pensar. ?Que mezquina le parecia ahora la civilizacion italiana, con sus Cortes y sus revoluciones, sus Grandes Duques y sus soldados de la Guardia Ducal! Al ver pasar un guardia londinense, dio gracias a Dios por seguir soltera, pues no habia llegado a casarse con el signor Righi. Entonces salio de una taberna proxima una figura siniestra. Un hombre los miraba con ojos codiciosos. Flush se metio en la casa de un rapidisimo salto.
Hubo de pasarse varias semanas recluido en la salita de una pension de Welbeck Street. Pues aun era preciso el encierro. Se habia presentado el colera, y si es cierto que el colera contribuyo algo a mejorar la condicion de los
Solo dos incidentes rompieron la monotonia de las semanas que paso en Londres. Un dia, a fines de aquel verano, fueron los Browning a visitar al reverendo Charles Kingsley, en Farnham. En Italia habria estado la tierra tan dura y desnuda como ladrillo, y las pulgas hubieran aparecido por doquier. Se habria uno arrastrado de sombra en sombra, agradeciendo hasta la raya umbria proyectada por el brazo extendido de alguna estatua de Donatello. Pero aqui, en Farnham, habia campos de verde hierba; habia estanques de agua azul; bosques rumorosos y un cesped tan hermoso que las pezunas botaban en el al pisarlo. Los Browning y los Kingsley pasaron el dia juntos. Y nuevamente, mientras trotaba Flush tras ellos, volvieron a sonar las antiguas trompas de caza. Retorno al lejano extasis… ?Una liebre, un zorro? Flush corrio a sus anchas por los matorrales de Surrey como no habia corrido desde los tiempos de «Three Mile Cross». Un faisan desplego su pirotecnia purpura y oro. Casi lo habia agarrado ya con los dientes por el extremo de la cola cuando oyo una voz que gritaba. Sono un latigazo. ?Era el reverendo Charles Kingsley llamandolo al orden? De todos modos, ya no siguio corriendo. Los bosques de