sitio a algo que no podia distinguir. Vio un momento a mister Browning, pero no era el mismo mister Browning. Luego, a Wilson, pero tambien esta habia variado, como si ambos estuvieran viendo la presencia invisible para el. Sus ojos tenian un extrano aspecto; como de vidrio.

Por ultimo, Wilson, muy arrebatada, desalinada, pero triunfante, lo tomo en brazos y lo llevo al piso de arriba. Entraron en el dormitorio. En la penumbra del cuarto se percibia un debil balido y algo se agitaba en la almohada. Era un animal vivo. Aparte de todos, sin que hubieran abierto la puerta de la calle, sola, mistress Browning se habia hecho dos. Aquella cosa horrenda se movia y balaba a su lado. Desgarrado por la ira y los celos, y por cierta sensacion de profunda repugnancia que era incapaz de contener, Flush se solto y salio corriendo escaleras abajo. Wilson y mistress Browning lo llamaron. Luego lo tentaron con mimos y ofreciendole chucherias; pero fue inutil. Huia del repugnante ser, de aquella presencia tan repulsiva, y corria a esconderse donde hubiera un sofa o un rincon que le brindaran su sombra. «…durante quince dias cayo en un estado de honda melancolia y no le hacian efecto alguno las atenciones que le prodigabamos.» Esto lo noto mister Browning a pesar de las muchas cosas en que habia de pensar. Y si tomamos – como debemos hacerlo- los minutos y horas de los seres humanos y, echandolos en el espiritu de un perro, observamos como se convierten los minutos en horas y las horas en dias, no exageraremos si llegamos a la conclusion de que la «honda melancolia» de Flush duro el equivalente a seis meses completos del reloj humano. ?Cuantos hombres y mujeres han olvidado en menos tiempo sus amores y sus odios!

Pero Flush no era ya el perro inculto y falto de mundologia que era en los tiempos de Wimpole Street. Habia aprendido mucho. Wilson le habia pegado. Tuvo que comerse pasteles estropeados cuando pudo haberlos comido recien hechos; juro amar y no morder mas. Todo esto se agitaba en su mente mientras yacia bajo el sofa, hasta que finalmente, salio vencedor de si mismo. Y tambien esta vez fue recompensado. Al principio – hay que reconocerlo -, la recompensa fue insustancial, por no decir francamente desagradable: le ponian el nino sobre sus lomos y tenia que trotar por toda la casa mientras el le iba tirando de las orejas. Pero se resigno a esto con la mejor voluntad, y si se volvia al sentir que le tiraban de las orejas, solo era «para besar los piececitos desnudos, de lindos hoyuelos…» Puso tan buena voluntad, que al cabo de tres meses este debil e indefenso montoncillo de carne piador y obstinado llego a preferirlo a las otras personas «en general», segun decia mistress Browning. Y lo curioso es que Flush correspondia al afecto del pequeno. Despues de todo, ?no compartian algo los dos?, ?no se parecia el nene a Flush en muchos aspectos?, ?acaso no tenian los mismos gustos e identicos puntos de vista? Por ejemplo, en lo referente a paisajes. A Flush le resultaban insipidos todos los paisajes. En todos aquellos anos no aprendio a concentrar la atencion sobre las montanas, y, cuando lo llevaron a Vallombrosa, el esplendor de sus bosques no hizo sino aburrirlo. Volvieron a emprender otra larga expedicion cuando el nino tenia varios meses. El crio iba en el regazo de su nodriza, y Flush en las rodillas de mistress Browning. El carruaje iba, dale que dale, subiendo dificultosamente por las alturas de los Apeninos. Mister Browning estaba casi enajenado de entusiasmo. Apenas se podia separar de la ventanilla. No encontraba en todo el idioma ingles palabras con que expresar lo que sentia. «… la deliciosa perspectiva, casi sobrenatural, de los Apeninos, la maravillosa variedad de color y de forma, las transiciones tan subitas y la vital individualidad de esas montanas, los bosques de castanos que, junto a los barrancos, se inclinan hacia lo hondo por su propio peso, las rocas resquebrajadas por los impetuosos torrentes, y las colinas que suben una sobre otra para apinar su majestuosa existencia, mudando de color con el esfuerzo…» La belleza de los Apeninos provocaba el nacimiento de tan inmensa cantidad de palabras que se atropellaban unas a otras hasta aniquilarse. Pero el nene y Flush no experimentaban este estimulo ni la adaptacion del lenguaje a las emociones. Ambos permanecian silenciosos. Flush retiro la cabeza de la ventanilla, no estimando aquello digno de contemplarse… Sentia un supremo desprecio por los arboles, montanas, y cosas por el estilo, observo mister Browning. El vehiculo seguia adelante con su traqueteo. Flush dormia, y tambien dormia el nino. Por ultimo, aparecieron luces, casas, hombres y mujeres, desfilando ante las ventanillas. Habian entrado en un pueblo. Entonces si presto Flush atencion, y muchisima: «…los ojos se le salian de la cara, tan intensa era su curiosidad; miraba al Este, al Oeste… y podia pensarse que estaba tomando notas o preparandolas.» A Flush solo le conmovia lo humano. Por lo visto, la belleza habia de cristalizar – para que el la percibiese – en un polvillo verde o violeta que alguna jeringa sobrenatural le insuflase por los conductos nasales, y despues, en vez de manifestar con palabras el efecto que le habia producido, lo hacia en un extasis mudo. Lo que mistress Browning veia, el lo olia; ella escribia; el, en cambio, olfateaba.

Y este es el momento en que el biografo se ve forzado a hacer un alto. Si son insuficientes dos o tres mil palabras para expresar lo que vemos – y mistress Browning se declaro vencida por los Apeninos -, no contamos mas que con dos palabras y media para manifestar lo que olemos. Casi no existe olfato humano. Los mas grandes poetas del mundo no han olido mas que rosas, por una parte, y estiercol por otra. Las infinitas gradaciones intermedias han quedado sin registrar. Y precisamente era en el mundo olfativo donde vivia Flush. El amor era, sobre todo, olor; la forma y el color eran tambien olor; la musica, la arquitectura, la ley, la politica y la ciencia eran olor. Para el, hasta la religion era olor. Nos resultaria imposible describir la mas insignificante de sus experiencias con la carne o el bizcocho de cada dia. Ni mister Swinburne podria haber dicho que significaba para Flush el olor de Wimpole Street en una calurosa tarde de junio. En cuanto a describir el olor a perrita spaniel mezclado con el de antorchas, laureles, incienso, banderas, cirios, y de una guirnalda de hojas de rosal pisada por un zapatito de saten que estuvo guardado con alcanfor, eso quiza Shakespeare, si se hubiera detenido hacia la mitad de Antonio y Cleopatra, cuando lo escribia… Pero Shakespeare no se detuvo en esto. De modo que, confesando nuestra incapacidad, solo podemos hacer constar que en estos anos – los mas plenos, libres y felices en la vida de Flush – Italia significaba para el, principalmente, una sucesion de olores. Hay que suponer que el amor fue perdiendo gradualmente su fuerza en el. Pero el olor no la perdia. Ahara que se habian instalado de nuevo en la Casa Guidi, cada uno tenia su quehacer: mister Browning escribia, con regularidad, en su habitacion; mistress Browning escribia tambien con regularidad en la suya. Flush vagaba por las calles de Florencia para extasiarse con los olores. Por calles y callejuelas, por plazas y alamedas, correteaba Flush guiado por su olfato. Iba de olor en olor; los recorria todos: el aspero, el suave, el oscuro, el dorado… Entraba y salia, subia y bajaba, donde batian el cobre, donde amasaban pan, donde hallaba mujeres peinandose, donde habia jaulas con pajaros – formando una pila en plena calle -, donde se derramaba el vino manchando de rojo oscuro el pavimento, donde huele a cuero, a guarniciones y a ajo, donde tiemblan las hojas de parra, donde hay hombres que beben, escupen y juegan a los dados… Lo correteaba todo, con la nariz a ras del suelo, sorbiendo esencias, o con la nariz en el aire vibrante de aromas. Dormia en esta mancha tostada por el sol -?que vaho despedia la piedra recalentada! -, buscaba aquel tunel de sombra – ?que acida olia la piedra a la sombra! -. Devoraba racimos enteros de uva madura a causa del color purpura que despedian; mascaba y luego escupia las piltrafas endurecidas, de cabra, o los restos de macarrones que cualquier ama de casa habia tirado por el balcon (el olor a cabra y a macarrones es un olor ronco y carmesi). Seguia la desfallecedora dulzura del incienso en la violacea oscuridad de las catedrales, y al husmear el oro de las losas sepulcrales, se ponia a lamerlo. Y su sentido del tacto no era menos agudo. Conocia la marmorea suavidad de Florencia y tambien su aspereza arenosa y pedriza. Muchos drapeados esculpidos y mohosos, muchos dedos y pies de suave marmol, recibian la caricia de su lengua o el temblor de su estremecido hocico. Y en las almohadillas, infinitamente sensibles, de sus pies, quedaron estampadas claramente orgullosas inscripciones latinas. En resumen, se sabia a Florencia como jamas se la supo ningun ser humano, como no la conocieron ni Ruskin ni George Eliot. La conocia como solo pueden conocer los mudos. Ni una sola de sus innumerables sensaciones se sometio nunca a la deformidad de las palabras.

Pero, aunque al biografo le agradaria deducir de lo anterior que la vida de Flush – cuando ya era un perro maduro – constituia una orgia de placer indescriptible, y sostener que, mientras el nino conquistaba cada dia una nueva palabra, alejandose asi cada dia un poco mas de la sensacion pura, Flush, en cambio, seguia gozando de un paraiso donde las esencias no pierden su pureza y los nervios desnudos estan en contacto con la desnudez del alma de las cosas… aunque seria muy agradable decirlo, no seria cierto. Flush no vivia en semejante paraiso. Un alma, de estrella en estrella, o un ave cuyos vuelos mas distantes sobre las selvas tropicales no puedan llevarla a divisar viviendas humanas, con su humo rizado saliendo de las chimeneas, pueden gozar – por lo menos, asi nos parece – de esa inmunidad, de tan integra bendicion. Pero Flush habia reposado en rodillas humanas y habia oido la voz de los hombres. En su carne corrian vetas de pasion humana: conocia todos los grados de los celos, de la ira y de la desesperacion. Asi, en el verano, lo acribillaban las pulgas [8]. Con cruel ironia, el sol que maduraba las uvas era tambien quien traia las pulgas. «…y el martirio que sufrio Savonarola aqui en Florencia – escribio mistress Browning – no fue peor que el padecido por Flush durante el verano». Las pulgas nacian de un brinco en todos los rincones de las casas florentinas; saltaban

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