Hubo mas traqueteo y mas chirridos, y luego lo volvieron a dejar en tierra firme. Se abrio la oscuridad y se vertio la luz sobre el. Encontrose vivo, despierto, estupefacto, en pie sobre las losas rojizas de una espaciosa habitacion vacia e inundada de sol. Correteo en todas direcciones, olfateando y tocandolo todo. No habia alfombra ni chimenea. No habia sofas, ni sillones, ni bibliotecas, ni bustos. Unos olores picantes y desacostumbrados le cosquillearon en las ventanillas de la nariz y le hicieron estornudar. La luz, infinitamente viva, le deslumbraba los ojos. Nunca habia estado en una habitacion – si podia llamarse a esto una habitacion – que fuera tan aspera, tan brillante, tan grande, tan vacia… Miss Barrett parecia mas pequena que nunca sentada en una silla junto a una mesa colocada en el centro. Entonces lo saco Wilson afuera. Sintiose casi cegado, primero por el sol y luego por la sombra. Una mitad de la calle abrasaba; en la otra mitad se helaba uno. Las mujeres pasaban envueltas en pieles; sin embargo, llevaban sombrillas para proteger sus cabezas del sol. Y la calle era mas dura que un hueso. Aunque se estaba a mediados de noviembre, no habia lodo ni canalillos donde mojar las pezunas o apegotar el pelo que las cubria. No habia sitios acotados, ni verjas. Y nada de aquella mezcla de olores – ?como se subia a la cabeza! – que hacia ser tan distraido un paseo por la calle Wimpole o por la de Oxford. Por otra parte, los nuevos y extranos olores procedentes de las afiladas esquinas de piedra, o de muros amarillentos y secos, resultaban extraordinariamente raros y punzantes. Entonces le vino, de detras de una oscilante cortina negra, un olor sorprendentemente dulce que fluia en oleadas. Se detuvo, con las patas delanteras levantadas, para saborearlo; se dispuso a seguirle la pista y se asomo por debajo de la cortina. Tuvo la rapida vision de un vestibulo resonante y salpicado de luz, muy alto y hueco; y en ese momento Wilson, con un grito de horror, lo aparto de alli severamente. Prosiguieron calle abajo. El ruido callejero era ensordecedor. Todo el mundo parecia estar gritando al mismo tiempo. En vez del consistente y soporifero zumbido de Londres, habia aqui tal tableteo y griteria, un tintinear y una voceria, un restallar de latigos y taner de campanillas… Flush brincaba y saltaba a un lado y a otro, y lo mismo Wilson. Hubieron de sortear en el pavimento a un carro, a un buey, a una compania de soldados y a una manada de cabras. Se sentia mas joven, mas vivo que en muchos anos atras. Deslumbrado, pero alegre, se echo en las lozas rojizas y durmio mas profundamente que nunca lo hiciese sobre blandos cojines en el tranquilo dormitorio trasero de Wimpole Street.
Pero pronto se dio cuenta Flush de las diferencias – mas profundas que las ya observadas – existentes entre Pisa – pues ahora se hallaban instalados en Pisa – y Londres. Los perros eran diferentes. En Londres, era raro que no encontrase – en su paseo hasta el buzon – algun perdiguero, alano,
Ya hacia varios anos que inducian a Flush a considerarse un aristocrata. Se le habia grabado profundamente en el alma la ley de la vasija purpurea y de la cadena. Nada tiene, pues, de particular que perdiera un poco la cabeza, como no podria extranarnos que un Howard o un Cavendish, si se vieran entre un enjambre de salvajes en chozas de barro, se acordaran de Chatsworth y anorasen las alfombras rojas y las galerias que se iluminan con coronas nobiliarias al proyectarlas el sol poniente desde los ventanales policromados. Flush tenia algo de esnobismo, hemos de reconocerlo. Miss Mitford lo habia notado anos antes: y este sentimiento, amortiguado en Londres por la convivencia con igualesa el y superiores, se reavivo ahora al sentirse unico. Hizose despotico e insolente. «Flush se ha convertido en un monarca absoluto y ladra en cuanto alguien se distrae y no le abre en seguida la puerta que necesita», escribia mistress Browning. «Robert», continuaba, «declara que el susodicho Flush lo considera a el – mi esposo – nacido con el especifico objeto de servirlo, y la verdad es que Flush lo da a entender con sus modales».
«Robert», «mi esposo»… Si Flush habia cambiado, tambien cambio miss Barrett. No era solo que se llamase ahora mistress Browning ni que reluciese al sol en su mano el anillo de oro, sino que habia cambiado tanto como Flush. Este la oia decir, cincuenta veces al dia, «Robert», «mi esposo», y siempre con un tono de orgullo que le llegaba al corazon, acelerando sus latidos. Pero no habia variado solo el lenguaje de su ama: toda ella era diferente. Ahora, por ejemplo, en vez de sorber unas gotas de oporto, quejandose de la jaqueca, se trataba un buen vaso de
Wilson, es cierto, se mantuvo fiel a Inglaterra durante cierto tiempo. El recuerdo de los lacayos y los sotanos, de los portales y las cortinas, no pudo borrarlo de su espiritu sin esfuerzo. Tuvo aun el rasgo de salir de un museo «escandalizada por la indecencia de Venus» Y mas tarde, cuando pudo echar una ojeada a traves de una puerta – gracias a la amabilidad de una amiga – a la magnificencia del Gran Palacio Ducal, siguio sosteniendo que el Saint James era mejor. «En comparacion con el nuestro», informo luego, «resulta muy pobre.» Pero mientras lo contemplaba, le sorprendio la soberbia figura de un soldado de la Guardia del Gran Duque. Se le inflamo la imaginacion; su ecuanimidad empezo a perder pie, y variaron sus puntos de vista. Lily Wilson se enamoro apasionadamente del signor Righi, de la Guardia Ducal [7].
Y si mistress Browning exploraba su nueva libertad y se deleitaba en los descubrimientos que hacia, tambien Flush descubria otras cosas y exploraba su libertad. Antes de abandonar Pisa (en la primavera de 1847 se fueron a Florencia), Flush habia llegado ya a la curiosa verdad – desconcertante al principio- de que las leyes del