misma entre los vinedos y los olivos; y tambien se le aparecio una tarde junto a la fogata de un pino… Asi, si mister Browning se hacia el remolon, Flush se plantaba ante el y le ladraba; pero si mister Browning preferia quedarse en casa a escribir, no importaba. Flush se habia independizado ya. Las vistarias y las citisos florecian por los muros, los jardines rebosaban de flores y los campos se salpicaban de vivos tulipanes. ?A santo de que iba a esperar a mister Browning? Asi pues, salia de estampia. Ahora era senor de su propia vida, «… y sale cuando quiere, quedandose por ahi horas enteras», escribio mistress Browning, anadiendo: «…conoce todas las calles de Florencia… sabe ir por donde quiere y hacer lo que se le antoje. No me preocupa su ausencia»; y al escribir esto ultimo sonreia, pensando en aquellas horas de angustia pasadas en Wimpole Street y en la constante vigilancia precisa alli para que la banda no se lo quitara a los mismos pies de los caballos, si olvidaba de ponerle la cadena. En Florencia se desconocia el miedo; no existian ladrones de perros, y – pensaria de seguro mistress Browning suspirando – no habia padres.

Pero, francamente, si Flush salia a toda velacidad en cuanto veia abierta la puerta de la Casa Guidi, no era precisamente para admirar cuadros o para penetrar en iglesas umbrias y contemplar sus confusos frescos. Era para disfrutar de algo, para ir en busca de algo que le habia sido negado durante todos aquellos anos. Cierta vez habia oido el cuerno de caza de Venus en los campos del Berkshire y habia amado a la perrita del senor Partridge, la cual le habia dado un hijo. Ahora percibia la misma llamada resonando por las estrechas calles florentinas, pero mas imperiosa, con un impetu mayor, despues de haber permanecido en silencio tantos anos. Ahora conocio Flush lo que los hombres nunca podran conocer: el amor puro, sencillo, completo; el amor que no arrastra consigo tribulaciones, que no se averguenza ni siente remordimientos, que viene y se va como llega la abeja a la flor y al instante la deja… Hoy la flor es una rosa, manana un lirio; ahora es un cardo silvestre, luego sera la suntuosa orquidea de un invernadero. Con la misma variedad, con identica despreocupacion abrazo Flush a la spaniel con pintas, alla abajo en la alameda, y a la perrita multicolor y a la amarilla… Lo mismo daba una que otra. Para Flush, todas eran iguales. Obedecia a la llamada del cuerno dondequiera sonaba este o en cualquier sitio donde llevase el viento sus sones. Nadie lo reprendia por sus escapatorias. Mister Browning se reia, unicamente. «?Que impropio resulta eso en un perro tan respetable como el!», comentaba cuando Flush regresaba a horas muy avanzadas de la noche o en las primeras de la manana siguiente. Y mistress Browning tambien se reia, al ver que Flush se tumbaba en el suelo del dormitorio y se quedaba profundamente dormido entre las armas de la familia Guidi, que formaban en el suelo un relieve de escayola.

Pues en la Casa Guidi las habitaciones se caraeterizaban por su desnudez. Se habian esfumado todos aquellos objetos drapeados de los dias de encierro. La cama era una cama; el lavabo era un lavabo. Todo era lo que era y no otra cosa. La sala era espaciosa y con algunas sillas antiguas de caoba labrada. Sobre la chimenea colgaba un espejo con dos cupidos que sostenian los luces. La misma mistress Browning habia abandonado sus chales indios. Llevaba un gorrito confeccionado de fina y brillante seda, muy del gusto de su marido. Ahora se peinaba de otro modo. Y, cuando se ponia el sol y eran recogidas las persianas, se asomaba al amplio balcon, vestida de una vaporosa muselina blanca. Gustaba de sentarse alli mirando y escuchando a la gente que pasaba por la calle.

Hacia poco que estaban en Florencia cuando oyeron una noche tal griteria y estruendo de muchedumbre por la calle, que acudieron rapidos al balcon para ver que ocurria. Una enorme multitud pasaba por debajo. Llevaban banderas, vociferaban y cantaban. Todos los balcones se hallaban abarrotados, y por las ventas se asomaban muchisimas caras. La gente de balcones y ventanas arrojaban flores y hojas de laurel a la gente de la calle - hombres de grave continente, mujeres jovenes y alegres – se besaban unos a otros y levantaban a sus ninos en brazos mostrandolos a la gente de los balcones. Los Browning, acodados en la balaustrada, aplaudian, aplaudian sin cesar. Pasaban banderas continuamente. Las antorchas las iluminaban con vivos ramalazos de luz. «Libertad», habian escrito sobre una. «Por la union de Italia», habian escrito sabre otra, y «En memoria de los martires», «Viva Pio IX, y «Viva Leopoldo II»… Durante tres horas y media siguio el desfile de banderas y el vitorear de la multitud, mientras los senores Browning estaban en el balcon, con seis candelabros, agitando entusiasmados sus panuelos. Flush tambien permanecio algun tiempo entre ellos, con las patas

apoyadas en el reborde inferior del balcon, haciendo todo lo posible por participar de la alegria general. Pero, por ultimo, bostezo. No pudo evitarlo. «Confeso, finalmente, su parecer de que aquello duraba demasiado», observo mistress Browning. Se apodero de el un cansancio, una duda, una lasciva inquietud… ?Para que servia todo aquello?, se pregunto. ?Quien era este Gran Duque y que habia prometido? ?Por que se excitaban todos tan absurdamente? La verdad, aquel ardor de mistress Browning saludando sin cesar a la multitud, le fastidiaba. Resultaba exagerado sentir tal entusiasmo por un Gran Duque, pensaba Flush. Y entonces, precisamente cuando pasaba el Gran Duque, se dio cuenta Flush de que una perrita se habia parado ante la puerta de la Casa Guidi. Aprovechando la ocasion de haber llegado el entusiasmo de su amo al mayor grado, se escabullo del balcon y salio a la calle. La siguio por entre las banderas y la muchedumbre. La perrita se alejaba cada vez mas por el corazon de Florencia. La griteria se iba apagando a lo lejos, los vitores se perdieron en el silencio, y desaparecieron los reflejos de las antorchas. Solo una o dos estrellas en las aguas del Arno, a cuya orilla yacia Flush, con la spaniel a su lado, acostados ambos en el interior de una vieja cesta medio hundida en el fango. Alli se extasiaron en sus deliquios amorosos hasta el alba. Flush no regreso hasta las nueve de la manana siguiente, y mistress Browning lo saludo con bastante ironia… Por lo menos, penso, podia haber recordado que era el primer aniversario de su boda. Pero suponia que lo habia pasado muy bien. Lo cual era verdad. Mientras ella habia hallado una satisfaccion inexplicable en el estruendo producido por cuarenta mil personas, en las promesas de los Grandes Duques y en las aereas aspiraciones de las banderas, Flush preferia infinitamente la perrita que se detuvo en el umbral.

No cabe duda de que mistress Browning y Flush llegaban a conclusiones diferentes en sus vidas renovadas; ella, un Gran Duque; el, una spaniel moteada. Y, sin embargo, los seguia uniendo un estrecho vinculo. Apenas habia llegado Flush a abolir el «deber» y a recorrer libremente la hierba esmeralda de los jardines de Cascino – donde se pavoneaban los faisanes rojioro -, sintio un nuevo golpe afectivo. Otro choque. Primero, casi nada -solo un indicio -; tan solo que mistress Browning empezo a manejar la aguja en el verano de 1849. Sin embargo, habia en esto algo que hizo meditar a Flush. No acostumbraba su ama a coser. Se fijo en que Wilson cambiaba de sitio una cama y abria un cajon para meter en el ropa blanca. Alzando la cabeza del suelo enlosetado miraba y escuchaba con mucha atencion. ?Iria a ocurrir algo? Esperaba a cada momento ver movimiento de baules y preparativos de viaje. ?Habria otra fuga? Pero ?fugarse de que, adonde? Aqui nada hay que temer, aseguro a mister Browning. En Florencia no tenian por que preocuparse, ni ella ni el, de mister Taylor ni de las cabezas de perro envueltas en papel de estraza. Sin embargo, estaba preocupadisimo. Los signos de cambio, tal como el los interpretaba, no significaban huida. Significaban – y esto resultaba mucho mas misterioso – espera. Se acercaba algo que era inevitable, comprendio Flush al ver a su ama sentada en la sillita baja, cosiendo silenciosa y aplicada. Y algo, a la vez, temible. Conforme pasaban las semanas, mistress Browning salia cada vez menos de casa. Sentada alli, parecia estar esperando la llegada de algun tremendo acontecimiento. ?Iria a venir un rufian, como Taylor, a darle una paliza, cogiendola sola e indefensa? Flush temblaba de aprension con solo pensar en ello. Lo cierto es que el ama no hacia por escapar. Nadie empaquetaba nada. Ninguna senal de que alguien fuera a irse de la casa. Al contrario, las senales eran de que iba a llegar alguien. Flush, en su celosa inquietud, espiaba a todo el que venia por primera vez a la casa. Ahora abundaban las visitas. miss Blagden, mister Landor, Hattie Hosmer, mister Lytton… y muchos mas, tanto senoras como caballeros. Dia tras dia, seguia cosiendo mistress Browning.

Entonces ocurrio que esta, uno de los primeros dias de marzo, no aparecio por la salita. Otras personas entraban y salian. Mister Browning y Wilson eran de los que entraban y salian, y tan absortos en sus pensamientos, que Flush hubo de esconderse bajo el sofa. La gente subia y bajaba apresuradamente las escaleras, llamandose unos a otros en voz baja. Voces en sordina desconocidas para Flush. Todos iban a parar al dormitorio. Cada vez se acurrucaba mas en la sombra del sofa. Cada fibra de su cuerpo le decia que estaba ocurriendo algun cambio… algun acontecimiento horroroso. Una sensacion semejante le habia producido, anos antes, la angustiosa espera del encapuchado, cuando temia oir de un momento a otro sus pasos por la escalera, y por fin se habia abierto la puerta y miss Barrett grito: «?mister Browning!» ?Quien vendria ahora? ?Que encapuchado? Al finalizar el dia, lo dejaron completamene solo; nadie entro en la sala. Alli se estuvo sin comer ni beber; ya podian haber olfateado en la puerta mil perritas moteadas, no les habria hecho el menor caso. Pues, a medida que pasaban las horas, tenia la aplastante sensacion de que algo se estaba abriendo paso, desde fuera, para entrar en la casa. Miro por debajo de los flecos. Los cupidos que sostenian las luces, los arcones de caoba, las sillas francesas, todo parecia estar dejando sitio; y el mismo se sentia empujado contra la pared para hacer

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