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Cuando mistress Browning miro por primera vez en la bola de cristal de Lord Stanhope, en una reunion que dio este en su casa, no consiguio ver sino que aquello constituia un notable exponente de la epoca. Desde luego, el espiritu del sol encargo que le dijeran que ella pensaba ir a Roma; mas, como no pensaba ir a Roma, contradijo al espiritu del sol. «Pero», anadio sinceramente, «me encanta lo maravilloso». Su temperamento era muy inclinado a las aventuras. Habia arriesgado su vida yendo a la calle Manning. Habia descubierto un mundo con el que ni siquiera se atrevio nunca a sonar, a media hora en coche de la calle Wimpole. ?Por que no podia existir otro mundo a solo medio instante de Florencia, un mundo mejor, mas hermoso, donde viven los muertos esforzandose en llegar hasta nosotros? De todos modos, se arriesgaria en esta nueva aventura. Asi pues, sentose tambien a la mesa. Y acudio mister Lytton, hijo brillante de un padre invisible. Y mister Frederick Tennyson, mister Powers y mister Villari… Se sentaron todos alrededor de la mesa, y cuando esta acababa de dar sus pataditas, tomaban el te y comian fresas y crema, mientras «Florencia se disolvia en la purpura de las colinas y las estrellas comenzaban a parpadear»; y charlaban, charlaban mucho… «?Cuantas historias contabamos y que milagros jurabamos haber visto! Aqui todos somos creyentes, Isa, menos Robert.» Un dia irrumpio en la sala el sordo mister Kirkup, con su barba de un blanco amarillento. Habia venido, sencillamente, para exclamar: «?Existe un mundo espiritual, hay una vida futura! Lo confieso. Por fin, me he convencido.» Y si mister Kirkup, cuyo credo habia sido siempre «lo mas proximo al ateismo», se habia convertido solo por haber oido, a pesar de su sordera, «tres golpes tan fuertes que lo hicieron saltar», ?como podia mistress Browning apartar las manos de la mesa? «Ya sabe usted que soy una visionaria y conoce mi inclinacion a llamar a todas las puertas de este mundo para tratar de salir de el», escribio en cierta ocasion. Asi que cito a los fieles en la Casa Guidi y alli se estaban con las manos en la mesa de la sala, intentando salir de este mundo.

Flush se asusto terriblemente. Las faldas y los pantalones ondeaban a su alrededor, la mesa se sostenia en un solo pie. Pero, por mucho que vieran y oyeran las senoras y los caballeros reunidos en torno a la mesa, Flush ni oia ni veia nada. En verdad, la mesa se sostenia en una sola pata; pero esto es corriente en las mesas si os apoyais con fuerza en uno de sus lados. El mismo habia volcado mesas, y bien le habian renido por ello. Pero es que mistress Browning se habia quedado con los ojos muy abiertos, como si viera alguna maravilla en el exterior. Flush se precipito al balcon y miro desde alli. ?Estaria pasando otro Gran Duque con bandera y antorchas? Flush solo vio una vieja mendiga acurrucada en la esquina, sobre su cesta de melones. Sin embargo, no habia duda de que mistress Browning estaba viendo algo, y algo sobremanera maravilloso, En los dias, tan lejanos, de Wimpole Street, habia llorado una vez sin que pudiera el comprender el motivo; y luego se habia puesto a reir mirando unos garabatos de tinta. Pero esto era diferente. Habia algo en su mirada que lo asustaba. Algo habia en la habitacion, o en la mesa, o quiza en las sayas y en los pantalones, que lo molestaba profundamente.

Conforme pasaban las semanas, se acentuaba la preocupacion de mistress Browning por lo invisible. Aunque hiciese un dia magnifico, y en vez de irse a contemplar como se deslizaban los lagartos por entre las piedras, se sentaba a la mesa; aunque la noche estuviese cuajada de estrellas, y en vez de leer en su libro o pasar la mano sobre las hojas de papel blanco, se apresuraba a llamar, si mister Browning no estaba en casa, a Wilson; y Wilson acudia bostezando. Entonces sentabanse juntas a la mesa hasta que este mueble – cuya verdadera funcion era proporcionar sombra – daba golpecitos en el suelo, y mistress Browning exclamaba que le estaba anunciando a Wilson una proxima enfermedad. Wilson replicaba que lo que si tenia era un sueno terrible. Pero no tardaba mucho la misma Wilson, la implacable, la recta y britanica Wilson, en lanzar unos chillidos penetrantes, desmayandose acto seguido, lo cual hacia corretear a mistress Browning de un lado para otro en busca del «saludable vinagre». A Flush le parecia todo esto una manera muy desagradable de pasar la tarde. ?Cuanto mejor sentarse a leer el libro!

Indudablemente, padecieron mucho los nervios de Flush con aquel ambiente de expectacion angustiosa, con el olor – intangible, pero desagradable -, con los golpecitos en el suelo, los gritos y el vinagre… Estaba muy bien que el nino, Penini, rezara pidiendo «que le creciese el pelo a Flush»; ?esa aspiracion le era comprensible! Pero esta clase de plegarias que requerian la presencia de malos olores de caballeros de aspecto deslucido y del grotesco aditamiento de un mueble de caoba solida en apariencia… todo esto le irritaba tanto como a aquel hombre, robusto, sensible y elegantemente vestido: su amo. Pero lo peor para Flush – mucho mas que los olores y que el absurdo mueble – era la expresion del rostro de mistress Browning cuando miraba por el ventanal como si estuviera viendo algo que fuera maravilloso, cuando nada habia, en realidad. Flush se situaba frente a ella. Y mistress Browning lo miraba como si no lo viera. Esa mirada era la mas cruel que pudiera haberle dirigido. Peor aun que su fria ira cuando el mordio a mister Browning en una pierna; peor que su risa sardonica cuando le cogieron la pezuna con la puerta en Regent's Park… Desde luego, habia momentos en que echaba de menos Wimpole Street y sus mesas. Las mesas del numero 50 no solian hacer equilibrios sobre una pata. La mesita, con aquel aro alrededor en la que ella dejaba sus preciados adornos, se habia estado siempre absolutamente quieta. En aquellos dias – tan lejanos – solo tenia que saltar al sofa y miss Barrett se daba cuenta instantaneamente de su presencia y lo miraba. Ahora, una vez mas, salto al sofa. Estaba escribiendo: «… ademas, a peticion del medium, tomaron las manos espirituales una guirnalda que habia sobre la mesa y me la pusieron en la cabeza. La mano que hizo esto ultimo era como las mayores que pertenezcan a seres humanos, blanca como la nieve, y muy hermosa. Estaba tan cerca de mi como esta con la que ahora escribo, y la vi tan claramente como estoy viendo esta.» Flush la toco con viveza. Miro a traves de el como si fuera invisible. Entonces salto del sofa y salio corriendo escaleras abajo, a la calle.

Hacia una tarde abrasadora. La vieja mendiga de la esquina se habia quedado dormida sobre sus melones. El sol parecia estar zumbando en el cielo. Flush tomo el camino – tan conocido para el- del mercado, trotando a lo largo de los muros, que le daban sombra. La plaza estaba animadisima con los toldos, los tenderetes y la policromia de las sombrillas. Las vendedoras, junto a las canastas de fruta; las palomas, revoloteando; el repique de las campanas; los latigos que restallaban… Los perros mestizos florentinos -con su variedad de colores – corrian en todas direcciones, husmeandolo todo. Bullicio de colmena y calor de horno. Flush buscaba la sombra. Se echo a los pies de su amiga Catterina, en la sombra que proyectaba su gran canasta. Junto a esta, otra sombra, la de un bucaro oscuro con flores rojas y amarillas. Y por encima, una estatua, con el brazo derecho extendido, intensificaba la sombra hasta hacerla violeta. Alli yacia Flush, al fresco, contemplando a los perritos ocupados en sus asuntos particulares. Reganaban, se mordian y retozaban por el suelo con todo el abandono de la alegria juvenil. Se perseguian unos a otros dando la vuelta a la plaza innumerables veces, como el persiguiera cierta vez a la perrita con pintas por aquella alameda… Sus pensamientos volaron a Italia por un momento… a la spaniel de mister Partridge, a su primer amor… al extasis y al candor de la juventud. Despues de todo, tambien a el le habia tocado su parte. No le sabia mal que los jovenes de ahora disfrutasen de la vida. El mundo se le habia hecho muy agradable. No tenia quejas de el. La vendedora le rasco detras de la oreja. A veces le habia dado algun pescozon por haber robado un racimo o por cualquier otra inconveniencia; pero ya era viejo, y tambien ella era vieja. Flush le guardaba sus melones y ella le rascaba la oreja. Ahora, mientras la vieja hacia punto, el dormitaba. Las moscas zumbaban sobre el gran melon rosado, recien rajado para mostrar su pulpa.

El sol filtraba deliciosamente su ardor por entre las hojas de los lirios y a traves de la sombrilla verdiblanca. La estatua de marmol matizaba de frescura este calor. Flush, tumbado, dejaba que le penetrase por la pelambre hasta su piel desnuda. Y, cuando se tostaba por un lado, se volvia del otro, para que tambien se lo tostase el sol. La gente charlaba y regateaba sin cesar; pasaban mujeres, se paraban a tocar las verduras y las frutas… Un perpetuo zumbar de voces humanas que a Flush le encantaba escuchar. Al cabo de un rato se adormecio a la sombra de los lirios. Durmio como duermen los perros cuando estan sonando. En cierto instante se le estiraron las patas… ?Sonaba acaso que cazaba conejos en Espana? ?Corria por la ladera de un monte con unos hombres morenos que gritaban Span! Span! al cruzar los conejos, como centellas, entre la maleza? Luego volvio a quedarse inmovil. Y, a los pocos momentos, gruno, rapida y suavemente, muchas veces seguidas. Quizas estuviese oyendo al doctor Mitford incitando a sus lebreles en las cacerias de Reading. Luego se le movio la cola mansamente. ?Estaria oyendo a la vieja miss Mitford gritandole: «?Perro malo! ?Perro malo!», cuando volvia al lado de ella, que lo esperaba entre las hortalizas agitando su sombrilla? Luego poniase a roncar, envuelto en el profundo sueno de una vejez feliz. De repente se agitaron todos los musculos de su cuerpo. Se desperto con una violenta sacudida. ?Donde creyo hallarse? En Whitechapel, entre los rufianes? ?Habia vuelto a sentir el filo del cuchillo en su cuello?

Lo cierto es que desperto de su ensueno sobrecogido de terror. Salio huyendo como si buscase un refugio. Las mujeres del mercado se rieron y le tiraron uvas podridas, gritandole que volviera. No les hizo caso.

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