Farnham estaban acotados rigurosamente.
Unos cuantos dias despues se hallaba echado en la salita de Welbeck Street, cuando entro mistress Browning vestida como para salir y lo hizo abandonar su escondite. Le puso la cadenita en el collar y, por primera vez desde septiembre de 1846, fueron juntos a la calle Wimpole. Cuando llegaron frente al numero 50 se detuvieron como antano. Y, como antano, tuvieron que esperar. El criado seguia tardando lo mismo en acudir. Por fin, se abrio la puerta. ?Seria Catiline aquel que estaba tumbado en la esterilla? El perro, viejo y desdentado, bostezo, se desperezo y no presto la menor atencion a los recien llegados. Subieron las escaleras tan a hurtadillas, tan en silencio como las bajaron la ultima vez. Mistress Browning, muy despacito, abriendo las puertas como si temiese ver que iba a encontrarse dentro, recorria las habitaciones. Se le entristecia el semblante conforme las iba contemplando; «…me parecieron», escribio, «mas pequenas y mas sombrias, y los muebles me resultaron inadecuados». La hiedra seguia golpeando los cristales de la ventana del dormitorio trasero. La cortinilla estampada oscurecia aun las cosas. Nada habia cambiado. En aquellos anos no habia pasado nada. Asi fue de habitacion en habitacion, apesadumbrada por el recuerdo. Pero, mucho antes de que hubiese terminado su visita de inspeccion, ya estaba Flush impacientisimo. ?Y si mister Barrett viniera a sorprenderlos? ?Y si, con el ceno fruncido, diese una vuelta a la llave y los dejara encerrados para siempre en el dormitorio trasero? Por ultimo, mistress Browning cerro las puertas y bajo muy despacito. Si – dijo -, la casa necesitaba, a su juicio, una buena limpieza.
Despues de esto, solo le quedo a Flush un deseo: salir de Londres, partir de Inglaterra para siempre. No se considero feliz hasta encontrarse a bordo del vapor que cruzaba el Canal hasta Francia. Resulto un viaje molesto. La travesia duro ocho horas. Mientras el vapor se bamboleaba sobre las olas, Flush se sintio invadido por un tumulto de recuerdos revueltos: senoras con terciopelo de color purpura, individuos andrajosos con sacos, Regent's Park, la reina Victoria pasando con su escolta, la verdura del cesped ingles y la ranciedad de los pavimentos ingleses… Todo esto le paso por la mente mientras yacia en cubierta; y, al levantar la vista, distinguio a un hombre alto y de severo aspecto acodado a la barandilla.
«?Mister Carlyle!», oyo exclamar a mistress Browning y en ese instante – recuerdese que la travesia fue muy mala – se acabo de marear Flush. Acudieron marineros con baldes y lampazos, «…y echaron de alli al pobre perro. Pues la cubierta del vapor era aun inglesa; los perros no deben marearse en cubierta. Este fue su ultimo saludo a las playas de su isla natal.»
CAPITULO VI. FINAL
Flush iba haciendose ya un perro viejo. Evidentemente, lo habian cansado el viaje a Inglaterra y los recuerdos que este despertara en el. Pudo observar que, a su regreso, buscaba la sombra con preferencia al sol, aunque la sombra de Florencia fuera mas calurosa que el sol de la calle Wimpole. Se le pasaban las horas muertas sesteando al pie de una estatua o bajo el borde de la taza de una fuente, para que le cayera encima alguna salpicadura de cuando en cuando. Los perritos jovenes solian buscar su compania. Y el les contaba sus experiencias de Whitechapel y de Wimpole Street; les describia el olor a trebol y el olor de la calle Oxford; repetia sus relatos de una y otra revolucion; como vinieron los Grandes Duques, como se volvieron a marchar… ?pero la perrita con pintas (por aquella avenida de la izquierda)… esa sigue alli!, decia Flush. Entonces, puede que pasara junto a el el violento mister Landor y lo amenazase con el puno, fingiendose furioso por burlarse de el; o que se detuviese a su lado la amable miss Isa Blagden y sacase de su
Pero se iba haciendo ya un perro viejo, y tendia cada vez mas a echarse, y ya no bajo la fuente, pues sus huesos avejentados no podian resistir la dureza de los guijarros, sino en el dormitorio de mistress Browning, sobre el escudo de los Guidi, que formaba en el suelo una isla suave de escayola; o en la sala, a la sombra de la mesa. Y bajo ella estaba echado aquel dia – poco despues de su regreso de Londres -, profundamente dormido. Pesaba sobre el intensamente el plomizo sueno de la vejez; sueno sin ensuenos. Desde luego, ese dia era su sueno mucho mas profundo que de costumbre, pues a medida que seguia durmiendo se iba haciendo mas densa la oscuridad en que estaba sumergido. Si acaso sono, fue con una selva primigenia, cerrada a la luz del sol, aislada de toda voz… aunque repetidas veces, mientras dormia, sono oir el gorjeo adormilado de un pajaro que tambien sonaba o, entre ramas columpiadas por el viento, la risita melosa y contenida de algun mono pensativo.
Entonces, separaronse todas las ramas, penetrando la luz… por aqui… por alla…, en dardos centelleantes. Los monos comenzaron a parlotear, los pajaros levantaron el vuelo chillando y dando la alarma… Se desperto sobresaltado. Lo rodeaba una confusion tremenda. Habiase quedado dormido bajo las lisas patas de una mesa- velador de las corrientes en cualquier salon. Ahora lo acosaban oleadas de faldas y pantalones en marejada. Es mas, la misma mesa se balanceaba violentamente. No sabia por donde salir corriendo. ?Que diantre ocurria? ?Que le pasaba a la mesa, por amor de Dios? Elevo la voz en un prolongado aullido interrogativo.
No puede contestarse aqui satisfactoriamente la pregunta de Flush. Lo mas que puede ofrecerse son unos cuantos hechos; y muy poco elocuentes, por cierto. En pocas palabras: parece ser que a principios del siglo XIX la condesa de Blessington compro una bola de cristal a un mago. La condesa «nunca pudo comprender como se usaba aquello»; en verdad, jamas acerto a ver nada en la bola que no fuera el cristal. No obstante, despues de su muerte se verifico una almoneda de sus bienes y la bola paso a manos de otras personas «que la miraron con ojos mas penetrantes o mas puros», y vieron en la bola otras cosas ademas del cristal. Lo que no se ha confirmado es si fue Lord Stanhope quien la compro, ni si fue el quien la miro «con ojos mas puros». Pero si se sabe con certeza que en 1852 poseia Lord Stanhope una bola de cristal y que solo tenia que mirar al interior de esta para ver, entre otras cosas, «los espiritus del sol». Naturalmente, un caballero hospitalario como aquel no podia guardarse para el solo unas vistas semejantes; asi que solia exhibir la bola despues de los almuerzos a que estaban invitadas todas sus amistades, invitacion que hacia extensiva a poder admirar los espiritus solares. En este espectaculo habia algo extranamente delicioso (desde luego, mister Charley no lo creia asi; era casi la unica exccpcion); las bolas «hicieron furor»; afortunadamente, un optico de Londres descubrio en seguida la manera de hacerlas sin ser nigromante ni egipcio, aunque, claro esta, el precio del cristal ingles resultaba caro. Asi fue como tantisima gente se proveyo de bolas en los primeros anos del quinto decenio del siglo; aunque, segun dijo Lord Stanhope, muchas personas usaban las bolas «sin el valor moral para confesarlo». El predominio de los espiritus en Londres llego a tal punto, que se sintio cierta alarma en los medios oficiales, sugiriendole Lord Stanley a Sir Edward Bulwer Lytton la conveniencia de que «nombrase el Gobierno una comision investigadora para aclarar el asunto cuanto fuera posible». Quiza porque se asustaran los espiritus al enterarse que se acercaba una comision gubernamental, o quiza debido a que tambien tienden los espiritus – como los cuerpos – a multiplicarse cuando los encierran juntos, lo cierto es que comenzaron a mostrarse inquietos y huyendo en grandes bandadas, se instalaron en las patas de las mesas. Fuera esto debido al motivo que fuese, lo pasitivo;.s que la tactica tuvo exito. Las bolas de cristal eran muy caras. En cambio, casi todo el mundo posee una mesa. Asi, cuando mistress Browning regreso a Italia, en el invierno de 1852, se encontro con que los espiritus la habian precedido; casi todas las mesas de Florencia estaban infestadas. «Desde la Legacion hasta los farmaceuticos ingleses», escribia, «toda la gente esta