Se limitarian a esperar hasta que el doctor Fell se quitara los guantes y se dispusiera a salir para comer. Yendo y viniendo por el crucero, Pazzi y Romula tuvieron tiempo de hablar en susurros. Pazzi distinguio un rostro entre el gentio.
– ?Quien es ese que te sigue, Romula? Mas vale que me lo digas. Lo tengo visto de la carcel.
– Es mi amigo, se pondra en medio si tengo que echarme a correr. Pero no sabe nada. Nada de nada. Es mejor para usted, asi no tendra que mancharse las manos.
Para matar el tiempo, rezaron en varias capillas, Romula bisbiseando en un idioma que Pazzi no reconocio, y este, a la intencion de un largo rosario de cosas, particularmente la casa en la bahia de Chesapeake y algo mas en lo que no deberia pensar en una iglesia.
Les llegaban las melodiosas voces del coro, que estaba ensayando y conseguia alzarse sobre la algarabia general.
Sono la campana. Era la hora del cierre de mediodia. Aparecieron los sacristanes haciendo sonar sus manojos de llaves, impacientes por vaciar los cepillos.
El doctor Fell se irguio y salio de detras de la Pieta de Andreotti de la capilla, se quito los guantes y se puso la chaqueta. Un nutrido grupo de japoneses, agotada su provision de calderilla, se habian apinado ante el altar mayor y permanecian estupefactos en la oscuridad, sin comprender aun que tenian que salir.
El codazo de Pazzi era del todo innecesario. Romula sabia que el momento habia llegado. Beso la coronilla del nino, tranquilo sobre el brazo de madera.
El doctor se acercaba. La multitud lo encaminaba hacia ella y, en tres zancadas, fue a su encuentro, le cerro el paso, alzo la mano ante el procurando atraer su mirada, se beso los dedos y se dispuso a plantarlos en su mejilla, con el brazo oculto listo para colarse en la chaqueta del hombre.
Alguien habia dado con una ultima moneda de doscientas liras y las luces se encendieron; en el momento en que lo tocaba, Romula miro el rostro del hombre y sintio que sus rojizas pupilas la absorbian, sintio que un vacio enorme y helado tiraba de su corazon hacia las costillas, y aparto la mano a toda prisa para cubrir la cara de la criatura, mientras oia su propia voz diciendo: «
Pazzi, palido de ira, encontro a Romula apoyada en la pila, mojando una y otra vez la cabeza del nino y lavandole los ojos por si habia mirado al doctor Fell. Se trago los peores improperios cuando vio el rostro aterrorizado de la mujer.
– Es el Demonio -susurro, y sus ojos parecian enormes en la semioscuridad-. Shaitan, el Hijo de la Manana. Ahora ya lo he visto.
– Te devolvere a la prision -dijo Pazzi.
Romula miro el rostro del nino y exhalo un suspiro, un suspiro de matadero, tan profundo y resignado que producia escalofrios. Se quito el brazalete de plata y lo lavo con agua bendita.
– Todavia no -dijo.
CAPITULO 27
Si Rinaldo Pazzi hubiera estado dispuesto a cumplir su deber como agente de la ley, habria podido detener al doctor Fell y averiguar muy rapidamente si era Hannibal Lecter. En cuestion de media hora habria obtenido una orden de arresto para sacarlo del Palazzo Capponi, y todas las alarmas del mundo no hubieran podido impedirselo. Con su sola autoridad, hubiera podido retener al doctor Fell sin cargos el tiempo necesario para establecer su identidad.
Las huellas dactilares tomadas al doctor en la Questura hubieran revelado en diez minutos si Fell era Hannibal Lecter. La prueba del ADN habria confirmado la identificacion.
Todos esos recursos le estaban negados ahora. Una vez decidido a vender al doctor Lecter, el inspector jefe se habia transformado en un cazador de recompensas, al margen de la ley y solo. Hasta los soplones de la policia, que seguian estando a su merced, le resultaban inservibles, porque se habrian apresurado a delatarlo.
Los consiguientes obstaculos provocaban la frustracion de Pazzi, pero no hacian mella en su decision. Se las apanaria con las malditas gitanas…
– ?Lo haria Gnocco por ti, Romula? ?Puedes dar con el?
Estaban en el salon del apartamento de Via de' Bardi, frente al Palazzo Capponi, doce horas despues del fiasco en la iglesia de Santa Croce. Una lampara de sobremesa iluminaba el cuarto hasta la altura de las caderas de Pazzi. Por encima, sus ojos negros brillaban en la semioscuridad.
– Lo hare yo misma, pero sin el nino -dijo Romula-. Pero tiene que darme…
– No. No puedo dejar que te vea dos veces. ?Lo haria Gnocco por ti?
Romula, que llevaba un vestido largo de colores vivos, se inclinaba hacia delante en el asiento, con los generosos pechos rozandole los muslos y la cabeza casi junto a las rodillas. El brazo hueco de madera reposaba sobre una silla. La vieja, tal vez prima de Romula, estaba sentada en un rincon con el nino en brazos. Las cortinas estaban echadas. A traves de la abertura Pazzi vio una debil luz en el piso superior del palacio.
– Puedo hacerlo. Puedo cambiar mi aspecto de forma que no me reconozca. Puedo…
– No.
– Entonces, puede hacerlo Esmeralda.
– No -la voz habia sonado en el rincon. La vieja no habia despegado los labios hasta entonces-. Cuidare a tu hijo, Romula, hasta la muerte. Pero nunca tocare a Shaitan.
Pazzi apenas entendia su italiano.
– Sientate bien, Romula -le dijo el policia-. Mirame. ?Lo haria Gnocco por ti? Romula, esta noche vas a volver a Sollicciano. Aun tienes que cumplir otros tres meses. Es posible que la proxima vez que te manden dinero y cigarrillos entre la ropa del bebe te cojan… Puedo hacer que te echen seis meses de propina por la ultima vez. Podria conseguir que te declararan incapacitada como madre. El estado se quedaria con el nino. Pero si consigo las huellas, tu te veras libre, tendras un millon de liras y desapareceran tus antecedentes. Y te ayudare a conseguir un visado para Australia. ?Lo haria Gnocco por ti?
La mujer no respondio.
– ?Puedes encontrar a Gnocco? -Pazzi resoplo por la nariz-.
– ?Con los demas huerfanos,
– ?Donde?
– En la Piazza Santo Spirito, junto a la fuente. Encenderan una hoguera y alguien llevara vino.
– Ire contigo.
– Mas vale que no -replico la mujer-. Usted arruinaria su reputacion. Tiene a Esmeralda y al nino, sabe que volvere.
La Piazza Santo Spirito, un hermoso cuadrado en la orilla izquierda del Arno, tiene un ambiente sordido por la noche, con la iglesia envuelta en sombras y cerrada a cal y canto desde hace horas, y ruidos y olores a comida saliendo de Casalinga, la popular
Junto a la fuente, el resplandor de una pequena hoguera y el sonido de una guitarra tocada con mas entusiasmo que arte. Entre los presentes hay un buen cantante de fados. Una vez descubierto, lo empujan hacia el centro y lo animan a remojarse el gaznate con el vino de varias botellas. Entona una cancion que habla del destino, pero lo interrumpen con peticiones de algo mas alegre.
Roger LeDuc, Gnocco por mal nombre, esta sentado en el pretil de la fuente. Ha fumado. Tiene los ojos turbios, pero distingue a Romula enseguida detras de la gente que rodea la hoguera. Compra dos naranjas a un vendedor ambulante y la sigue lejos del corro. Se paran bajo un farol a cierta distancia de la hoguera. La luz, fria en