comparacion con la del fuego, moteada por las pocas hojas de un arce que pugna por reverdecer, da un tinte verdoso a la palidez de Gnocco, sobre la que las sombras de las hojas parecen heridas moviles a Romula, que lo mira reposando la mano en su brazo.

La hoja de una navaja suelta destellos al final de su puno como una lengua pequena y brillante que monda la naranja, de la que va colgando el largo tirabuzon de la piel. Se la da y ella le mete un gajo en la boca mientras el empieza a pelar la segunda.

Hablan en rumano apenas unos instantes. El se encoge de hombros. La mujer le da un telefono celular y le marca un numero. La voz de Pazzi suena en la oreja de Gnocco. Al cabo de un momento, Gnocco cierra el telefono y se lo guarda en un bolsillo.

Romula se quita del cuello una cadenilla, besa el minusculo amuleto y la pasa por el cuello del desalinado joven. El junta la barbilla con el pecho para mirar el colgante, baila dando saltos, como si la imagen santa lo quemara, y consigue que Romula sonria. La gitana se quita el brazalete y se lo pone en la muneca. Le encaja perfectamente. El brazo de Gnocco no es mas grueso que el de Romula.

– ?Puedes quedarte una hora? -le pregunta el hombre.

– Si -contesta ella.

CAPITULO 28

Es de noche otra vez, y el doctor Fell esta en la vasta sala de piedra de la exposicion de instrumentos de tortura en el Forte di Belvedere, comodamente recostado contra el muro, con las jaulas de los condenados colgadas sobre su cabeza.

Su mirada registra las multiples manifestaciones de la fascinacion enfermiza en los avidos rostros de los mirones, que se empujan en torno a los atroces artefactos y se restriegan unos con otros en sulfuroso frottage, con los ojos sallandoseles de las orbitas, el pelo de los antebrazos erizado, echandose el ansioso aliento en los cuellos y las caras. De vez en cuando, el doctor se lleva un panuelo perfumado a la nariz para soportar la sobredosis de colonia y efluvios hormonales.

Sus perseguidores lo acechan en el exterior.

Pasan las horas. El espectaculo de la chusma no parece cansar al doctor Fell, que nunca ha prestado mas que una tibia atencion a los artilugios propiamente dichos. Algunos perciben su curiosidad y se sienten incomodos. A menudo, las mujeres lo miran con particular interes antes de que la marea humana las obligue a avanzar. Una miseria pagada a los taxidermistas que regentan el macabro tinglado permite al doctor remolonear a capricho, inalcanzable tras las cuerdas, completamente inmovil contra el muro.

Fuera, cerca de la puerta de salida, aguantando la persistente llovizna junto al parapeto, Rinaldo Pazzi montaba guardia. El inspector jefe estaba acostumbrado a esperar.

Pazzi sabia que el doctor no volveria a casa. Al pie de la colina, en una placita visible desde el fuerte, el automovil de Fell aguardaba a su dueno. Era un Jaguar Saloon negro, un elegante Mark II con treinta anos de antiguedad y matricula suiza que relucia bajo la lluvia, el mejor coche que Pazzi habia visto nunca. Era evidente que el doctor Fell no necesitaba ganarse un sueldo. Pazzi habia anotado los numeros de la matricula, pero no podia arriesgarse a identificarla a traves de la Interpol.

En la empedrada cuesta de la Via San Leonardo, entre el Forte di Belvedere y el coche, esperaba Gnocco. La calle, mal iluminada, discurria entre dos hileras de altos muros de piedra que protegian una sucesion de villas. Gnocco habia dado con un oscuro nicho ante la verja de una entrada en el que podia resguardarse de la lluvia y del torrente de turistas que bajaban del fuerte. El telefono celular vibraba contra su muslo cada diez minutos, y tenia que confirmar que seguia en su puesto.

Pasaban turistas cubriendose la cabeza con mapas y programas de mano, abarrotando las estrechas aceras y derramandose por la calzada, donde obligaban a reducir la marcha a los pocos taxis procedentes del fuerte.

En la camara abovedada de la exposicion, el doctor Fell separo por fin la espalda del muro, alzo la vista hacia el esqueleto de la jaula colgada sobre su cabeza como si ambos compartieran un secreto, y se abrio paso entre el gentio hacia la salida.

Pazzi lo vio enmarcado por la puerta y un poco mas tarde recortado contra un foco de la hierba. Lo siguio a cierta distancia. Cuando estuvo seguro de que se dirigia al coche, abrio el telefono celular y alerto a Gnocco.

La cabeza del gitano asomo por el cuello de su chaqueta como la de una tortuga, con los ojos hundidos, mostrando la calavera bajo la piel. Se remango hasta los codos, escupio en el brazalete y lo froto con un trapo. Ahora que estaba lavado con saliva y agua bendita, lo protegio de la lluvia poniendo el brazo tras la espalda, bajo el abrigo, mientras miraba hacia la colina. Se acercaba una columna de cabezas bamboleantes. Gnocco se metio en la riada de turistas y alcanzo el centro de la calle, donde podria avanzar contra la corriente y tener mejor visibilidad. Sin un ayudante, tendria que encargarse el solo del encontronazo y de la siria, lo que no era ningun problema, porque el caso era fallar. Ahi venia aquel hombrecillo insignificante, gracias a Dios cerca del bordillo. Pazzi iba a treinta metros del doctor, y seguia bajando la cuesta.

Gnocco se desplazo con un movimiento lleno de estilo desde el centro de la calle. Aprovechando que se aproximaba un taxi, hizo como que se apartaba para evitarlo, volvio la cara para soltar una blasfemia y choco de bruces con el doctor Fell; empezo a hurgarle bajo el abrigo y sintio el brazo atrapado por una garra acerada, luego un golpe; se solto de un tiron y se escabullo a toda prisa, mientras el doctor Fell, que apenas se habia parado, continuaba su camino a buen paso y se perdia en la corriente de turistas.

Pazzi estuvo a su lado casi al instante, apretado en el nicho ante la verja de hierro junto a Gnocco, que doblo el cuerpo hacia delante un momento, recuperandose, y se irguio jadeando.

– Lo he conseguido. Me ha agarrado bien. El muy cornuto ha intentado pegarme en los cojones, pero ha fallado -le explico.

Pazzi, con una rodilla apoyada en el suelo, buscaba con cuidado el brazalete, cuando Gnocco empezo a sentir calor y humedad pierna abajo, y, al agacharse, hizo brotar una corriente de calida sangre arterial de un desgarron junto a la bragueta y salpico el rostro y las manos de Pazzi, que intentaba quitarle el brazalete cogiendolo por el canto. La sangre lo lleno todo, incluida la cara de Gnocco, que se habia inclinado para mirarse, con las piernas empezando a fallarle. Se derrumbo contra la reja, con una mano crispada sobre los hierros y un trapo apretado contra la ingle en la otra, intentando detener el chorro que manaba de la arteria femoral, seccionada.

Pazzi, con la sangre fria que se apoderaba de el en los momentos criticos, paso un brazo alrededor de Gnocco y, manteniendolo con la espalda vuelta hacia los turistas mientras sangraba entre los barrotes, lo fue dejando caer hasta acostarlo en el suelo, sobre un costado.

Pazzi se saco del bolsillo el telefono celular y pidio una ambulancia, pero sin encenderlo. Se quito la gabardina y la extendio sobre el cuerpo yacente como un halcon cubriendo a su presa con las alas. La despreocupada multitud seguia bajando a sus espaldas. Pazzi le quito el brazalete de la muneca y lo guardo en una cajita. Se metio el telefono celular de Gnocco en un bolsillo. El joven movio los labios.

– Madonna, che freddo

Haciendo de tripas corazon, Pazzi retiro la mano de Gnocco de la herida, la sostuvo entre las suyas como para confortarlo y dejo que se desangrara. Cuando estuvo seguro de que Gnocco habia muerto, lo dejo junto a la verja, con la cabeza apoyada en un brazo como si estuviera dormido, y se unio a los que bajaban.

En la plaza, Pazzi vio el lugar de aparcamiento vacio; la lluvia apenas habia empezado a humedecer los cantos sobre los que habia estado el Jaguar del doctor Lecter.

El doctor Lecter. Pazzi ya no pensaba en el como el doctor Fell. Era el doctor Hannibal Lecter.

En el bolsillo podia tener en esos momentos la prueba que Verger necesitaba. La que necesitaba Pazzi goteaba gabardina abajo, sobre sus zapatos.

CAPITULO 29

El lucero del alba se eclipsaba sobre Genova a medida que un resplandor rojizo apuntaba por oriente cuando el viejo Alfa Romeo de Rinaldo Pazzi llego al puerto. Un viento helado rizaba la bahia. En un mercante fondeado en un

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