al boche a comerse una deliciosa ensalada con las verduras favoritas de los cerdos y luego le corto el cuello para apaciguarlos.

Carlo era alegre y vital por naturaleza, pero la presencia del director de cine lo ponia de mal humor. Habia tenido que traer el espejo de un burdel que regentaba en Cagliari, obedeciendo ordenes de Mason Verger, solo para complacer a aquel pornografo llamado Oreste Pini.

Los espejos eran un fetiche para Oreste, que los habia usado como piezas capitales de sus peliculas pornograficas y de la unica cinta genuinamente snuff que habia rodado en Mauritania. Inspirado por la advertencia impresa en el retrovisor de su coche, era un convencido partidario del uso de espejos convexos para hacer que determinados objetos parecieran mayores de lo que aparecen a la mirada directa.

Siguiendo las instrucciones de Mason, Oreste tendria que preparar un escenario con dos camaras y un buen equipo de sonido, y la toma tenia que ser perfecta a la primera. Mason queria un primer plano fijo e ininterrumpido del rostro, aparte de todo lo demas.

En opinion de Carlo, lo unico que hacia era cazar moscas con el culo.

– Puedes quedarte ahi cotorreando como una verdulera o ver como ensayamos y preguntarme cualquier cosa que no entiendas.

– Lo que quiero es filmar los ensayos.

– Va bene. Monta tu mierda de set y empecemos de una vez.

Mientras Oreste colocaba las camaras, Carlo y los otros tres silenciosos sardos hacian los preparativos.

A Oreste le encantaba el dinero, pero nunca dejaba de sorprenderse de todo lo que se puede comprar con el.

En una larga mesa colocada sobre caballetes en un extremo del cobertizo, el hermano de Carlo, Matteo, deshacia un hato de ropa vieja, del que entresaco una camisa y unos pantalones. Mientras tanto, los otros dos sardos, los hermanos Fiero y Tommaso Falcione, acercaban al interior del cobertizo una camilla con ruedas empujandola despacio sobre la hierba. La camilla estaba manchada y hecha jirones.

Matteo habia preparado varios pozales de carne picada, unos cuantos pollos sin desplumar y un monton de fruta pasada, a los que empezaban a acudir las moscas, y un cubo de ventron e intestinos de buey.

Matteo extendio los gastados pantalones caqui sobre la camilla y empezo a llenarlos con un par de pollos, carne y fruta. Luego metio carne picada y bellotas en un par de guantes de algodon, procurando que los dedos se llenaran, y los coloco en la boca de las perneras. A continuacion, extendio la camisa, la lleno de intestinos procurando darle forma con trozos de pan, la abotono y metio escrupulosamente los faldones dentro del pantalon. Completo el torso poniendo un par de guantes repletos de mas inmundicias en los extremos de las mangas. Como cabeza uso un melon cubierto con una redecilla llena de carne picada en la parte que representaba la cara; dos huevos duros hacian las veces de ojos. Cuando acabo el resultado se asemejaba a un maniqui lleno de bultos, aunque tenia mejor aspecto acostado en la camilla que algunos que se tiran de un rascacielos. Como toque final, Matteo rocio el melon y los guantes de las mangas con una locion para el afeitado que costaba un ojo de la cara.

Carlo senalo con la barbilla hacia el escultural ayudante de Oreste, que se inclinaba sobre el borde del corral extendiendo el soporte del microfono para comprobar el alcance.

– Dile a tu bujarron que si se cae dentro, no sere yo quien se meta para sacarlo.

Por fin estuvo todo listo. Fiero y Tommaso plegaron las patas de la camilla y la hicieron rodar hasta la entrada del corral.

Carlo trajo de la casa un radiocasete y un amplificador independiente. Tenia toda una coleccion de cintas, alguna de las cuales habia grabado el mismo mientras les cortaba las orejas a los secuestrados para mandarlas por correo a sus familiares. Carlo se las ponia a los animales cada vez que comian. Ya no las necesitaria cuando hubiera una victima real que pusiera los efectos de sonido.

Los sufridos altavoces exteriores estaban clavados a los postes del cobertizo. El sol brillaba sobre la hermosa pradera, que descendia en suave pendiente hacia el bosque. La solida cerca que la rodeaba se perdia entre los arboles. En el silencioso mediodia Oreste podia oir una abeja carpintera zumbando bajo el techo del cobertizo.

– ?Estas listo? -le pregunto Carlo.

A su vez, Oreste se volvio hacia la camara fija.

– Giriamo -grito al camara.

– Pronti! -respondio este.

– Motore! -y las camaras empezaron a rodar.

– Partito! -la cinta del sonido empezo a girar.

– Azione! -chillo Oreste, y le dio un golpe a Carlo.

El sardo pulso el boton de «play» del radiocasete y se desencadeno un griterio infernal puntuado por sollozos y suplicas. El camara dio un respingo, pero se tranquilizo enseguida. Los alaridos eran espeluznantes, pero dieron el recibimiento mas apropiado a las siluetas que salian del bosque, atraidas por el escandalo que anunciaba la cena.

CAPITULO 32

Viaje de ida y vuelta en un dia a Ginebra para ver el dinero.

El avion del puente aereo a Milan, un ruidoso reactor Aeroespatiale, trepo a los cielos de Florencia a primeras horas de la manana y se mecio sobre los vinedos, cuyas separadas hileras parecian una torpe maqueta de la Toscana hecha por un especulador de terrenos. Algo extrano ocurria con los colores del paisaje; las piscinas de las nuevas villas de los extranjeros ricos tenian un azul raro. A Pazzi, que miraba por la ventanilla del avion, le parecian del azul lechoso de un ojo de ingles viejo, un tono fuera de lugar entre los oscuros cipreses y los plateados olivos.

Los animos de Rinaldo Pazzi ascendian con el avion al pensar que no se haria viejo alli, a expensas del capricho de sus superiores, aguantando mecha para conseguir la pension.

Lo habia atormentado el temor a que Lecter desapareciera despues de matar a Gnocco. Cuando volvio a ver encendida la lampara de trabajo del doctor en Santa Croce, sintio un alivio enorme; el doctor pensaba que no corria peligro.

La muerte del gitano no produjo la menor agitacion en la Questura, donde la atribuyeron a algun ajuste de cuentas entre traficantes de drogas; por suerte, se habian encontrado jeringuillas usadas cerca del cuerpo, cosa nada rara en Florencia, donde se distribuian gratis.

Un viaje para ver el dinero. Habia sido exigencia suya.

La visualizacion interna de Pazzi era capaz de recordar algunas imagenes con pelos y senales: la primera vez que se vio el pene en ereccion; la primera que vio su propia sangre; la primera mujer que vio desnuda; el primer puno borroso que vio acercarse a su rostro. Recordaba cierta ocasion en que entro por casualidad en la capilla lateral de una iglesia de Siena y sus ojos toparon de pronto con el rostro de santa Catalina de Siena, una cabeza de momia enmarcada en una impoluta toca blanca y guardada dentro del relicario en forma de iglesia.

Ver tres millones de dolares estadounidenses le produjo un impacto semejante.

Trescientos fajos de billetes de cien con numeros de serie no consecutivos.

En una habitacion pequena y desnuda, parecida a una capilla, en las oficinas del Credit Suisse de Ginebra, el abogado de Mason Verger enseno el dinero a Rinaldo Pazzi. Lo trajeron de la camara acorazada con un carrito, en cuatro cajas de seguridad profundas y numeradas con placas de cobre. El Credit Suisse puso a su disposicion una maquina de contar billetes, una balanza y un empleado para utilizarlas. Pazzi hizo salir al empleado. Puso las manos sobre el monton de billetes una sola vez.

Rinaldo Pazzi era un investigador muy competente. Habia descubierto y detenido a autenticos virtuosos del timo durante veinte anos. Mientras estaba ante todo aquel dinero y escuchaba las instrucciones del abogado, no percibio la mas minima nota falsa; si les entregaba a Hannibal Lecter, ellos le entregarian el dinero.

Con la sangre agolpandosele en la cabeza, comprendio que aquella gente iba en serio; Mason Verger pagaria sin pestanear. Y no se hacia ilusiones respecto a la suerte del doctor. Estaba a punto de venderlo para que lo torturaran y lo mataran. Se ha de hacer justicia a Pazzi, que al menos reconocia en su fuero interno lo que estaba

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