Vestido para la jornada, esbelto e impecable en su traje negro de seda, desconecta los sensores de movimiento al final de las escaleras del servicio y desciende hacia los amplios espacios del palacio.

Ahora es libre de moverse por el vasto silencio de las muchas estancias del edificio, libertad que nunca deja de subirsele a la cabeza despues de tantos anos de encierro en una celda subterranea.

Asi como los muros cubiertos de frescos de Santa Croce o el Palazzo Vecchio estan impregnados de intelecto, el aire de la Biblioteca Capponi vibra con presencias mientras el doctor Lecter camina a lo largo de la enorme pared llena de manuscritos. Elige unos rollos de pergamino, sopla el polvo, y las motas danzan en un rayo de sol como si los muertos, que ahora son polvo, pugnaran por contarle sus destinos y predecir el suyo. Trabaja de forma eficiente, pero sin apresuramientos; guarda algunas cosas en el portafolios y selecciona unos cuantos libros e ilustraciones para su conferencia de esa noche en el Studiolo. Son tantas las cosas que le hubiera gustado leer…

El doctor Lecter abre su ordenador portatil y, a traves del Departamento de Criminologia de la Universidad de Milan, entra en el sitio web del FBI -www.fbi.gov-, como un particular mas. Averigua que el Subcomite Judicial encargado de juzgar la operacion antidroga de Clarice Starling aun no ha fijado una fecha. No tiene los codigos de acceso al archivo de su propio caso en el FBI. En la pagina «Mas buscados», su antiguo rostro lo mira fijamente, flanqueado por los de un terrorista y un piromano.

El doctor Lecter rescata el periodico de entre un monton de pergaminos, contempla la fotografia de Clarice Starling que aparece en la portada y recorre las facciones con el dedo. El acero brilla en su mano de improviso, como si hubiera brotado para sustituir al sexto dedo. La navaja, del tipo llamado «Arpia», tiene la hoja dentada y en forma de garra. Corta la pagina del National Tattler con la misma facilidad con que secciono la arteria femoral del gitano: la hoja entro en la ingle y volvio a salir tan deprisa que el doctor Lecter ni siquiera tuvo necesidad de limpiarla.

El doctor recorta la imagen de Clarice Starling y la encola sobre un trozo de pergamino en blanco.

Coge una pluma y, con artistica desenvoltura, dibuja en el pergamino el cuerpo de una leona con alas, un grifo con la cara de Starling. Debajo escribe con elegante letra redonda: ?Se te ha ocurrido preguntar alguna vez, Clarice, por que no te comprenden los filisteos? Porque eres la respuesta a la adivinanza de Sanson: eres la miel en la boca del leon.

A quince kilometros de alli, con la furgoneta aparcada tras un muro de piedra en Impruneta, Carlo Deogracias comprobaba el instrumental, mientras su hermano Matteo practicaba una serie de llaves de yudo en la espesa hierba con los otros dos sardos, Fiero y Tommaso Falcione. Los Falcione eran fuertes y rapidos; Fiero habia sido jugador del equipo de futbol profesional de Cagliari, aunque por poco tiempo, y Tommaso, seminarista. Hablaba un ingles aceptable y a veces rezaba con sus victimas.

Carlo habia alquilado legalicente la furgoneta Fiat blanca con matricula de Roma. Los rotulos del OSPEDALE DELLA MISERICORDIA estaban listos para ser adheridos a los costados, y las paredes y el suelo del interior, cubiertos con mantas de mudanza, por si el sujeto se resistia una vez dentro del vehiculo.

Carlo llevaria a cabo la operacion tal como deseaba Mason; pero si algo fallaba y se veia obligado a matar al doctor Lecter en la peninsula, lo que frustraria la filmacion, no todo estaria perdido. Carlo se sabia capaz de acabar con el doctor Lecter y cortarle manos y cabeza en menos de un minuto.

Si no dispusiera de todo ese tiempo, siempre podria cortarle el pene y un dedo, suficiente para la prueba del ADN. En una bolsa de plastico sellada al vacio y conservada en hielo, llegarian a manos de Mason en menos de veinticuatro horas, lo que haria acreedor a Carlo a una recompensa, ademas de a los honorarios acordados.

Bien colocados tras los asientos habia una pequena sierra mecanica, palas de mango largo, un sierra quirurgica, cuchillos bien afilados, bolsas de plastico con cierre de cremallera, un tornillo de mordaza Black and Decker para inmovilizar los brazos del doctor, y un contenedor de DHL Express con los gastos de envio por avion ya pagados, adecuado a una estimacion de seis kilos para la cabeza y un kilo para cada mano.

Si tenia oportunidad de grabar en video una matanza de urgencia, Carlo estaba seguro de que Mason pagaria por ver la amputacion en vivo del doctor Lecter, incluso despues de haber apoquinado un millon de dolares por la cabeza y las manos. A tal fin se habia hecho con una buena camara, una fuente de luz y un tripode, y habia ensenado a Matteo lo imprescindible para usarla.

Su instrumental de caza se habia beneficiado de la misma escrupulosidad. Fiero y Tommaso eran expertos con la red, doblada de momento con tanto esmero como un paracaidas. Carlo disponia de una hipodermica y de una pistola de dardos cargados con suficiente tranquilizante para animales Acepromazine como para tumbar a uno del tamano del doctor Lecter en cuestion de segundos. Le habia dicho a Rinaldo Pazzi que emplearia en primer lugar la pistola de aire comprimido, que estaba cargada y lista; pero si se le presentaba la oportunidad de clavarle la hipodermica en el culo o en las piernas, la pistola seria innecesaria.

Los secuestradores no pasarian mas de cuarenta minutos en la peninsula con su presa, el tiempo necesario para llegar al aerodromo de Pisa, donde los estaria esperando una avioneta-ambulancia. Aunque el de Florencia estaba mas cerca, tenia menos trafico, y un vuelo privado se hubiera hecho notar mas.

En menos de hora y media estarian en Cerdena, donde el comite de bienvenida del doctor se habia vuelto insaciable.

Carlo lo habia sopesado todo en su inteligente y hedionda cabeza. Mason no era un idiota. Los pagos estaban calculados de forma que Rinaldo Pazzi no sufriera el menor dano; a Carlo le hubiera salido caro matarlo y reclamar la recompensa. Mason no queria problemas por el asesinato de un policia. Mas valia hacer las cosas a su manera. Pero al sardo le salian sarpullidos solo de pensar en lo que hubiera conseguido con unos pocos pases de sierra si hubiera encontrado al doctor Lecter por si mismo.

Probo la sierra mecanica. Se puso en marcha a la primera.

Carlo conferencio brevemente con los otros, y salio hacia la ciudad montado en un pequeno motorino, armado tan solo con una navaja, una pistola y una hipodermica.

El doctor Hannibal Lecter abandono la ruidosa calle para penetrar a primera hora en la Farmacia di Santa Maria Novella, uno de los sitios que mejor huelen de la Tierra. Se quedo unos instantes con la cabeza levantada y los ojos cerrados, aspirando los aromas de los exquisitos jabones, perfumes y cremas, y de los ingredientes de los obradores. El portero se habia acostumbrado a sus visitas y los dependientes, desdenosos por lo general, lo trataban con enorme respeto. Las compras del obsequioso doctor Lecter en los meses que llevaba en Florencia no debian de superar las cien mil liras, pero elegia y combinaba las fragancias y esencias con una sensibilidad que asombraba y gratificaba a aquellos mercaderes de aromas, que vivian del olfato.

Para preservar aquel placer, habia renunciado a alterar su nariz con otra rinoplastia que no fueran inyecciones de colageno en la parte exterior. Para el doctor Lecter, el aire estaba pintado con olores tan vivos y nitidos como colores, que podia superponer y contrastar como si aplicara pigmentos sobre otros aun humedos. No habia lugar mas distinto a una carcel que aquel. Alli el aire era musica, y estaba saturado de palidas lagrimas de incienso esperando a ser extraidas, de bergamota amarilla, madera de sandalo, cinamomo y mimosa concertadas sobre un sustrato al que el genuino ambar gris, la algalia, el castoreo y la esencia de cervatillo aportaban las notas dominantes.

A veces, se imaginaba que podia oler con las manos, con los brazos y las mejillas, que el olor lo impregnaba por completo. Que era capaz de oler con el rostro y con el corazon.

Por buenas razones anatomicas, el olfato sirve a la memoria con mas prontitud que ningun otro sentido.

Recuerdos fragmentarios como fogonazos acudian a su memoria mientras permanecia bajo la suave luz de las hermosas lamparas modernistas de la Farmacia, aspirando, aspirando… Alli no habia nada que pudiera recordarle la carcel. Excepto… ?que era aquel olor? ?Clarice Starling? Si, era ella. Pero no el Air du Temps que habia percibido en cuanto la chica abrio el bolso junto a los barrotes de su celda en el manicomio. No era eso. En aquel establecimiento no vendian esos perfumes. Tampoco era su crema corporal. Ah… Sapone di mandorle. El famoso jabon de almendras de la Farmacia. ?Donde lo habia olido? En Memphis, cuando ella estaba junto a la celda, cuando el le toco un dedo durante un instante, poco antes de escaparse. Starling, si. Limpia y rica en texturas. Algodon tendido al sol y planchado. Clarice Starling, por supuesto. Agraciada y apetitosa. Aburrida de puro formal y absurda en sus principios. De ingenio vivo, como su madre. Ummm.

En contrapartida, los malos recuerdos del doctor Lecter estaban asociados con malos olores, y alli, en la Farmacia, tal vez se encontraba tan lejos como era posible de las rancias mazmorras negras de su palacio de la memoria.

Contra su costumbre, aquel viernes gris el doctor Lecter compro un monton de jabones, lociones y aceites de

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