primer movimiento -explico el doctor Lecter-. Tal vez la divierta hacer lo mismo con el segundo. Por favor, cojala. Siempre puedo recuperarla del
El doctor lo miro con intensidad mientras aguardaba su respuesta.
– Si te apetece, Laura… -dijo Pazzi. De pronto lo asalto una idea-. ?Tiene intencion de presentarse ante el Studiolo, doctor?
– Por supuesto, este mismo viernes por la noche. Sogliato esta. impaciente por verme desacreditado.
– Yo estare en el casco antiguo -le informo Pazzi-. Aprovechare para devolverle la partitura. Laura, el doctor Fell tiene que cantar ante los dragones del Studiolo para ganarse la sopa.
– Estoy seguro de que canta de maravilla, doctor -dijo ella mirandolo con sus enormes ojos negros, dentro de los limites de la decencia, pero proxima a rebasarlos.
El doctor Lecter sonrio ensenando dos hileras de blancos dientecillos.
– Madame, si fuera el fabricante de Fleur du Ciel, le regalaria el diamante Cape para que lo luciera. Hasta el viernes por la noche,
Pazzi se aseguro de que el doctor regresaba a su palco, y no volvio a mirarlo hasta que se despidieron con un gesto de la mano en la escalinata del teatro.
– Te regale el Fleur du Ciel para tu cumpleanos -dijo Pazzi.
– Si, y me encanta, Rinaldo -respondio la signora Pazzi-. Tienes un gusto exquisito.
CAPITULO 34
Impruneta es una antigua ciudad toscana de donde proceden las tejas del Duomo. Desde las villas de las colinas que la rodean, a varios kilometros de distancia, puede verse el cementerio por la noche gracias a las luces que arden constantemente en las tumbas. La luz que proporcionan es escasa, aunque suficiente para que los visitantes paseen entre los muertos; sin embargo, hace falta una linterna para leer los epitafios.
Rinaldo Pazzi llego a las nueve menos cinco con un pequeno ramo de flores que tenia intencion de depositar en una tumba cualquiera. Entro en el recinto y camino despacio a lo largo de uno de los senderos de guijarros bordeados de sepulturas.
Sentia la presencia del otro hombre, aunque no podia verlo.
Carlo hablo desde detras de un mausoleo que lo ocultaba por completo.
– ?Puede recomendarme alguna florista de la ciudad? «Aquel hombre tenia acento sardo. Bien, tal vez supiera lo que se hacia.»
– Todas las floristas son unas ladronas -contesto Pazzi.
Carlo surgio de su escondite de golpe, sin echar antes un vistazo. Era bajo, fornido y agil de extremidades, y Pazzi penso que tenia algo de salvaje. Llevaba una chaqueta de cuero y un sombrero con un colmillo de jabali en la cinta. Pazzi calculo que le sacaba unos siete centimetros de envergadura y diez de altura. Debian de pesar poco mas o menos lo mismo. Le faltaba un pulgar. Supuso que podria encontrar su ficha en el archivo de la Questura en cuestion de cinco minutos. El resplandor de las lamparillas de las tumbas los iluminaba desde abajo.
– El palacio tiene un buen sistema de alarma -dijo Pazzi.
– Ya le he echado un vistazo. Tendra que decirme quien es.
– Hablara en una reunion manana por la noche. ?Podra hacerlo tan pronto?
– Claro -Carlo quiso presionar al policia, demostrarle quien llevaba las riendas-. ?Estara con el, o es que le da miedo? Usted hara lo que le pagan para hacer. Tendra que senalarmelo.
– Cierre la bocaza. Yo cumplire mi parte, lo mismo que usted. O se jubilara en Volterra, de puto, lo que mas le guste.
En el trabajo, Carlo era tan insensible a los insultos como a los gritos de dolor. Se dio cuenta de que habia juzgado mal al policia. Extendio las manos abiertas en son de paz.
– Cuenteme lo que necesito saber.
Carlo se acerco a Pazzi y se quedaron uno junto al otro, como si rezaran ante el pequeno mausoleo. Por la senda se acercaba una pareja cogida de la mano. Carlo se quito el sombrero y los dos hombres permanecieron inmoviles, con las cabezas inclinadas. El inspector puso las flores en la entrada de la tumba. Del sudado sombrero de Carlo le llego un olor rancio, como a embutido hecho de algun animal capado sin mana, e irguio la cabeza para evitarlo.
– Es rapido con la navaja. Y apunta bajo.
– ?Tiene pistola?
– No lo se. Nunca la ha usado, que yo sepa.
– No quiero tener que sacarlo de un coche. Lo quiero en la calle con poca gente alrededor.
– ?Como piensa reducirlo?
– Eso es asunto mio.
Carlo se metio en la boca un colmillo de venado y masco la ternilla haciendo sobresalir los dientes de vez en cuando.
– Y mio -replico Pazzi-. ?Como piensa hacerlo?
– Lo atontare con una pistola de aire comprimido, le echare una red y luego puede que le ponga una inyeccion. Tendre que mirarle los dientes rapido, por si lleva veneno en una funda.
– Tiene que hablar en una reunion. Empieza a las siete en el Palazzo Vecchio. Si trabaja manana en la Capilla Capponi, en Santa Croce, ira andando desde alli al Palazzo Vecchio. ?Conoce Florencia?
– Bastante bien. ?Podra conseguirme un pase de vehiculos para el casco antiguo?
– Si.
– No lo cogere al salir de la iglesia -dijo Carlo.
Pazzi asintio.
– Es mejor que aparezca en la reunion. Despues puede que no lo echen en falta durante dos semanas. Cuando salga tengo una excusa para acompanarlo hasta el Palazzo Capponi…
– No quiero cogerlo en su casa. Es su terreno. Lo conoce; yo, no. Estara alerta, mirara a su alrededor antes de entrar. Lo quiero en plena calle.
– Escucheme. Saldremos por la puerta principal del Palazzo Vecchio, porque la de la Via dei Leoni ya estara cerrada. Iremos por la Via Neri y cruzaremos el rio por el Ponte alie Grazie. Al otro lado, frente al Museo Bardini, hay unos arboles que tapan las farolas. A esas horas la escuela esta cerrada y hay mucha tranquilidad.
– Digamos entonces que en el Museo Bardini, pero podria hacerlo antes si se presenta la ocasion, mas cerca del palacio, o durante el dia, si se huele algo y trata de huir. Puede que estemos en una ambulancia. Quedese con el hasta que la pistola lo deje sin sentido, y luego larguese deprisa.
– Lo quiero fuera de Toscana antes de que le hagan lo que sea.
– Creame, habra desaparecido de la faz de la tierra, y con lo pies por delante -le dijo Carlo, e hizo asomar el diente de venado entre la sonrisa que le produjo su propia broma.
CAPITULO 35
Manana del viernes. Una pequena habitacion en el atico del Palazzo Capponi. Tres de las paredes encaladas estan desnudas. De la cuarta cuelga una Madonna del siglo XIII, de la escuela de Cimabue, enorme en el reducido espacio, con la cabeza ladeada hacia el angulo de la firma como la de un pajaro curioso y los ojos en forma de almendra posados sobre la menuda figura que duerme bajo el cuadro.
El doctor Hannibal Lecter, veterano de los catres de prisiones y manicomios, yace tranquilo en la estrecha cama, con las manos cruzadas sobre el pecho.
Abre los ojos y, ya completamente despierto, el sueno sobre su hermana Mischa, muerta y digerida hace mucho tiempo, se transforma sin solucion de continuidad en lucida conciencia: peligro entonces, peligro ahora.
La certeza de estar en peligro no le quita el sueno, ni mas ni menos que haber matado al carterista.