CAPITULO 66
Era de noche cuando el largo camion plateado se detuvo ante el granero de Muskrat Farm. Llegaban con retraso y con los nervios de punta.
Los tramites en el Aeropuerto Internacional Baltimore-Washington habian ido como la seda al principio; el inspector del Departamento de Agricultura sello la entrada de los dieciseis cerdos. Aunque tenia los conocimientos de un experto en la materia, era la primera vez que veia unos animales semejantes.
Luego, Carlo Deogracias echo un vistazo al interior del camion. Era un vehiculo para el transporte de ganado y olia como tal, ademas de mostrar la huella de sus anteriores inquilinos en las numerosas grietas. Carlo no estaba dispuesto a descargar sus cerdos. El avion tuvo que esperar hasta que el airado conductor, Carlo y Fiero Falcione encontraron otro camion mas a proposito para transportar las jaulas, localizaron un lavadero de camiones con una manguera de vapor y limpiaron el interior de la caja.
Una vez ante la entrada principal de Muskrat Farm, se presento el ultimo inconveniente. El guarda comprobo el tonelaje del vehiculo y se nego a dejarles paso alegando que superaban el limite de un puente ornamental. Los encamino hacia la carretera de servicio que atravesaba el parque nacional. Las ramas de los arboles aranaban el techo del vehiculo mientras recorrian los tres ultimos kilometros.
Carlo contemplo satisfecho el granero enorme y limpio de Muskrat Farm. Le hizo gracia el pequeno elevador de carga que traslado las jaulas hasta las cuadras de los ponis con exquisita delicadeza.
Cuando el conductor del camion se acerco blandiendo una aguijada electrica y se ofrecio a azuzar a uno de los cerdos para comprobar hasta que punto estaba drogado, Carlo le arrebato el instrumento y lo asusto de tal modo que no se atrevio a pedirle que se lo devolviera.
Carlo pensaba dejar que los animales se recuperaran de los sedantes en la semioscuridad, sin permitirles salir de las jaulas hasta que estuvieran sobre sus cuatro patas y alerta. Le preocupaba que los primeros en despertarse decidieran atacar a los que siguieran drogados. Cualquier bulto acostado atraia su atencion cuando la piara no dormitaba al mismo tiempo.
Fiero y Tommaso se veian obligados a extremar las precauciones desde que la manada devoro a Oreste el cineasta y mas tarde a su ayudante congelado. No podian estar en el corral o en los pastos con ellos. Los cerdos no los amenazaban, tampoco hacian rechinar los dientes como hacen los jabalies; se limitaban a mirar a los hombres con la espeluznante terquedad propia de los cerdos, e iban aproximandose de soslayo hasta que estaban lo bastante cerca para cargar.
Carlo, con la misma terquedad, no descanso hasta haber recorrido linterna en mano la valla que rodeaba el prado boscoso adyacente a la gran masa forestal del parque nacional.
Cavo en la tierra con la navaja para examinar el mantillo y encontro bellotas. Mientras se acercaban con el camion, habia oido arrendajos graznando a las ultimas luces y considero que probablemente habria acebos. Sin duda, en aquel campo vallado crecian robles blancos, aunque esperaba que no demasiados. No queria que los animales encontraran su alimento en el suelo, como hubieran hecho con facilidad en el bosque abierto.
A todo lo largo del fondo abierto del granero, Mason habia hecho construir una solida barrera con una puerta holandesa como la de Cerdena.
Tras la seguridad de aquella barrera, Carlo podria alimentarlos lanzandoles ropa rellena con pollos, patas de cordero y hortalizas al centro del corral.
No estaban domesticados, pero no tenian miedo de los hombres ni del ruido. Ni siquiera Carlo podia entrar en el corral. Los cerdos no son como otros animales. Hay en ellos una chispa de inteligencia y un terrible sentido practico caracteristicos de la especie. Aquellos no eran del todo hostiles. Simplemente, les gustaba la carne humana. Eran ligeros de patas como un miura, capaces de maniobrar como un perro pastor, y sus movimientos en torno a los cuidadores tenian el siniestro empaque de la premeditacion. Tras uno de los ensayos, Fiero paso un mal rato cuando intento recuperar una de las camisas para volver a utilizarla.
Nunca se habia visto unos cerdos como aquellos, mayores que el jabali europeo e igual de salvajes. Carlo se sentia su creador. Sabia que el trabajo que llevarian a cabo, el mal que destruirian, le proporcionaria mas credito del que pudiera necesitar en el mas alla.
Hacia medianoche todo el mundo dormia en el granero. Carlo, Fiero y Tommaso descansaban libres de suenos en el altillo de la guarnicioneria, mientras los cerdos roncaban en sus jaulas, empezando a trotar en suenos con sus elegantes patas y a intentar levantarse sobre la lona limpia en algunos casos. La calavera del caballo de carreras,
CAPITULO 67
Atacar a una agente del Burjeau Federal de Investigacion con la prueba amanada por Mason era un salto enorme para Krendler. De hecho, lo dejo casi sin aliento. Si la fiscal general lo cogia, lo aplastaria como a una cucaracha.
Excepto por el riesgo personal, la cuestion de arruinar la carrera de Clarice Starling no le quitaba el sueno como lo hubiera hecho acabar con la de un hombre. Un agente tenia una familia que mantener, como el propio Krendler, que mantenia la suya, por muy codiciosa y desagradecida que fuera.
Y estaba claro que Starling tenia que desaparecer. Si la dejaban a su aire, siguiendo las pistas con sus ridiculas habilidades femeninas, encontraria a Hannibal Lecter. Si eso ocurria, Mason Verger no le daria nada.
Cuanto antes la privaran de sus recursos y la pusieran de patitas en la calle, a hacer de cebo, tanto mejor.
En su ascension al poder, Krendler habia acabado con otras carreras, primero como fiscal con ambiciones politicas, mas tarde en el Departamento de Justicia. Sabia por experiencia que arruinar la carrera de una mujer es mas facil que perjudicar a un hombre. Si una mujer consigue un ascenso que ninguna mujer debiera obtener, lo mas eficaz es decir que lo ha conseguido boca arriba.
Seria imposible acusar a Starling de eso, reflexiono Krendler. De hecho, no se le ocurria nadie mas necesitado de un polvo salvaje en todo el escalafon. A veces imaginaba el abrasivo acto mientras se hurgaba la nariz.
Krendler no hubiera sido capaz de explicar su animosidad hacia Starling. Era visceral y procedia de una parte de si mismo que no se atrevia a visitar. Un lugar con fundas en las sillas y una lampara con pantalla abovedada, puertas con picaporte y persianas de manubrio, y una chica con la pinta de Starling pero sin su sentido comun, con las bragas alrededor de un tobillo preguntandole cual era su jodido problema, y por que no venia y se lo hacia, y que si era uno de esos maricas, uno de esos maricas, uno de esos maricas…
Si no se sabia la clase de ingenua que era Starling, reflexiono Krendler, su carrera tal como la habian reflejado los medios era mucho mejor de lo que sus escasos ascensos indicaban, tenia que admitirlo. Por suerte, habia recibido pocas recompensas a su labor. Anadiendo la ocasional gota de veneno a su hoja de servicios a lo largo de los anos, Krendler habia conseguido influir en el comite de ascensos del FBI lo suficiente para bloquear varias misiones golosas que estuvieron a punto de asignarle; la actitud independiente y la falta de tacto de la mujer habian hecho el resto con eficacia.
Mason no estaba dispuesto a esperar la resolucion del asunto del mercado de Feliciana. Ademas, no habia garantia de que la mierda salpicara a Starling en una vista. La muerte de Evelda Drumgo y los demas habia sido el resultado de una cadena de errores de seguridad, eso era indiscutible. Habia sido un milagro que Starling consiguiera salvar al jodido negrito. Otra boca que alimentar con dinero publico. Arrancar la costra de tan feo asunto hubiera resultado facil, pero era una forma poco gobernable de acabar con Starling.
La idea de Mason era mejor. Seria rapida y la dejaria fuera de combate. El momento era oportuno.
Un axioma de Washington, corroborado en la practica mas veces que el teorema de Pitagoras, afirma que en presencia de oxigeno un pedo sonoro con un culpable evidente hara pasar desapercibidas muchas emisiones menores en la misma habitacion, con tal de que sean casi simultaneas.
Ergo, el juicio por
Mason queria que la prensa cubriera la noticia para que el doctor Lecter se enterara. Pero Krendler debia hacer