delfines que retozaban entre las olas, y lanzo un fuerte y prolongado grito. Un gran delfin resoplo alegre, a modo de respuesta, y se dirigio al encuentro de su amigo, sumergiendose y volviendo a mostrar sobre las crestas de las olas su brillante lomo.

— ?Rapido, Leading, rapido! — exclamo Ictiandro, mientras nadaba al encuentro. Se asio del delfin —. ?Sigamos, Leading, rapido, adelante!

Y obedeciendo a la mano del joven, el delfin partio veloz hacia mar abierto, buscando el viento y las olas. Cortando las olas con el pecho avanzaba veloz, levantando espuma, pero a Ictiandro esa velocidad se le antojaba insuficiente.

— ?Dale, Leading! Mas rapido, mas rapido!

Ictiandro dejo totalmente extenuado al delfin, pero esa carrera por las olas no le tranquilizo. Dejo a su amigo perplejo, cuando se deslizo del lomo y se sumergio en el mar. El delfin espero, resoplo, buceo, emergio, resoplo otra vez descontento y, tras dar un coletazo, se dirigio hacia la orilla, volviendose de vez en cuando. Su amigo no aparecia en la superficie y Leading decidio incorporarse al grupo, siendo muy celebrado por los jovenes delfines. Ictiandro se sumergia mas y mas en el tenebroso abismo oceanico. Queria estar solo, recuperarse de las nuevas impresiones, reflexionar sobre lo visto y conocido. Se alejo muchisimo, sin pensar en el riesgo a que se estaba exponiendo. Queria entender, por que era distinto de los demas: ajeno al mar y a la tierra. Se sumergia cada vez mas lento. El agua se hacia mas densa, comenzaba a presionarle, se le hacia dificil respirar. Alli el crepusculo era denso, de un color gris verdoso. Esa zona estaba escasamente poblada, y muchos de los peces que alli habitaban eran desconocidos para Ictiandro: nunca habia descendido a tanta profundidad. Y, por primera vez, aquel silencioso y gris mundo le infundio pavor. Emergio rapidamente a la superficie y se dirigio a la orilla. El sol se ponia, penetrando el agua con sus rayos rojos. Una vez en este medio se mezclaban con el azul del agua, haciendo delicados visos en tonos lila rosado y celeste verdoso.

Ictiandro no llevaba gafas, por eso desde la profundidad veia la superficie del mar como se le presenta a los peces: no plana, sino como la base de un cono vista desde el vertice, cual si estuviera en el fondo de un enorme embudo. El contorno de la base de dicho cono parece estar orlado con varias franjas: roja, amarilla, verde, azul y violeta. Fuera del cono se extiende la brillante superficie del agua en la que se refleja, como en un espejo, el fondo: rocas, aIgas, peces.

Ictiandro se volvio sobre el pecho, nado hacia la orilla y se sento bajo el agua entre unas rocas, proximas al bajio. Unos pescadores bajaron de la lancha y la jalaron para varar en la playa. Uno de ellos metio las piernas en el agua hasta las rodillas. Ictiandro, desde su escondite, veia sobre el agua al pescador sin piernas, y en el agua solo sus piernas y el reflejo de las mismas en el espejo de la superficie. Otro pescador entro en el agua hasta los hombros. Visto desde el fondo parecia un cuadrupedo sin cabeza, como si a dos hombres iguales les hubieran decapitado y puesto los hombros de uno sobre los del otro. Cuando los pescadores se aproximaban a la orilla, Ictiandro lo veia igual que los ven los peces: como reflejados en una esfera de cristal, y de pies a cabeza antes de que llegaran a la orilla. Por eso siempre lograba alejarse antes de ser descubierto.

Esos extranos torsos con cuatro brazos y sin cabeza, y esas cabezas sin torsos, ahora se le antojaron a Ictiandro desagradables. Los hombres… Alborotan, fuman cigarros horribles y despiden desagradable olor. Los delfines son muy distintos: limpios, alegres. Ictiandro dibujo una leve sonrisa. Evocaba como, en cierta ocasion, habia probado leche de hembra de delfin.

Muy lejos, en direccion sur, hay una pequena bahia. Agudos escollos y un banco de arena impiden el acceso por el mar. La costa es acantilada y rocosa. Todo eso hace que no sea visitada por pescadores ni buscadores de perlas. Su fondo, de escasa profundidad, esta cubierto de un denso tapiz de plantas. En su tibia agua abundan peces. Alli acudia muchos anos consecutivos una hembra de delfin a parir. Solia tener dos, cuatro y hasta seis crias. Ictiandro se entretenia viendo a los pequenos, escondido entre la vegetacion. Era muy gracioso ver como se revolcaban en la superficie, como mamaban, empujandose unos a otros. Ictiandro comenzo a adiestrarlos poquito a poco: traia peces y los cebaba. Y, muy pronto, las crias y la hembra fueron habituandose a Ictiandro. Ya jugaba con los pequenos, los capturaba y los lanzaba. A ellos esto, por lo visto, les gustaba. Tan pronto aparecia en la bahia con regalos para ellos — sabrosos peces o pequenos pulpos, mas sabrosos todavia — acudian contentos a recibirlo.

Una vez, cuando la conocida hembra estaba recien parida y sus crias eran todavia lechones, Ictiandro penso: ?por que no probar su leche?

Se situo furtivamente bajo la hembra, la abrazo y comenzo a mamar. La hembra, horrorizada por tan inesperado ataque, se espanto y abandono la bahia. Ictiandro solto inmediatamente al asustado animal. La leche tenia un fuerte sabor a pescado.

La desconcertada hembra, tras desasirse de tan indiscreto mamon, se lanzo hacia el fondo, sus pequenos buscabanla desorientados. A Ictiandro le costo un trabajo enorme reunir y mantener juntos a los pequenos, hasta que llego la madre y se los llevo a la bahia vecina. Solo pasados muchos dias se restablecio la confianza y la amistad.

Cristo estaba sumamente preocupado. Hacia tres dias que Ictiandro no aparecia. Al fin se presento extenuado, palido, pero satisfecho.

— ?Donde has estado todo este tiempo? — inquirio con severidad el indio, contento de que hubiera aparecido.

— En el fondo — respondio Ictiandro.

— ?Por que estas tan demacrado?

— He… he estado a punto de perecer — mintio Ictiandro, por primera vez en la vida, y conto una historia que le habia sucedido mucho antes.

En las profundidades oceanicas hay un altiplano rocoso, y en el medio de esa meseta, una depresion ovalada enorme, un autentico lago submarino.

Nadando sobre ese lago submarino, a Ictiandro le asombro el insolito color gris claro del fondo. Cuando descendio y se fijo como es debido, quedo sorprendido: se hallaba sobre un autentico cementerio de diversos animales marinos, desde pequenos peces hasta tiburones y delfines. Habia tambien victimas recientes. Pero junto a ellas no aparecian, como es habitual, cangrejos ni peces de los que aprovechan esas ocasiones. Era el reino de la muerte. Solo en algunas partes se veian salir burbujas de gas. Ictiandro iba nadando sobre el borde de la depresion. Descendio un poquito mas y sintio, de subito, un fuerte dolor en las branquias, asfixia y mareos. Casi sin sentido, desfallecido por completo fue hundiendose hasta que, al fin, se poso al borde de la depresion. Las sienes le golpeaban, el corazon emprendia alocado galope y una rojiza nube enturbiaba su vista. Lo grave era que no podia esperar ayuda alguna. De pronto, vio que cerca de el descendia — retorciendose en espasmodicas convulsiones — un tiburon. Seguramente lo venia persiguiendo, hasta que el mismo entro en estas venenosas aguas del lago submarino. Su vientre y costados se dilataban y contraian, llevaba la boca abierta, ensenando los blancos y afilados dientes en un rictus agonico. El tiburon moria. Ictiandro se estremecio. Apretando los dientes y procurando no tomar agua por las branquias, salio del lago a gatas, se irguio y quiso caminar, pero se mareo y volvio a caer. Por fin logro un impulso con las piernas y, ayudandose con los brazos, consiguio alejarse del lago unos diez metros…

Concluyo su relato contando lo que habia oido sobre el particular a Salvador.

— Lo mas probable es que en esa depresion se hayan acumulado gases nocivos, tal vez, hidrogeno sulfurado o anhidrido carbonico — dijo Ictiandro —. Sabes, en la superficie esos gases se oxidan, por eso no los advertimos. Pero en la depresion, donde se segregan, estan muy concentrados. Bueno, ahora sirveme el desayuno, tengo un hambre atroz.

Ictiandro engullo el desayuno, se puso las gafas y los guantes y se dirigio a la puerta.

— ?Has venido solo a recoger esto? — inquirio Cristo senalando las gafas —. ?Por que no quieres decirme que te pasa?

En la manera de ser de Ictiandro habia aparecido un nuevo rasgo: se habia vuelto reservado, poco comunicativo.

— Cristo, no me preguntes, yo mismo no se que me pasa. — El joven dio media vuelta y se retiro presuroso.

LA PEQUENA VENGANZA

El inesperado encuentro con la joven de ojos azules en la tienda de Baltasar, negociante en perlas, turbo tanto a Ictiandro que salio corriendo hacia el mar. Ahora ardia en deseos de volver a verla y conocerla, pero no sabia como hacerlo. Lo mas sencillo seria recurrir a los servicios de Cristo. Pero no le parecia bien verse con ella en presencia del indigena. Ictiandro llegaba a nado todos los dias al lugar de la costa donde la vio por primera vez. Se pasaba desde por la manana hasta la noche escondido entre las rocas, esperando poder verla. Cuando llegaba a la orilla se quitaba las gafas y los guantes, y se ponia el traje blanco para no asustar a la chica. Habia dias que se pasaba las veinticuatro horas consecutivas en la orilla, por la noche se sumergia en el mar, comia peces y ostras, descabezaba un sueno y por la manana temprano ya estaba en su atalaya.

Una vez, por la tarde, se decidio a ir solo hasta la tienda del vendedor de perlas. La puerta estaba abierta y pudo ver que al mostrador estaba el viejo indigena; la chica faltaba. Ictiandro decidio regresar. Al aproximarse a la rocosa orilla vio a la joven en vestido blanco y sombrero de paja. Ictiandro se detuvo indeciso. La chica esperaba, evidentemente, a alguien. Andaba impaciente de un lado para otro, oteando de vez en cuando el camino. Tan entusiasmada estaba que no advirtio a Ictiandro en el rellano de la roca.

La joven alzo el brazo a modo de saludo. Ictiandro miro en aquella direccion y vio a un hombre joven, alto y fornido que caminaba ligero por el camino. Ictiandro jamas habia visto cabellos y ojos tan claros como los de este desconocido. El gigante se acerco a la joven y, tendiendole su enorme mano, profirio con carino:

— Hola, Lucia.

— ?Hola, Olsen! — respondio ella.

El desconocido estrecho efusivamente la mano de la joven.

Ictiandro les miraba con animadversion. Se apodero de el tal angustia que se le formo un nudo en

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