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Cuando volvi a la clinica, la sala de espera estaba atiborrada de gente quejosa e impaciente. Un televisor presentaba un video de La sirenita que, al llegar al final, se rebobinaba automaticamente y volvia a empezar y que, debido a tantos pases, estaba descolorido y gastado. Despues de las horas pasadas con el FBI, mi estado mental estaba en sintonia con la cinta. No paraba de repetir en mi fuero interno las palabras de Carlson, que evidentemente era el chico de la pelicula, y de tratar de imaginar que perseguia realmente sin conseguir otra cosa que hacer el cuadro mas confuso e irreal. Me provocaba, ademas, un dolor de cabeza galopante.

– Hola, doc.

Tyrese Barton salio a mi encuentro. Llevaba unos pantalones con bolsas en el trasero y lo que parecia una chaqueta universitaria de talla superior a la suya, un conjunto que debia de ser obra de algun disenador que, si de momento era desconocido, no tardaria en dejar de serlo.

– Hola, Tyrese -dije.

Tyrese me dio un complicado apreton de manos que parecia mas bien un paso rutinario de danza dirigido por el, que yo seguia. El y Latisha tenian un hijo de seis anos a quien llamaban TJ. Era hemofilico. Y ademas, ciego. Lo conoci al poco tiempo de haber irrumpido en el mundo y cuando a Tyrese le faltaban segundos para que lo detuvieran. Tyrese aseguraba que yo aquel dia habia salvado la vida de su hijo. Pero era una hiperbole.

A lo mejor a quien salve fue a Tyrese.

El estaba convencido de que aquello nos habia convertido en amigos, como si el fuera el leon que tenia una espina clavada en la pata y yo el raton que se la habia arrancado. Se equivocaba.

Tyrese y Latisha no llegaron a casarse nunca, pero el era uno de los pocos padres que yo habia visto en la consulta. Acabo dandome un apreton de manos y dos Ben Franklins, como si yo fuera un artista de Le Cirque.

Y mirandome a los ojos me dijo:

– Ocupese de mi hijo.

– De acuerdo.

– No hay nadie como usted, doc -me dijo tendiendome su tarjeta de visita, en la que no figuraba nombre, direccion ni profesion alguna. Solo el numero de su telefono movil-. Si necesita algo, no tiene mas que llamar.

– Lo tendre presente -conteste.

Sin dejar de mirarme, insistio:

– Lo que sea, doc.

– De acuerdo.

Me meti los billetes en el bolsillo. Hacia seis anos que seguiamos la misma rutina. Desde que trabajaba alli, sabia mucho de traficantes de droga, pero de ninguno que hubiera estado mas de seis anos en el negocio.

Ni que decir tiene que no me quede con el dinero. Se lo di a Linda para sus obras de caridad. Se que es algo discutible desde el punto de vista legal, pero me dije que mejor que el dinero fuera a parar a obras de caridad que a manos de un traficante de drogas. No tenia ni idea del dinero que podia haber acumulado Tyrese. Cambiaba constantemente de coche, con una decidida preferencia por los BMW de cristales oscuros, y el guardarropa de su hijo estaba muy por encima de la ropa de mi armario. Sin embargo, como la madre del nino estaba acogida a la asistencia sanitaria publica, las visitas eran gratuitas.

Se que es un desatino.

El movil de Tyrese solto una musiquilla de hip hop.

– Tengo que atender la llamada, doc. Negocios.

– De acuerdo -dije de nuevo.

A veces me sulfuro. ?Quien no? Pero a pesar de toda esta niebla, aqui hay ninos de verdad. Hacen sufrir. No quiero decir que todos los ninos sean maravillosos. No lo son. Algunos de los que trato -lo se muy bien- no valen nada. Pero los ninos son, por lo menos, seres desvalidos. Debiles e indefensos. Creanme si les digo que he visto casos capaces de modificar la definicion que uno se hace de los seres humanos.

Por eso me centro en los ninos.

Estaba previsto que yo terminara mi trabajo a las doce del mediodia pero, para compensar el tiempo que me habian hecho perder los del FBI, me quede viendo pacientes hasta las tres de la tarde. No podia sacarme de la cabeza el interrogatorio al que me habian sometido. Las fotos de Elizabeth, magullada y hecha una piltrafa, seguian atormentando mi cerebro como la mas grotesca de las luces estroboscopicas.

?Quien conocia aquellas fotografias?

La respuesta, cuando me tome el tiempo necesario para reflexionar, me parecio obvia. Me incline sobre el telefono y marque un numero al que no llamaba desde hacia anos pero que, pese a todo, no habia olvidado.

– Schayes Photography -respondio una mujer.

– Hola, Rebecca.

– ?Esta si que es buena! ?Como estas, Beck?

– Bien. ?Y tu?

– No muy mal. Trabajando como una condenada.

– Trabajas demasiado.

– Ahora menos. Me case el ano pasado.

– Lo se, siento no haber llegado a tiempo para impedirlo.

– ?Bah, pamplinas!

– Bien. De todos modos, felicidades.

– ?Ocurre algo?

– Quiero hacerte una pregunta -dije.

– ?Huy, huy, huy!

– Es sobre el accidente de coche.

Oi un ruido metalico. Despues, silencio.

– ?Te acuerdas del accidente de coche? ?El que tuvo Elizabeth antes de que la mataran?

Rebecca Schayes, la mejor amiga de mi mujer, no respondio.

Carraspee.

– ?Quien conducia el coche?

– ?Como? -dijo hablando a alguien fuera del telefono-. Esta bien, que espere -y despues, volviendo a hablar conmigo-. Mira, Beck, acaba de surgir un contratiempo. ?Puedo llamarte dentro de un momento?

– Rebecca…

Pero ya habia colgado.

La verdad que encierra la tragedia es esta: es buena para el alma.

El hecho es que yo soy mejor persona a causa de las muertes. Si todas las nubes estan orladas de plata, hay que reconocer que en esta nube la orla es muy fina. Pero hay plata. Lo cual no significa que valga la pena ni que sea un asunto regular ni nada parecido, pero se que ahora soy mejor que antes. Se valorar lo importante. Tengo una comprension mas profunda del dolor humano.

Hubo un tiempo -ahora esto parece risible- en que me preocupaba por los clubes a los que pertenecia, por los coches que conducia, por los titulos universitarios que colgaria en la pared de mi casa. Todas esas monsergas relacionadas con la posicion social. Queria ser cirujano porque es una profesion que fascina a la gente. Queria impresionar a mis supuestos amigos. Queria ser un gran hombre.

Como he dicho antes, risible.

Alguien diria que si ahora soy mejor, es porque he madurado. En parte tendria razon. Y gran parte del cambio obedece a que ahora estoy solo. Elizabeth y yo formabamos una pareja, una unica entidad. Era tan estupenda que yo podia permitirme el lujo de valer menos que ella, como si su excelencia nos elevara a los dos, como si fuera una especie de nivelador cosmico.

Sigo diciendo que la muerte es una gran maestra. La muerte es implacable.

Me gustaria poder decir que, gracias a la tragedia, he conseguido penetrar verdades absolutas que hasta ahora no habia descubierto, verdades capaces de alterar mi vida y que ahora podria transmitir. Pero no, no lo digo. Los

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