Stanislav Lem
Retorno de las estrellas
CARLO FRABETTI
I
No llevaba nada, ni siquiera un abrigo. Dijeron que no era necesario. Me permitieron conservar el jersey negro, menos mal. Y logre quedarme con la camisa; pensaba que me costaria un poco acostumbrarme a prescindir de ella. En el mismo pasillo, bajo el casco de la nave, donde nos agolpabamos, Abs rne alargo la mano con una sonrisa de complicidad.
— Ten cuidado…
Ya habia pensado en ello; no le estruje la mano. Me sentia completamente tranquilo. El quiso decir algo mas, pero se lo impedi dando media vuelta, como si no hubiese advertido nada, y subi los peldanos hacia el interior. La azafata me condujo entre los asientos hasta la parte delantera. Yo no queria ir en primera clase, y pense que ya la habrian puesto al corriente. El asiento se abrio sin ruido. Ella me ajusto el respaldo, me sonrio y se fue. Tome asiento. Cojines blandisimos, como en todas partes. Los respaldos eran tan altos que apenas podia ver a los otros pasajeros. Ahora ya aceptaba sin resistencia la policromia de los vestidos femeninos. Sin embargo, continuaba viendo insensatamente en los hombres un disfraz de carnaval y habia esperado en secreto que aparecerian algunos con trajes normales; un reflejo necio. Todos se sentaron en seguida; ninguno llevaba equipaje, ni siquiera una cartera o un paquete. Las mujeres tampoco. De repente Rae parecio que estas nos superaban en numero, Delante de mi habia dos mulatas con chaquetones de piel que imitaban las plumas del papagayo; debia de imperar la moda de los pajaros. Mas alla, un matrimonio con un nino.
Despues de los cegadores? elenoforos del anden y los tuneles, despues de la insoportable luz propia de las plantas callejeras, la luz del techo convexo parecia un resplandor suave. Coloque las manos sobre las rodillas, pues en cierto modo me estorbaban. Ocho hileras de asientos grises, una fragancia de abetos, la quietud de conversaciones ahogadas. Espere el anuncio del despegue, una senal cualquiera, la orden de colocarse el cinturon de seguridad. No ocurrio nada. Por el techo mate empezaron a pasar sombras confusas, parecidas a siluetas de pajaros de papel. «?Que diablos significan estos pajaros? — pense, desconcertado —. ?O no significan nada?» Estaba como petrificado en mi tensa atencion, procurando no hacer nada incorrecto.
Aquello duraba ya cuatro dias. Desde el primer momento. Siempre me quedaba rezagado frente a los acontecimientos, y la tentativa constante de comprender una situacion o un dialogo fue transformando poco a poco mi tension en un sentimiento que se parecia mucho a la desesperacion. Estaba firmemente convencido de que los derias sentian lo mismo. Pero no hablabamos de ello, ni siquiera cuando nos encontrabamos solos. Solo haciamos bromas sobre nuestro exceso de fuerza, y era cierto que debiamos tener mucho cuidado: al principio, cuando queria levantarme, saltaba hasta el techo, y todo lo que agarraba con la mano se me antojaba como de papel. Entonces aprendi bastante de prisa a controlar mi propio cuerpo. Al saludar ya no estrujaba la mano de nadie, aunque por desgracia esto era lo menos importante.
Mi vecino de la izquierda, corpulento, bronceado, de ojos un poco demasiado brillantes — tal vez llevaba lentes de contacto —, desaparecio de pronto porque los lados de su asiento se ensancharon: los brazos se elevaron y se unieron hasta formar una especie de capullo en forma de huevo. Otros desaparecieron igualmente en cabinas similares, que recordaban sarcofagos esponjados. ?Que hacian alli dentro? Cada vez que mi mirada recaia en semejantes apariciones, intentaba — si no tenian que ver directamente conmigo — desviar la vista.
Interesante: a los que nos miraban embobados, tras enterarse de lo que somos en realidad, les contemplaba serenamente. Su asombro me importaba poco, aunque en seguida comprendi que no habia en el ni un apice de admiracion. Resultaban mucho mas desagradables los que cuidaban de nosotros: los colaboradores de ADAPT. El doctor Abs era quien despertaba en mi mayor repugnancia, ya que me trataba como trata un medico a un paciente anomalo, simulando — por otra parte, de modo muy convincente — que se las tenia que haber con una persona completamente normal. Cuando esto era imposible, hacia frases ingeniosas. Yo ya estaba harto de su actitud jovial. Cualquier transeunte — imaginaba yo — habria considerado a Olaf y a mi como sus iguales, si alguien le hubiera interrogado al respecto; lo extrano no eramos nosotros mismos, sino nuestro pasado: este si era extraordinario. Sin embargo, el doctor Abs, como todos los colaboradores de ADAPT, conocia la verdad: que somos realmente distintos.
Esta diferencia no era una distincion sino un obstaculo: en la comprension, en el dialogo mas sencillo, incluso en el acto de abrir una puerta, ya que hace cincuenta sesenta anos — ya no lo recuerdo con exactitud — que los picaportes dejaron de existir.
El despegue se produjo de manera inesperada. La gravedad no cambio en absoluto, al interior hermeticamente cerrado no llego ni un solo sonido, por el techo seguian fluyendo ritmicamente las sombras. Tal vez a causa de la rutina de mi viejo instinto, supe en un momento determinado que volabamos por el espacio; pues fue una certidumbre y no una suposicion.
Pero habia otra cosa que me interesaba. Reposaba en posicion casi supina, con las piernas estiradas, inmovil. Me lo permitieron con excesiva facilidad; ni siquiera. Oswamm se pronuncio demasiado en contra. Los