?no?
— Algo mas. No se puede expresar mas que con las matematicas. ?Conoce usted a Appiano y Froom?
— Si.
— Entonces no tendra ninguna dificultad. Se trata de evoluciones de metagenes en una cantidad N dimensional, configurativa y degenerada.
— ?Que dice usted? Skriabin demostro que no hay otros metagenes que los variables.
— Si, fue una demostracion muy hermosa. Pero esto es discontinuo, ?sabe?
— ?Imposible! Entonces se habria…, ?se habria abierto todo un mundo!
— Si — repuso laconicamente.
— Recuerdo un trabajo de Mianikovsky… — empece.
— Oh, eso se ha quedado muy atras. Por lo menos, va en la misma direccion.
— ?Cuanto tiempo necesitare para aprender todo cuanto se ha hecho entretanto? — pregunte.
Callo durante un rato.
— ?Para que lo necesita?
No supe que contestar.
— No volara mas, ?verdad?
— No — repuse —. Soy demasiado viejo para ello.
Ya no podria resistir semejantes aceleraciones… y, ademas, no querria volver a volar.
Tras estas palabras nos sumimos definitivamente en el silencio. La repentina emocion, con que habia hablado de las matematicas se desvanecio en seguida. Y ahora, sentado junto a el, senti el peso de mi propio cuerpo y su inutil estatura. Aparte de las matematicas no teniamos nada que decirnos y ambos lo sabiamos muy bien. De improviso, la emocion con que habia hablado del papel salvador de las matematicas durante el viaje se me antojo una falsedad. Me habia enganado a mi mismo atribuyendome la modestia y la aplicacion de un piloto heroico que entre las nieblas cosmicas se dedicaba a estudios teoricos sobre el infinito. Totalmente falso. Porque, a fin de cuentas, ?que era? ?Acaso un naufrago que vagara durante meses por los mares y, para no volverse loco, contara miles de veces las fibras lenosas en que consistia su balsa, podia alardear de ello al posar los pies en tierra firme? ?Alardear de su voluntad de salvarse? Claro que no. ?Acaso le importaba a alguien? ?Que interes podian tener las cosas con que habia llenado mi desgraciado cerebro durante aquellos diez anos, y por que debian ser mas importantes que lo que me llenaba los intestinos? «Es preciso acabar con este juego de heroicidades asceticas — pense —. Eso podre permitirmelo cuando tenga el mismo aspecto que el. Ahora debo pensar en el futuro.» — Ayudeme a levantarme — murmuro.
Le lleve hasta el glider que estaba en la calle. Caminamos con extremada lentitud. En los espacios claros entre los setos nos seguian las miradas de la gente. Antes de subir al glider, se volvio e intento despedirse de mi. Ni el ni yo encontramos una sola palabra. Hizo un movimiento incomprensible con la mano, levanto como una espada una de sus maletas, movio la cabeza y subio, y el oscuro vehiculo se puso en marcha silenciosamente.
Desaparecio, y yo permaneci alli con los brazos caidos hasta que el glider negro fue engullido por muchos otros. Entonces me meti las manos en los bolsillos y continue andando, sin poder encontrar una respuesta a la pregunta de quien de nosotros habia hecho la mejor eleccion.
El hecho de que en la ciudad que un dia abandonara no quedase piedra sobre piedra me parecia bien. Como si entonces hubiera vivido en otra Tierra, entre seres completamente distintos; existio y toco a su fin; y esta era nueva. No habia ningun resto, ninguna ruina que pudiera poner en tela de juicio mi edad biologica. Habia olvidado casi por completo esta compensacion terrena, tan contraria a la naturaleza, cuando una improbable casualidad me reunio con alguien a quien abandonara siendo el todavia un nino. Todo el rato que pase a su lado, contemplando su rostro seco como el de una momia, me senti culpable, y fui consciente ademas de que el lo sabia.
«Que improbable casualidad», repeti varias veces, casi sin pensarlo, hasta que se me ocurrio que tal vez el habia acudido a aquel lugar por la misma razon que yo: alli habia un castano, un arbol todavia mas viejo que nosotros dos juntos. Yo no tenia idea de hasta donde habian logrado dilatar las fronteras de la vida, pero intui que la edad de Roemer debia de ser una excepcion: era probablemente el ultimo o uno de los ultimos hombres de su generacion.
«Si no hubiera volado, ahora ya no viviria», pense. Por primera vez la expedicion me ofrecio un aspecto inesperado: como si hubiera sido una trampa, un engano monstruoso a los demas. Caminaba casi sin saber adonde, a mi alrededor crecia el clamor de la multitud, que me empujaba y llevaba consigo; y de repente, como si despertara, me detuve.
Reinaba un estrepito indescriptible: bajo una mezcla de gritos y sonidos musicales surcaban el cielo cohetes que se deshacian en haces policromos; sus bolas de fuego caian sobre las copas de los arboles vecinos. Y a todo esto se anadia, a intervalos regulares, un grito estridente, de mil voces, corno si en las cercanias se encontrara una montana rusa; pero busque en vano el perfil de su armazon.
En el centro del parque habia un gran edificio con murallas y torres, como una fortaleza de la Edad Media: las frias llamas de neon que lamian el techo formaban de vez en cuando las palabras CASTILLO DE MERLIN. La multitud que me habia traido hasta alli se movia ahora en direccion a la pared carmesi de un pabellon muy singular, ya que recordaba un rostro humano: sus ventanas eran ojos ardientes, y la enorme y sonriente boca, llena de dientes, se abria para tragar la siguiente porcion de gente, que desaparecian entre la alegria general: el numero de personas devoradas era cada vez el mismo: seis. Al principio quise apartarme de la gente y marcharme, pero no era nada sencillo. Como al fin y al cabo no tenia nada mas que hacer, se me ocurrio pensar que tal vez esta no era la peor manera de pasar la tarde.
Entre los que me rodeaban no habia personas solas como yo: dominaban las parejas, chicos y chicas, hombres y mujeres, todos iban de dos en dos. Cuando me encontre en la hilera reclamada por un destello de los gigantescos dientes y la oscuridad carmesi de las misteriosas fauces, senti una ligera timidez. No sabia si podia unirme a las seis personas ya preparadas para entrar. En el ultimo momento me salvo una mujer, que estaba junto a un muchacho vestido con mayor extravagancia que todos los demas: cogio mi mano y me llevo consigo sin ceremonias.
Oscurecio casi por completo: senti la mano fuerte y calida de la desconocida, el suelo empezo a rodar, la luz se intensifico y nos encontramos en una espaciosa gruta. Habia que dar los ultimos pasos para llegar arriba, sobre trozos de roca y entre deterioradas columnas de piedra. La desconocida me solto la mano; en fila india pasamos agachados por la estrecha salida de la cueva.
Aunque ya estaba acostumbrado a las sorpresas, ahora me quede atonito. Nos hallabamos junto a la vasta orilla de un rio gigantesco, bajo los rayos ardientes del sol tropical. La remota orilla opuesta era como una jungla. En el agua inmovil habia botes, o mas bien piraguas, que eran troncos de arbol vaciados; contra el fondo de las aguas de un gris verdoso, que se ondulaban morosamente, destacaban en poses hieraticas unos negros gigantescos, desnudos, brillantes de aceite y cubiertos por un tatuaje blanco como la cal; cada uno de ellos se apoyaba, a bordo de su bote, en un remo de pala.
Uno de ellos se alejaba de la orilla; su negro tripulante espantaba a golpes de remo y con gritos penetrantes a los cocodrilos adormilados en el fango, semejantes a troncos, que entonces daban media vuelta y, abriendo con impotencia sus fuertes fauces, se deslizaban hasta el agua. Eramos siete los que bajabamos por la escarpada orilla. Los cuatro primeros se aposentaron en el siguiente bote, los negros clavaron los remos con visible esfuerzo y empujaron la vacilante embarcacion hasta que esta pudo girar; yo permaneci un poco rezagado, detras de la pareja a quien debia la decision y tambien el inminente viaje. En seguida aparecio otro bote, de unos diez metros de eslora; los remeros negros nos gritaron algo, lucharon con la corriente y alcanzaron la orilla con gran destreza. Saliamos a la primitiva embarcacion, levantando nubes de polvo que olia a madera carbonizada. El joven del fantastico traje — una piel de tigre, que representaba a un tigre entero, ya que la parte superior del craneo de la fiera, que le colgaba por la espalda, podia servirle en un momento dado para cubrirse la cabeza — ayudo a su pareja a sentarse. Tome asiento frente a ellos; cuando hacia un rato que navegabamos, ya no estaba seguro de haber paseado por el parque hacia pocos minutos, en plena noche. El gigantesco negro lanzaba cada dos segundos, desde la afilada proa del bote, un grito salvaje, dos hileras de espaldas relucientes se inclinaban, los remos pagaya se sumergian breve y energicamente en el agua, hasta que el bote rozo el fondo, se deslizo de nuevo hacia delante y de pronto llego a la corriente principal del rio.
Senti el fuerte olor del agua calida, del cieno y de las plantas podridas que flotaban a nuestro alrededor,