muy cerca de los costados del bote, que solo sobresalian un palmo del agua. Las orillas se alejaron; los tipicos arbustos, verdes y grises, como cenicientos, desfilaban a ambos lados y de las margenes quemadas por el sol se deslizaban a menudo los cocodrilos, semejantes a troncos resucitados. Uno de ellos se mantuvo largo rato detras de la popa, levantando con lentitud la cabeza alargada sobre la superficie, hasta que el agua le cubrio los ojos saltones y solo la nariz, oscura como una piedra del rio, quedo rozando apenas la superficie grisacea. Bajo las espaldas de los remeros negros, que se balanceaban ritmicamente, se veian las altas oleadas del rio en los lugares donde tenia que pasar sobre obstaculos subacuaticos; el negro que iba a proa emitia entonces un grito diferente, gutural, los remeros empezaban a remar con fuerza hacia un lado y todos gritaban al unisono. El bote se desviaba. Yo no habria sabido decir cuando los tonos profundos y sordos de los negros, al reanudar el ritmo de los remos, se convertian en una cancion lugubre y monotona que acababa en un lamento y cuyo estribillo eran las furiosas oleadas del agua surcada por los remos.
Asi navegabamos, como trasladados de algun modo al corazon de Africa, por el rio gigantesco, entre las estepas de un verde grisaceo. La jungla se fue alejando poco a poco y desaparecio bajo las masas temblorosas de aire caliente. El piloto negro establecia el ritmo.
En la lejania pacian en la estepa los antilopes, y una vez paso una manada jirafas, trotando lenta y pesadamente entre nubes de polvo. Y de improviso senti sobre mi la mirada de la mujer y se la devolvi.
Su belleza me asombro. Ya habia observado antes que era bonita, pero fue una impresion pasajera que no retuvo mi atencion. Ahora estaba demasiado cerca de ella para mantener mi primera apreciacion: no era bonita sino sencillamente hermosa. Tenia el cabello oscuro con un brillo cobrizo, un rostro blanco, de una serenidad inimaginable, y una boca oscura e inmovil. Me habia hechizado. Hechizado no como mujer, sino mas bien como esta tierra silenciada por el sol. Su belleza tenia aquella perfeccion que yo habia temido siempre. Tal vez era consecuencia de haber vivido demasiado poco en la Tierra y pensado demasiado en ella.
En cualquier caso, ahora tenia ante mi a una de esas mujeres que parecen hechas de otro barro que los simples mortales, aunque esta mentira magnifica solo se origina en una determinada armonia de las facciones y permanece enteramente en la superficie. Pero ?quien piensa en esto mientras la-mira?
Sonreia solo con los ojos; sus labios conservaban la expresion de una indiferencia burlona.
No hacia mi, sino hacia sus propios pensamientos.
Su companero estaba sentado en uno de los bancos adosados al tronco y tenia la mano izquierda colgando sobre la borda, de modo que las puntas de los dedos tocaban el agua. Sin embargo, no miraba hacia alli, ni tampoco el panorama del Africa salvaje que se deslizaba ante nosotros; aburrido, como en la sala de espera del dentista, parecia eternamente apatico y desinteresado.
Ante nosotros aparecieron unas piedras grises esparcidas por todo el rio. El piloto empezo a gritar con la voz penetrante de un conjurador. Los negros se pusieron a remar con mas fuerza, y cuando las piedras resultaron ser hipopotamos, el bote ya habia ganado impulso y la manada de animales quedo a nuestras espaldas. Tras el ritmico golpeteo de los remos, un ruido sordo apago la ronca cancion de los remeros; era imposible determinar de donde venia.
A lo lejos, en el punto donde el rio desaparecia entre las orillas cada vez mas escarpadas, vimos de repente dos arcos iris gigantescos que flotaban el uno hacia el otro.
— ?Age! ?Annai! ?Annai Agee! — rugio el piloto como enloquecido. Los negros redoblaron los golpes de remo, el bote volaba como si tuviera alas, y la mujer alargo la mano y busco, sin mirar, la mano de su companero.
El piloto vociferaba. La piragua corria a una velocidad asombrosa. La proa se elevo, nos deslizamos desde la cresta de una ola enorme y en apariencia inmovil, y entre las hileras de torsos negros, que trabajaban a un ritmo demente, vi un pronunciado recodo del rio; el agua, repentinamente oscura, rompia contra un saliente rocoso. La corriente se dividio, nos desviamos hacia la derecha, donde el agua se arremolinaba con blancas coronas de espuma.
El brazo izquierdo del rio desaparecio como si lo hubieran cortado, y solo un gran estruendo y columnas de espuma dejaban adivinar que las rocas ocultaban una cascada.
La rodeamos y llegamos al otro brazo del rio, pero tampoco aqui reinaba la calma. La piragua saltaba ahora como un caballo entre las rocas negras, que detenian una verdadera pared de aguas tumultuosas. Nos acercamos a la orilla; los negros del costado derecho cesaron de remar y apoyaron sobre su pecho los mangos romos de las pagayas, y la piragua, rebotando de las rocas, se situo en el centro del rio. La proa se elevo, y el piloto mantuvo el equilibrio por puro milagro.
Pronto me quede empapado de las frias salpicaduras. La piragua se estremecia como una cuerda de violin y de pronto se hundio de proa. Este salvaje descenso por el rio era sumamente inquietante: a ambos lados se levantaban rocas negras cubiertas de un hervidero de espuma. Con un ruido sordo, la piragua rozo unos penascos y salio disparada como una flecha blanca hacia la corriente de ensordecedora velocidad. Mire hacia arriba y vislumbre frondosas copas de sicomoros; entre sus ramas saltaban pequenos monos. Tenia que agarrarme con fuerza a la borda, tan violentas eran las sacudidas que nos lanzaban sobre las crestas. Las rugientes masas de agua nos dejaron completamente empapados.
Nos empinamos todavia mas — ?o era mas bien una caida? — . Las rocas de la orilla se iban quedando atras como pajaros monstruosos que llevaran un remolino de agua en las alas:
estruendo, estruendo. Contra el fondo del cielo se perfilaban las siluetas de los remeros como vigilantes de esta catastrofe de la naturaleza. Navegabamos directamente hacia una columna de rocas, ante nosotros se elevaba una masa de agua, que se dividio, volamos hacia un obstaculo y oi un grito de mujer.
Los negros luchaban desesperadamente, el piloto levanto los dos brazos, vi su boca abierta para gritar, pero no oi ninguna voz; bailaba sobre la proa, y entonces la piragua viro hacia un lado, la ola rebotada nos sostuvo, durante un segundo nos mantuvimos sobre ella, y de repente, como si no sirviera de nada el porfiado trabajo de las pagayas, el bote dio media vuelta y empezo a retroceder, cada vez con mas impetu.
Inopinadamente, las dos hileras de negros tiraron los remos y desaparecieron; saltaron sin pensarlo al agua desde ambos costados del bote. El piloto fue el ultimo en ejecutar el salto mortal.
La mujer grito por segunda vez; su companero se afianzo con ambas piernas contra la borda opuesta y ella corrio hacia el; contemple, verdaderamente hechizado, este espectaculo de aguas fragosas y refulgentes arcos iris; el bote choco contra algo…, un grito, un grito espantoso…
Atravesado en esta rugiente cascada que nos arrastraba consigo, un arbol flotaba en la superficie, un gigante del bosque que habia caido desde arriba y formaba una especie de puente. Mis dos companeros de viaje cayeron al fondo de la piragua. Durante una fraccion de segundo pense en imitarles. Sabia que todo esto — los negros, el viaje entero, la cascada africana — era solo una ilusion asombrosa, pero quedarme sentado sin hacer nada, mientras la proa del bote ya empujaba el tronco embreado y medio sumergido del arbol gigante, estaba mas alla de mis fuerzas. Rapido como un relampago, me eche en el suelo y levante al mismo tiempo un brazo, que paso a traves del tronco sin tocarlo; como lo esperaba, no lo roce siquiera. Pese a ello, persistio la idea de que solo un milagro habia podido salvarnos de la catastrofe. Aun no habia terminado: la proxima ola gigantesca levanto la piragua, que se inundo y dio media vuelta; durante unos segundos giro, atraida hacia el centro del remolino.
Si la mujer grito, no la oi, como tampoco podia oir nada: sentia los crujidos y chirridos del bote en todo mi cuerpo, el sentido del oido quedaba como anulado por el estruendo de la cascada; la piragua, lanzada hacia arriba por una fuerza sobrehumana, se empotro en unas rocas. Los otros dos saltaron a los penascos inundados de agua y treparon hacia arriba, y yo les segui.
Nos encontrabamos sobre unas penas entre dos brazos de agua de estremecida blancura.
La margen derecha estaba bastante lejos; a la izquierda conducia un puente, anclado en las hendiduras de las rocas, suspendido muy cerca de las olas que rugian en el centro de aquella caldera infernal. El aire era helado por la niebla y las salpicaduras de agua. El puente, estrecho, sin barandillas, resbaladizo por la humedad, pendia sobre un vacio lleno de estruendo; habia que poner los pies sobre las tablas podridas, que colgaban de cuerdas deshilachadas, y dar unos pasos hasta la orilla. Los otros dos se arrodillaron y dieron la impresion de pelearse acerca de quien pasaria primero. Naturalmente, no oi nada. El aire parecia endurecido por el fragor incesante.
Al fin el muchacho se levanto y me dijo algo, senalando hacia abajo. Vi la piragua: su parte desguazada bailaba sobre una ola y de pronto desaparecio, absorbida por el remolino. El joven de la piel de tigre estaba ahora menos indiferente o sonoliento que al principio del viaje, pero en cambio parecia enfadado, como si hubiera