discedat.
Sally, que no sabia latin, doblo el papel y lo guardo en su bolso; luego, absolutamente disgustada, se dirigio hacia la casa de la senora Rees.
Mientras tanto, en Wapping, se estaba celebrando una pequena pero siniestra ceremonia.
Una vez al dia, siguiendo las ordenes de la senora Holland, Adelaide llevaba un bol de sopa al caballero del segundo piso. La senora Holland no habia tardado mucho en descubrir las ansias de Matthew Bedwell, y, siempre atenta para aprovechar cualquier oportunidad que se le presentase, se habia despertado intensamente en ella su vieja y maligna curiosidad.
Su huesped escondia en su interior fragmentos de una historia muy interesante. Desvariaba, a veces empezaba a sudar, lamentandose de un gran dolor, mientras maldecia las visiones que le acechaban en las sucias paredes de su habitacion. La senora Holland escuchaba pacientemente; le ofrecia pequenas dosis de droga; le volvia a escuchar y le proporcionaba aun mas opio a cambio de detalles sobre las cosas que decia mientras deliraba. Poco a poco toda la historia salio a la luz, y la senora Holland se dio cuenta de que tenia a su alcance una gran fortuna.
La historia de Bedwell ofrecia informacion sobre los negocios de Lockhart y Selby, Agentes Maritimos. La senora Holland aguzo el oido cuando oyo el nombre de Lockhart; tenia un gran interes por esa familia y la coincidencia la dejo asombrada. Pero mientras iba escuchando la historia, se dio cuenta de que se trataba de una version totalmente nueva: la perdida de la goleta
La senora Holland, a pesar de no ser una mujer supersticiosa, dio gracias al cielo por el golpe de suerte que le habia reservado el destino.
En cuanto a Bedwell, estaba tan debil que no podia ni moverse. La senora Holland aun no estaba completamente segura de haberle sonsacado toda la informacion que flotaba en su cerebro, y por esa razon lo mantenia vivo, si es que podia decirse que estaba vivo. En el momento en que decidio que la habitacion de atras debia utilizarse para otros asuntos, la Muerte y Bedwell, que no se habian encontrado en los mares del sur de China, finalmente podrian tener una cita en el Tamesis. Una direccion adecuada para la ocasion: el Muelle del Ahorcado.
Asi pues, Adelaide, despues de verter un poco de sopa caliente y grasienta en un bol, y de cortar torpemente una rebanada de pan para acompanarla, subio las escaleras hacia la habitacion de la parte trasera de la casa. Todo estaba en silencio en el interior; creia que le encontraria dormido. Abrio la puerta y contuvo la respiracion, porque odiaba la atmosfera viciada y el frio helado, humedo, que salia como una vaharada cuando entraba en la habitacion.
Bedwell estaba tumbado en el colchon, tapado con una aspera manta, pero no estaba dormido. Sus ojos la siguieron mientras dejaba el bol en una silla cercana.
– Adelaide -susurro.
– ?Si, senor?
– ?Que me has traido?
– Sopa, senor. La senora Holland dice que debe comer un poco porque le sentara bien.
– ?Me has preparado una pipa?
– Despues de la sopa, senor.
Ella no lo miro; los dos hablaban en voz muy baja. Se incorporo, apoyandose sobre uno de sus codos y, con dificultad, intento levantarse; ella se echo hacia atras, hasta tocar la pared, como si fuera un ser vaporoso, como si fuera una sombra. Solo sus enormes ojos parecian estar vivos.
– Traemela aqui -dijo el.
La chica le llevo el bol, le desmenuzo el pan y lo puso dentro de la sopa; luego se fue otra vez al fondo de la habitacion mientras el hombre comia. Pero el no tenia apetito; despues de un par de cucharadas, la aparto.
– No la quiero -dijo-. Esto es incomestible. ?Donde esta la pipa?
– Debe tomarsela, senor, porque si no, la senora Holland me matara -dijo Adelaide-. Por favor…
– Pues te lo comes tu. Te sentara bien -dijo el-. Venga, Adelaide, la pipa.
De mala gana, abrio el armario que, junto con la silla y la cama, eran los unicos muebles de la habitacion. Saco de su interior una larga y pesada pipa, que estaba dividida en tres partes. El la miro fijamente mientras las ensamblaba; la nina la puso luego al lado de la cama y se dirigio de nuevo al armario. Cogio un objeto marron y corto un buen pedazo. -Tiendase -dijo-. Le va a subir muy rapido. Debe tumbarse, o se caera.
Hizo lo que la nina le dijo, tumbandose languidamente de lado. La luz grisacea y fria del anochecer intentando entrar a traves de la suciedad de la minuscula ventana, daba a la escena un color sombrio semejante al de un viejo grabado de acero. Un insecto recorria muy lentamente la grasienta almohada, mientras Adelaide acercaba una cerilla encendida al trozo de opio. Paso la droga, ensartada en un alfiler, por encima de la llama hasta que aparecieron burbujas y empezo a salir el humo. Bedwell aspiro por la boquilla y Adelaide mantuvo el opio encima del bol, y el humo, dulce y embriagador, se introdujo en la pipa.
Cuando dejo de salir humo, encendio otra cerilla y repitio el proceso. Lo odiaba. Adelaide odiaba los efectos que la droga producia en el, porque le hacia pensar que debajo de cada rostro humano se escondia el rostro babeante, con la mirada perdida, de un pobre diablo.
– Mas -musito el.
– No hay mas -ella le susurro.
– Venga, Adelaide -se quejo-. Mas.
– Solo una vez mas.
Volvio a encender una cerilla; de nuevo el opio volvio a burbujear, y el humo empezo a caer en el bol como un torrente que desaparece bajo tierra. Adelaide apago la cerilla y la tiro junto a las otras que habia en el suelo.
Bedwell aspiro una larga bocanada. Se habia formado una capa espesa de humo en la habitacion, y ella se sintio mareada.
– ?Sabes? No tengo fuerzas para levantarme e irme -dijo Bedwell.
– No, senor -susurro ella.
Algo extrano paso con su voz mientras los efectos del opio comenzaban a afectarle; perdio el tono de rudo marinero y se puso a hablar de un modo refinado y amable:
– Pienso en ello, a pesar de todo. Dia y noche. Oh, Adelaide… ?Las Siete Bendiciones! ?No, no! Sois unos desalmados, unos diablos, dejadme…
Empezaba a delirar. Adelaide se sento lo mas lejos posible de el; no se atrevia a irse por miedo a que la senora Holland le preguntara que le habia dicho Bedwell, y a la vez temia quedarse, porque sus palabras le producian pesadillas. «Las Siete Bendiciones»; esa frase ya la habia oido un par de veces ultimamente, y en ambos casos habian sido sinonimo de terror.
Se detuvo a media frase. De repente, su rostro se transfiguro y adopto una expresion lucida y confiada.
– Lockhart -dijo el-. Ahora recuerdo. Adelaide, ?estas aqui?
– Si, senor -susurro.
– Intenta recordar algo por mi, ?lo haras?
– Si, senor.
– Un hombre llamado Lockhart… me pidio que encontrara a su hija. Una chica llamada Sally. Tengo un mensaje para ella. Es muy importante… ?Podrias buscarla?
– No lo se, senor.
– Londres es una gran ciudad. Quiza no podrias…
– Lo puedo intentar, senor.
– Buena chica. Oh, Dios mio, ?que estoy haciendo? -prosiguio sintiendo su impotencia-. Mirame… Debil como un bebe… ?Que diria mi hermano?
Ahora ya casi no habia luz; Adelaide parecia una madre velando a su hijo enfermo, vista a traves de las distorsiones provocadas por el humo del opio. Se acerco a el y le enjugo el sudor de la cara con las sabanas sucias, y Bedwell le cogio la mano como muestra de agradecimiento.
– Un buen hombre… -musito-, mi hermano gemelo. Somos identicos. El mismo cuerpo, aunque su alma esta