bastones, nos podria haber detenido!

Telamon se alegro de abandonar la playa. Se sintio mucho mas tranquilo en cuanto vio los arboles en la llanura barrida por el viento donde se levantaba Troya. El paisaje se veia absolutamente desierto, como si todos los seres vivos aprovecharan para dormir la siesta y escapar del torrido calor. No se veia otra cosa que campos de pastoreo, olivares y robles. Las plantas y las flores, algunas desconocidas para el, eran espectaculares con su brillante colorido primaveral. Ahora que estaba lejos del mar, veia la cumbre nevada del monte Ida, los espesos bosques a cada lado, los reflejos de un rio y una debil columna de humo negro que debia proceder de la cocina de alguna granja invisible.

Alejandro estaba entusiasmado a mas no poder, caminaba de aqui para alla, recitaba estrofas de la Iliada de Hornero y senalaba diferentes lugares del entorno. Despues de mucho bregar, Hefestion consiguio que se tranquilizara un poco y que se quitara la armadura. Trajeron los caballos y, protegidos por una compania de exploradores desplegados en la vanguardia, Alejandro guio a su ejercito por el blanco y polvoriento camino que avanzaba por entre los arboles, cruzaba la llanura, subia la colina y luego bajaba hasta las ruinas de Troya. A medida que se acercaban, fueron apareciendo los campesinos, cargados con cestas de pan y fruta o simplemente mirandolos con ojos donde se mezclaban la curiosidad y la incredulidad. Alejandro los saludo como si fuera su salvador y ellos le respondieron levantando las manos y algunos vitores de compromiso.

Por fin llegaron a los aledanos de las ruinas: los cimientos de los gruesos muros, las calles, las puertas rotas, los pilares y trozos de pavimento. En algunos lugares, las ruinas estaban ocultas por la maleza o cubiertos de un espeso musgo verde.

Alejandro seguia euforico. Senalo a lo lejos donde estaba el rio Escamandro y el lugar en el que se habia librado un famoso duelo de la legendaria batalla. La propia Troya era una desilusion, poco mas que una misera aldea de casas mal hechas y chozas levantadas entre las ruinas. Telamon fue incapaz de ver nada que le pareciera ni remotamente heroico, homerico o excepcional, pero, como todos los demas, se guardo la opinion mientras Alejandro continuaba con las citas de la Iliada.

Por fin llegaron a la plaza del pueblo, bordeada por las ruinas y casas desmoronadas. Algunos de los habitantes hablaban un griego macarronico y estaban mas interesados en lo que podian vender que en la llegada del ejercito. Alejandro desmonto y luego ayudo a Antigona a apearse de su caballo. Levanto una mano para llamar a Telamon.

– ?Estas segura de encontrarte bien, mi senora?

Antigona, con los ojos ensombrecidos y el rostro palido, con los labios tan apretados que parecian una linea exangue, asintio en silencio y se cubrio la cabeza. con la capucha de la capa.

– ?Hay algo que Telamon pueda hacer por ti? -anadio el rey, solicito.

Una vez mas la sacerdotisa sacudio la cabeza. Alejandro hubiese continuado con las preguntas, pero un grupo aparecio por una de las calles laterales, precedido por un anciano sacerdote, que llevaba un baston en una mano y un bol de humeante incienso envuelto en un trapo en la otra. Lo escoltaba un nino que hacia sonar una campana. El extrano cortejo cruzo la plaza mientras se escuchaban las primeras risas entre la comitiva de Alejandro, acalladas de inmediato por las furiosas miradas del rey. El jefe del pueblo se acerco cargado con un cojin raido donde descansaba una corona de laurel pintada de color dorado y saludo a Antigona con una reverencia. Con los ojos llorosos, intento pronunciar un discurso, pero su lengua parecia no querer moverse. Telamon sospecho que el personaje se habia preparado para la ocasion bebiendo todo el vino que su considerable barriga podia contener. Se balanceaba peligrosamente. Hefestion se abrio paso entre la concurrencia. Antigona dijo unas palabras con un tono severo. El hombre se apresuro a ofrecer el cojin con la corona a Hefestion. El companero del rey cogio la corona dorada y la levanto como si fuese la sagrada diadema de Asia, antes de colocarla con mucha ceremonia en la cabeza de Alejandro. El rey se la encasqueto firmemente y volvio a montar en su caballo. Animados, los ciudadanos y los campesinos se acercaron. Alejandro desenvaino la espada y con voz sonora anuncio que habia venido para liberarlos de la tirania de Persia, restaurar la democracia y defender a todos los griegos amantes de la paz. Los lugarenos, dirigidos por su jefe, respondieron con una aclamacion de circunstancias. Ptolomeo y los demas mantenian las cabezas gachas, aunque sus hombros temblaban de la risa mal contenida. Telamon tuvo que mirar con expresion de enfado a Casandra, que se mordia el labio inferior con verdadera desesperacion para no soltar la carcajada. Incluso Antigona mostraba una sonrisa desdenosa. Alejandro, sin embargo, solo vivia para la gloria del momento.

– Mi senora, vamos a tu templo -solicito senalando la angosta calle por la que habia llegado la procesion-. ?Alli rendiremos culto a la diosa!

Alejandro tiro de las riendas y, con Antigona a su lado, cabalgo por la angosta calle adoquinada. Aqui y alla habia casas, asi como los restos de paredes y palacios derruidos cubiertos de musgo. Resultaba dificil imaginar la gloria y el orgullo de la corte de Priamo o los carros dorados de Hector circulando a gran velocidad a traves de aquellas ruinas. La calle desembocaba en una plaza que albergaba un bullicioso mercado, donde los comerciantes negociaban freneticamente con los campesinos y granjeros. El aire estaba cargado con los olores del estiercol de caballo, las especias, las comidas que se preparaban y la fruta podrida.

Alejandro hizo una senal; el heraldo levanto la corneta y toco tres notas agudas. En el mercado se hizo el silencio. Todas las miradas se dirigieron a la entrada de la calle. El rey desmonto y, mientras los pajes se apresuraban a sujetar las riendas del caballo, encabezo solemnemente a su comitiva a traves de la plaza hasta el templo de Atenea: un modesto edificio con una escalinata ruinosa que conducia a un portico con una columnata; encima, un timpano donde aparecia Atenea como guerrera. Cuando se abrieron las puertas de este lugar sombrio, quedaron a la vista las ayudantes del templo, que continuaban con los preparativos. Tan rapida e inesperada habia sido la llegada de Alejandro que una de ellas todavia estaba barriendo los escalones.

Antigona precedio al monarca. Los ciudadanos saludaron a su sacerdotisa con vitores y aplausos; Alejandro interpreto las aclamaciones como una muestra de apoyo a su persona. Telamon y los demas lo siguieron en su paso por la antecamara y luego por el santuario rectangular, con una hilera de cruceros a cada lado y, al fondo, una estatua de Atenea armada con yelmo, lanza y escudo.

Alejandro se apresuro a quemar el incienso ante la estatua, mas interesado en las voluminosas bolsas de tela embreada colgadas a cada lado de la peana. A una orden de Antigona, las ayudantes cogieron las bolsas, desataron los cordones y sacaron una impresionante armadura. Las armas ofrecian un tremendo contraste con el entorno miserable. Admiraron una coraza de oro que trazaba el contorno de los musculos pectorales con las correas con tachones de plata y asimismo provista de hombreras, espinilleras con los bordes de plata y oro forradas con un cuero muy suave y una falda de guerra roja sobre un forro de tela blanca, con discos de plata en cada una de las tiras de cuero. El escudo, hecho de cinco capas de oro batido, tambien estaba forrado con un cuero muy suave y tenia las correas de plata; en el centro de su brunida superficie, habia un medallon de plata que mostrada la cabeza decapitada y la cabellera ondulante de la Medusa. El esplendido yelmo era corintio, con un penacho trenzado con crin de caballo y sujeto en la base con un aro de plata; los protectores de la nariz y las orejas no eran metalicos, sino que estaban hechos de un cuero rojo oscuro.

– Las armas de Aquiles -anuncio Antigona.

Telamon y los demas las contemplaron sin disimular el asombro. La armadura era preciosa, sin duda la obra de un extraordinario artesano. La sacerdotisa, muy a su pesar, advirtio las sospechas de la comitiva, aunque Alejandro parecia absolutamente convencido de su autenticidad. El fisico recordo el poema homerico: de acuerdo con la Iliada, el dios Hefesto habia hecho estas armas, despues de la muerte de Patroclo, mientras Aquiles se preparaba para librar el impresionante y vengativo duelo con Hector.

Ptolomeo fue el primero en manifestar su escepticismo.

– ?Se supone que estas armas tienen una antiguedad de centenares de anos! ?Tienen todo el aspecto de haber sido hechas ayer!

Telamon agradecio para sus adentros que Casandra no estuviera presente: su risa estridente le hubiese costado la cabeza. Alejandro, absorto en la contemplacion de las armas, al parecer no escucho el comentario de Ptolomeo, mientras que Antigona opto por no hacer caso de los cinicos murmullos de los companeros del monarca.

– Son tuyas, Alejandro -proclamo con voz baja, pero sonora-. ?Capitan general de Grecia, descendiente de Aquiles! -exclamo volviendose hacia los demas como si quisiera disipar las dudas-. Solo puedo decir aquello que se. Estas armas han permanecido ocultas, pasadas de una sacerdotisa a otra. Es muy cierto que han sido reparadas, reconstruidas, pero continuan siendo las armas de Aquiles -confeso esbozando una sonrisa.

Alejandro ya se las estaba probando. El yelmo le venia un poco grande y murmuro algo de llevar una capucha

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