esta hora, el lugar suele estar vacio salvo por unos cuantos estudiantes de primer curso a quienes no importa tirar a canasta pese a su desbaratado angulo. Pero hoy un grupo de negros y latinos, senalada la pertenencia a las bandas por el azul y el rojo de las gomas de sus calzoncillos desbordantes, voluminosos, estan promiscuamente mezclados, como si el buen tiempo hubiera declarado una tregua.

– Eh, oye, arabe. -Tylenol se planta frente a el, flanqueado por otros que llevan camisetas de tirantes cenidas y azules. Ahmad se siente vulnerable, casi desnudo con sus pantalones cortos de atletismo, calcetines de rayas, zapatillas ligeras como plumas y una camiseta sin mangas con manchas de sudor delante y detras en forma de mariposa; tiene una percepcion de si bella, sus largos miembros al descubierto, como si su belleza fuera una afrenta para los brutos del mundo.

– Ahmad -le corrige, y se queda quieto; por sus poros destila el calor del esfuerzo, de los esprints y saltos que reventarian cualquier otro corazon. Se siente luminoso, y los ojillos hundidos de Tylenol se estremecen al mirarle.

– Dicen que fuiste a la iglesia a oir cantar a Joryleen. ?Por que?

– Me lo pidio.

– Y una mierda. Eres un arabe. Tu no vas a esos sitios.

– Pues fui. La gente fue amable. Una familia me dio la mano, me dedicaron amplias sonrisas.

– No sabian quien eres. Estabas ahi fingiendo.

Ahmad, en ligera tension, mantiene el equilibrio separando los pies en sus ingravidas zapatillas, preparado para el ataque en ciernes de Tylenol.

Pero su mirada de reproche dibuja una mueca de satisfaccion.

– Os vieron pasear, despues.

– Despues de salir de la iglesia, si. ?Pasa algo?

Ahora, seguro, vendra la acometida. Ahmad piensa como fintara a la izquierda con la cabeza y luego hundira su mano derecha en el blando estomago de Tylenol, para acabar rematando rapidamente con la rodilla. Pero la mueca de su enemigo se convierte en una sonrisa de oreja a oreja.

– No pasa nada, segun ella. Quiere que te diga algo.

– ?Ah, si?

Los demas chicos, los secuaces de camiseta azul, estan escuchando. El plan de Ahmad es que, tras dejar a Tylenol boqueando y doblado en el hormigon, sorteara a los otros, sumidos en el desconcierto, hasta llegar a la seguridad relativa del instituto.

– Dice que te odia. Joryleen dice que no le importas un puto carajo. ?Sabes lo que es un puto carajo, arabe?

– He oido la frase. -Nota como la cara se le pone rigida, como si algo caliente la estuviera recubriendo poco a poco.

– O sea que tu rollo con Joryleen ya no me preocupa -concluye Tylenol, inclinandose hacia el, en un gesto casi de cortejo-. Nos reimos de ti, los dos. Sobre todo cuando me la tiro. Ultimamente follamos mucho. El puto carajo es lo que tu te meneas a solas, como haceis todos los arabes. Sois una panda de maricas, tio.

El reducido publico de alrededor rie, y Ahmad sabe por el calor de su cara que se esta ruborizando. Eso lo enfurece hasta el punto de que, cuando se abre paso a empujones entre los cuerpos musculados hacia las puertas del vestuario -llega tarde a ducharse, tarde a clase-, nadie se mueve para detenerle. En lugar de eso, se oyen silbidos y guasas, como si fuera una chica blanca de piernas bonitas.

La mezquita, la mas humilde de las varias que hay en New Prospect, ocupa el segundo piso sobre un salon de manicura y una oficina donde se pueden cobrar cheques en efectivo; entre los comercios de esa acera hay tambien una casa de empenos con el escaparate lleno de polvo, una libreria de segunda mano, un zapatero remendon y fabricante de sandalias, una lavanderia china a la que se accede bajando unos escalones, un garito donde hacen pizzas y una tienda especializada en comida de Oriente Medio: lentejas y habas secas, hummus y halva, falafel, cuscus y taboule, pudriendose en envases sencillos en los que solo hay palabras, que a los ojos americanos de Ahmad tienen un aspecto extrano, sin fotografias ni letras en negrita. Unas cuatro manzanas al oeste se extiende el sector arabe, asi lo llaman, que empezaron los turcos y los sirios empleados como curtidores y tintoreros en las viejas fabricas textiles, pero Ahmad nunca se adentra en esa zona de Main Street; su exploracion de la identidad islamica termina en la mezquita. Ahi lo acogieron cuando era un nino de once anos, ahi pudo volver a nacer.

Abre una puerta verde desconchada, la del numero 278I?, entre el salon de manicura y el establecimiento, cuyo escaparate esta velado con largas persianas amarillas, que anuncia se cambian cheques: comision minima. Unas escaleras estrechas suben hasta al-masjid al-jami', el lugar de la postracion. La puerta verde y el largo tramo de escaleras sin ventanas lo asustaron las primeras veces que acudio en busca de algo que habia oido mencionar a sus companeros de clase negros, algo acerca de las mezquitas, de sus predicadores que «no venian con los tipicos rollos». Otros chicos de su edad se apuntaban a una coral o a los boy scouts. El penso que podria encontrar en esa religion algun rastro del apuesto padre que se habia alejado de el en el momento en que comenzaban sus recuerdos. Su frivola madre, que nunca iba a misa y criticaba las restricciones de su propia confesion, consintio en llevarlo en coche, aquellos primeros dias y aun despues cuando los horarios se lo permitian, hasta que entro en la adolescencia y podia moverse con relativa seguridad por aquellas calles hasta la mezquita del segundo piso. La amplia sala convertida en lugar de oracion habia sido antes un estudio de danza, y el despacho del iman ha sustituido al vestibulo donde los alumnos, con atuendos de bailes de salon y de claque, acompanados de los padres si eran todavia ninos, esperaban para las lecciones. El contrato de arrendamiento y la transformacion databan de la ultima decada del siglo pasado, pero el aire cargado aun conserva, imagina Ahmad, ecos de piano aporreado y un tufo a esfuerzos torpes, impios. El suelo de madera, gastado y combado en algunas partes, donde un dia se ensayaron pasos enrevesados, esta ahora cubierto por extensas alfombras orientales, una junto a otra, que a su vez ya dan muestras de desgaste.

El cuidador, un libanes arrugado y viejo que anda encorvado y cojea, aspira las alfombras y limpia el despacho del iman y la guarderia creada para satisfacer las costumbres occidentales en el cuidado de ninos, pero las ventanas, lo bastante altas para desalentar a los curiosos que quisieran espiar tanto a bailarines como a devotos, quedan fuera del alcance del tullido conserje, y la mugre acumulada las ha vuelto medio opacas. Lo unico que puede verse a traves de ellas son las nubes, y ni siquiera con claridad. Incluso en el saldt al- Jum'a de los viernes, cuando se dice el sermon desde el minbar, la sala de postracion queda infrautilizada, mientras que las florecientes mezquitas mas modernas de Harlem y Jersey City engordan con los nuevos emigrantes de Egipto, Jordania, Malasia y Filipinas. Los musulmanes negros de New Prospect, y los partidarios apostatas de la Nacion del Islam, no salen de sus aticos y sus santuarios de escaparate. La ilusion del sheij Rachid de inaugurar, en uno de los espacios que tiene en el tercer piso, una escuela coranica, un kuttab, para ensenar el Coran a rebanos de ninos de primaria esta lejos de poder realizarse. Las lecciones que empezo Ahmad hace siete anos en compania de mas o menos otros ocho ninos, de edades comprendidas entre los nueve y los trece, ahora ya solo las sigue el. Esta solo con el profesor, cuya suave voz, en cualquier caso, llega mejor a un publico reducido. Ahmad no se siente comodo del todo con su maestro; no obstante, como exigen el Coran y los hadices, lo venera.

Ha ido durante siete anos dos veces por semana, hora y media, para instruirse en el Coran, pero en el resto de su tiempo no tiene oportunidad de usar el arabe clasico. El elocuente idioma, al-lugha al- fusha, todavia se asienta torpemente en la boca de Ahmad, con todas sus silabas guturales y sus consonantes enfaticas; y resulta desconcertante para sus ojos: las letras en cursiva, con sus correspondientes salpicaduras de signos diacriticos, le parecen pequenas, y leerlas de derecha a izquierda aun precisa de un cambio de marcha en su cabeza. En cuanto las ensenanzas, tras haber avanzado poco a poco por el texto sagrado, se someten a revision, recapitulacion y perfeccionamiento, el sheij Rachid muestra su preferencia por las suras cortas mas antiguas, las mequies, poeticas, intensas y cripticas en comparacion con los fragmentos prosaicos de la primera parte del Libro, en la que el Profeta se proponia gobernar Medina con leyes pormenorizadas y consejos mundanos.

Hoy el profesor dice:

– Empecemos por «El elefante». Es la sura ciento cinco.

Como el sheij Rachid no quiere contaminar el arabe clasico, concienzudamente aprendido por su alumno, con los sonidos de una variedad coloquial moderna, al-lugha al-'ammiyya -asi lo dice en apresurado dialecto yemeni-, da las clases en un ingles fluido pero algo solemne, hablando con cierta repugnancia,

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