interior.

El viejo Chehab lo mira con renovado interes. Sus iris no son de un marron tan oscuro como los de su hijo; son dos canicas de oro enmarcadas en un blanco acuoso.

– Eres un buen chico -declara con solemnidad.

Charlie agarra a Ahmad por el hombro con un brazo fuerte, como para expresar la solidaridad establecida entre los tres.

– No se lo dice a cualquiera -le reconoce al nuevo recluta.

Esta entrevista tiene lugar en la parte trasera del establecimiento, donde tras un mostrador quedan separados unos pupitres de acero y, mas alla, un par de puertas de oficina de cristal esmerilado que delimitan la zona de los despachos. El resto del espacio sirve de expositor, un recinto de pesadilla que contiene sillas, mesas auxiliares, mesitas, lamparas de mesa, lamparas de pie, sofas, sillones, mesas de comedor con su juego de sillas, taburetes, aparadores, aranas de luces colgando como enredaderas de la jungla, candelabros de pared con varios acabados en esmalte o metal, y espejos grandes y pequenos, tanto austeros como ornamentados, con marcos dorados y plateados en forma de hojas y flores planas y cintas talladas y aguilas de perfil, con las alas extendidas y las garras cerradas; las aguilas de America miran por encima del reflejo turbado de Ahmad, un muchacho esbelto de origen mestizo con una camisa blanca y unos vaqueros negros.

– Abajo -dice el padre, bajito, rechoncho; tiene un brillo en la nariz aquilina y cansancio en las oscuras bolsas de piel bajo los ojos dorados- estan los muebles de exterior, de jardin y de porche, plegables y de mimbre, y tambien plafones de aluminio para montar una galeria en el patio trasero por si la familia quiere cambiar de aires, con mosquiteras para mantener a raya a los bichitos. En el piso de arriba tenemos los muebles de dormitorio, las camas, las mesillas de noche y las comodas, los tocadores de senora, aparadores para cuando no hay suficientes armarios, chaise longues para que las damas puedan descansar los pies, taburetes mullidos con la misma utilidad, lamparitas de mesa de poca luz, ya sabes, que vayan a juego con lo que se hace en los dormitorios.

Charlie, quizas al ver sonrojarse a Ahmad, anade con voz algo ronca:

– Nuevos, usados, no nos centramos demasiado en eso. El precio de la etiqueta ya explica la historia del mueble y su estado. El mobiliario no es como los coches, no tiene tantos secretos. Lo que ves es lo que hay. Donde tu y yo entramos es en lo siguiente: las compras de mas de cien dolares tienen el transporte gratis a cualquier parte del estado. A la gente le encanta. Tampoco es que vengan muchos clientes de la otra punta de New Jersey, no se, de Cape May, pero la cuestion es que a todos les gusta oir la palabra gratis.

– Y alfombras -dice Habib Chehab-. Quieren alfombras orientales, ni que los libaneses fueran de Armenia o de Iran. Bueno, pues tenemos un muestrario en el piso de abajo, y se pueden llevar cualquiera de las que estan en el suelo, nosotros la limpiamos. Hay tiendas especializadas en alfombras en Reagan Avenue, pero la gente confia en nuestras gangas.

– Confian en nosotros, papa -observa Charlie-. Nos hemos hecho un nombre.

Ahmad puede oler como se desprende, de todo este equipamiento amontonado para los vivos, el aura mortal - impregnada en los cojines y en las alfombras y en las pantallas de tela de las lamparas- de la humanidad organica, sus, digamos, seis posiciones de reposo repetidas en una variedad desesperada de estilos y texturas, entre paredes atestadas de espejos, pero que en el fondo se resumen en la misma sordidez cotidiana, el desgaste y el hastio que conlleva, los lugares cerrados, la finitud constante de suelos y techos, la pesadez y la desesperanza silenciosas que albergan las vidas que no tienen a Dios como mas cercano companero. El espectaculo reaviva una sensacion enterrada en los pliegues de su infancia: el ilusorio placer de ir de compras, la suntuosidad tentadora y falsificada de la abundancia creada por el hombre. Subia con su madre las escaleras mecanicas, recorria con ella los pasillos perfumados de los ultimos grandes almacenes del centro, poco antes del cierre final, o intentaba mantener el mismo paso energico que ella, avergonzado por la falta de armonia entre las pecas ajenas y su propia tez morena, mientras atravesaban aparcamientos alquitranados camino de naves industriales, de hangares de chapa montados en poco tiempo, donde el genero se exponia, embalado, en grandes pilas que llegaban hasta las vigas, dejadas a la vista. En esas excursiones -restringidas a buscar recambio para algun electrodomestico ya imposible de reparar, o a comprar alguna pieza de ropa que los rapidos estirones del chico exigian, o bien, antes de que el islam lo hiciera inmune, a adquirir algun videojuego largamente deseado y que a la temporada siguiente quedaba obsoleto- madre e hijo eran acechados desde todos los flancos por objetos atractivos e ingeniosos que no necesitaban para nada ni podian tampoco permitirse, posesiones potenciales que otros estadounidenses se procuraban sin esfuerzo aparente pero que para ellos eran imposibles de exprimir del salario de una auxiliar de enfermeria sin marido. De la abundancia de America, Ahmad solo pudo probar un par de mordiscos. Demonios, eso es lo que parecian los embalajes chillones, las perchas interminables de la moda inconsistente de hoy, las estanterias donde el poder del chip se manifestaba en dibujos animados homicidas que azuzaban a las masas a comprar, a consumir mientras el mundo tuviera recursos que agotar, a darse atracones antes de que la muerte cerrara las avidas bocas por siempre jamas. En todo este desfile de los necesitados hacia el endeudamiento, la muerte era la meta final, el mostrador donde resonaban al caer los dolares, en su carrera decreciente. Apresuraos, comprad ahora, porque los placeres simples y puros de la otra vida son una fabula vacua.

En el Shop-a-Sec, evidentemente, habia productos a la venta, pero se reducian a bolsas y cajitas de comida salada, azucarada, poco sana, a matamoscas de plastico y a lapices fabricados en China, con gomas inutiles; pero aqui, en esta inmensa sala de muestras, Ahmad se siente a punto de ser llamado a las filas del ejercito del comercio y, pese a la cercana presencia del Dios para quien las cosas materiales no son mas que vanas sombras, esta exaltado. El mismo Profeta era un mercader. «No se cansa el hombre de pedir cosas buenas», dice la sura cuarenta y uno. Y en las buenas deben de estar incluidas las cosas que en el mundo se fabrican. Ahmad es joven; tiene todavia mucho tiempo, razona, para que le sea perdonado el materialismo, si es que precisa de perdon. Tiene a Dios mas cerca que su vena yugular, y El sabe que es desear las comodidades, de lo contrario no habria llenado la otra vida con ellas: en el Paraiso hay alfombras y divanes, lo afirma el Coran.

Llevan a Ahmad a ver el camion, su futuro camion. Charlie lo guia por detras de las mesas y el mostrador, por un corredor que ilumina tenuemente un tragaluz velado por ramitas caidas, hojas y semillas con alas. En el pasillo hay una fuente de agua refrigerada, un calendario cuyas casillas estan llenas de garabatos con las fechas de entrega, lo que Ahmad termina por reconocer como un deslustrado reloj de fichar y, al lado, una rejilla para las tarjetas de registro de cada uno de los empleados, repetidamente perforadas.

Charlie abre otra puerta y ahi les espera el camion, que alguien ha aparcado junto a un anden de carga cuyo suelo esta hecho de gruesos tablones, bajo un saliente del tejado. El camion, un receptaculo alto de color naranja con todos los cantos reforzados con tiras de metal remachado, sorprende a Ahmad, que se topa con el por vez primera; desde la plataforma, se le aparece como un animal gigante de cabeza achatada que se acerca demasiado, arrimado a la darsena como si quisiera que lo alimentaran. En el lateral naranja, un poco oscurecido por la arenilla de las carreteras, esta estampada en cursiva, en color anil y con rebordes dorados, la palabra Excellency, debajo, en mayusculas, HOME FURNISHINGS, y en letra mas pequena, la direccion y el numero de telefono de la tienda. El camion tiene juegos dobles de ruedas en el eje trasero. Los retrovisores laterales, dos moles cromadas, sobresalen considerablemente. La cabina esta enganchada al remolque sin casi espacio en medio. Es imponente pero agradable.

– Es una bestia vieja y fiel -dice Charlie-. Ciento cincuenta mil kilometros y no ha dado muchas molestias. Baja y familiarizate con el. No saltes, usa los escalones de mas alla. Solo faltaba que te rompieras un tobillo el primer dia de trabajo.

A Ahmad esta zona ya le resulta un poco familiar. En el futuro la va a conocer mucho mejor: la plataforma de carga, el aparcamiento con el pavimento de hormigon agrietado cociendose al reluciente sol de verano, los edificios adyacentes, de ladrillo, bajos, el caos de galerias de las casas adosadas, un contenedor oxidado en una esquina, propiedad de alguna empresa cerrada hace mucho, el lejano ruido oceanico de las oleadas de trafico, rompiendo por los cuatro carriles del Reagan Boulevard. Este espacio siempre tendra algo magico, algo pacifico cuyo origen no es de este mundo, la extrana cualidad de quedar magnificado por una posicion ventajosa. Es un lugar que ha recibido el halito de Dios.

Ahmad desciende el tramo de cuatro peldanos, tambien de gruesos tablones, y queda al mismo nivel del camion. En el distintivo en la puerta del conductor, lee: Ford Triton E-350 Super Duty. Charlie abre esa puerta y dice:

– Venga, campeon. Arriba.

En el calor de la cabina flota un hedor a cuerpos masculinos, humo rancio de cigarrillos, cuero, cafe frio y al

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