habia hecho trizas instantaneamente. Porque lo que Randall vio dentro de la transparente tienda de oxigeno era una ruina, el remedo de un ser humano, como las cabezas marchitas de las momias egipcias o los fantasmales sacos de huesos de Dachau. El brillante cabello blanco se veia opaco, sin vida, amarillento. Los venosos parpados se cerraban sobre unos ojos perdidos en la inconsciencia. El rostro estaba enflaquecido, demacrado, manchado. La respiracion se hacia trabajosa y aspera. Parecia que en todos los miembros tuviera agujas ensartadas y sondas conectadas.

Para Randall habia resultado aterrador ver a alguien tan intimo, de la misma sangre y de la misma carne, alguien tan invulnerable, tan seguro, tan creyente, tan confiado, tan bondadoso y merecedor de bondad, postrado en esa condicion vegetal y desvalida.

Al cabo de algunos minutos, Randall se habia vuelto, conteniendo las lagrimas, en busca de una silla, y no se habia movido desde entonces. Habia estado alli una enfermera diminuta, de tipo eslavo, polaca tal vez, trabajando concienzudamente en el perimetro de la cama, afanandose en cambiar y recolgar frascos invertidos y tubos que pendian, y en revisar los graficos que contenian la ficha de datos clinicos. Luego de un lapso indeterminado, treinta minutos quizas, el doctor Morris Oppenheimer habia llegado para aunarse a la enfermera particular. Un hombre solido, rechoncho, de mas que mediana edad, que se movia con facil eficiencia y confianza en si mismo. Habia saludado a Randall con un rapido apreton de manos, una frase de comprension y simpatia y la promesa de darle en breve el mas reciente informe sobre la condicion de su paciente.

Durante un rato, Randall observo al medico examinar a su padre, y luego, exhausto, cerro los ojos y trato de evocar una oracion apropiada. Solo podia articular en su mente: Padre Nuestro que estas en los cielos, santificado sea Tu nombre…, y el resto ya no venia a su memoria. Su mente, vagando a lo largo de los sucesos del dia, inexplicablemente se detuvo en los senos fantasticos de Wanda, su secretaria, y de ahi regreso a la noche anterior, cuando habia estado besando, en efecto, los senos de Darlene; y luego, avergonzado, retorno a la realidad de su padre. Recordo la ultima vez que habia visitado a su padre y a su madre, hacia mas de dos anos, y la vez anterior a esa, mas de tres anos atras.

Aun le molestaba el aguijon que habia sentido en aquellas dos visitas al percibir la decepcion de su padre por causa suya. Al reverendo le habian disgustado de plano la ruptura del matrimonio de su hijo, su manera de vivir, su cinismo y su falta de fe.

Rememorando la decepcion y desaprobacion paternas, Randall todavia las desafiaba mentalmente: ?quien era su padre para juzgarle cuando, conforme a los estandares de la sociedad, su padre encarnaba el fracaso y el el exito? Pero luego lo medito de nuevo: el solo habia triunfado en lo material, ?o no? Su padre estaba midiendolo con una medida diferente; con la medida con la que el buen reverendo se media a si mismo y a todos los hombres, y de acuerdo a la cual la vida de su hijo era deficiente. Entonces comprendio; su padre poseia ese componente humano que a el le faltaba: la fe. Su padre tenia fe en la Palabra encarnada, y por ende en la Humanidad y en el proposito de la vida. El hijo no tenia semejante fe ciega.

«Esta bien, papa -penso-. Nada de fe. Nada de creencias. Nada de confianza en nada.»

?Como podia uno creer en un Dios del Bien? La sociedad era injusta, hipocrita; estaba podrida hasta el corazon. Los hombres, en su mayoria, eran bestias sueltas que se comportaban salvajemente para sobrevivir, o bien que se ocultaban para sobrevivir. Y nada de lo que el hombre pudiera fabricar, desde el mito de algun cielo de aleluyas alla arriba (el infierno no necesitaba crearlo, puesto que ya existia en la Tierra) hasta los dioses falsos que adoraba, podria cambiar la realidad del presente ni la nada que era la finalidad de todos los animales humanos. Como decia el viejo proverbio yiddish, que un cliente le habia referido una vez: «Si Dios viviera en la Tierra, la gente romperia los cristales de Sus ventanas.»

«Maldicion, papa, ?es que no puedes darte cuenta?»

«Deja de discutir con el (por poco y lo convertia en El) -se dijo a si mismo Randall-. Basta de discutir con el pasado.»

Randall abrio los ojos. Tenia los labios pegados y la respiracion forzada, y la parte baja de la columna vertebral empezaba a dolerle. Estaba asqueado del olor del hospital (medicinas y antisepticos y carne moribunda); el olor del blanco y el verde del hospital. Estaba cansado, tambien, de su ira interna y de su afliccion; de no hacer nada ni poder hacer nada. Se sentia frustrado por su papel de testigo. Este no era un deporte para espectadores. Randall decidio que ya habia soportado bastante.

Se levanto de la silla. Tenia la intencion de hablar con el medico y la enfermera, de explicarles que se iba y que estaria con los otros en la sala de espera. Pero el doctor Oppenheimer estaba absorto estudiando el expediente de su paciente, cuando un tecnico entro empujando un electrocardiografo portatil hacia la cama.

Cojeando, puesto que la sangre no le habia circulado todavia por su adormecida pierna derecha, Randall salio del cuarto al corredor, paso junto a un mozo joven que fregaba el piso y se aproximo a la sala de espera para visitantes. A la entrada se detuvo para encender su pipa favorita, una inglesa de madera de rosal silvestre, y disfrutar de aquel narcotico sedante durante unos segundos, antes de regresar a la tierra de los vivientes quejumbrosos. Dandose animos, paso al vestibulo, pero en el umbral de la sala de espera se detuvo nuevamente.

Dentro del cuarto iluminado por luz fluorescente, animado con alegres cortinas floreadas en las ventanas, y amueblado con un sofa, sillas de mimbre, un televisor pasado de moda, mesas con ceniceros y manoseadas revistas, estaban solamente sus familiares y los amigos de su padre.

Sumida en una silla, oculta tras una revista de cine, estaba Clare. Cerca de ella, prendido del telefono publico y hablando en tono bajo con su mujer, estaba un antiguo condiscipulo universitario de Randall y sucesor de su padre, electo por este mismo, el reverendo Tom Carey. No lejos de ellos, sentados a una mesa, Ed Period Johnson y el tio Herman jugaban al gin rummy.

Ed Period Johnson era el mejor amigo del reverendo Nathan Randall. En otro tiempo habia fundado el Oak City Bugle, periodico de la comunidad que aparecia seis dias a la semana, y del cual todavia era editor y director.

– La forma de manejar el periodico de una poblacion pequena -habiale dicho una vez a Randall-, es cuidando que el nombre de cada persona aparezca publicado por lo menos dos veces al ano; asi ya no tienes que preocuparte por la competencia de esos acicalados y estirados periodicos de Chicago.

Hasta donde Randall podia recordar, el nombre de pila de Johnson no era en realidad Ed Period, sino Lucas o Luther. Anos antes, uno de sus reporteros habia comenzado a llamarle Ed, por lo de editor, y como esto era una abreviatura, algun gramatico concienzudo habria agregado el Period (punto). Johnson era un sueco gordinflon con el rostro picado de viruelas y una nariz de esqui, y jamas se le veia sin sus gruesos anteojos trifocales.

Enfrente de Johnson, manejando torpemente su abanico de naipes, estaba el tio Herman, hermano menor de la madre de Randall. Tenia una insignificante complexion de duendecillo rechoncho, y daba la impresion de ser una batea de mantequilla. Randall podia recordar solo un trabajo que el tio Herman hubiera conseguido jamas. Habia trabajado por una corta temporada en una tienda de licores en Gary, Indiana. Al ser despedido de ese empleo, se habia mudado al cuarto de huespedes de la casa de su hermana. Eso habia sido cuando Randall cursaba la preparatoria, y el tio Herman habia vivido alli desde entonces.

El tio Herman era el cortador del cesped, el claveteador de escalones flojos, el corre-ve-y-dile, el espectador de juegos de futbol americano y el consumidor de pasteles de manzana hechos en casa. El tio Herman era una caridad visible, una practica de lo que el reverendo predicaba: aquel que poseyere dos mantas, una diere al que nada tuviese; y el que tuviese carne, que hiciere lo mismo. Asi que… el reverendo hacia lo mismo, y amen.

Ahora, la mirada fija de Randall se detuvo sobre su madre. La habia abrazado y consolado al llegar, pero solo en un abrir y cerrar de ojos, pues ella le habia apurado a que fuera al lado de su padre. En ese instante dormitaba en un extremo del sofa, bajo el efecto de un sedante. Se veia extranamente incompleta sin su esposo al lado. Tenia la cara amable y regordeta, casi sin arrugas, pese a que ya pasaba de los sesenta y cinco anos. Su cuerpo, que se antojaba sin silueta, estaba enfundado en uno de sus vestidos de algodon azul, limpio, pero destenido, y calzaba los mismos bodoques de zapatos ortopedicos que habia usado durante anos.

Randall la habia amado siempre, y todavia la amaba. A esa paciente, apacible criatura de fondo para quien el era incapaz de hacer mal alguno. Sara Randall, la adorada y amantisima esposa del predicador, tenia ascendiente en la comunidad, suponia Randall. Empero, el hijo crecido dificilmente podia concebirla como un individuo aparte; para el era solo su madre. Con esfuerzo evocaba de ella una imagen con su propia identidad, con opiniones, ideas y prejuicios, salvo por lo que recordaba de cuando era nino. Ya de hombre, le conceptuaba principalmente como alguien que escuchaba, que le hacia eco a su consorte, que hacia las veces de coro cuando ello era necesario, y cuya tarea primaria era la de estar ahi. Siempre estaba confusa y azorada, aunque instintivamente complacida, por

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