Dai Sijie

Balzac y la joven costurera china

Primera Parte

El jefe del pueblo, un hombre de cincuenta anos, estaba sentado con las piernas cruzadas en medio de la estancia, cerca del carbon que ardia en un hogar excavado en la propia tierra; inspeccionaba mi violin. En el equipaje de los dos «muchachos de ciudad» que eramos para el Luo y yo, era el unico objeto del que parecia emanar cierto sabor extranjero, un olor a civilizacion capaz de despertar las sospechas de los aldeanos.

Un campesino se acerco con una lampara de petroleo para facilitar la identificacion del objeto. El jefe levanto verticalmente el violin y examino las negras efes de la caja, como un aduanero minucioso que buscara droga. Adverti tres gotas de sangre en su ojo izquierdo, una grande y dos pequenas, todas del mismo color rojo vivo.

Luego, alzo el instrumento a la altura de sus ojos y lo sacudio con frenesi, como si aguardara que algo cayese del oscuro fondo de la caja de resonancia. Tuve la impresion de que las cuerdas iban a romperse de pronto y los puentes, a saltar en pedazos.

Casi toda la aldea estaba alli, bajo el tejado de aquella casa sobre pilotes perdida en la cima de la montana.

Hombres, mujeres y ninos rebullian en su interior, se agarraban a las ventanas, se apretujaban ante la puerta. Como nada caia del instrumento, el jefe aproximo la nariz al agujero negro y lo olisqueo un buen rato. Varios pelos gruesos, largos y sucios que sobresalian del orificio izquierdo comenzaron a temblequear. Y seguian sin aparecer nuevos indicios.

Hizo correr sus callosos dedos por una cuerda, luego por otra… La resonancia de un sonido desconocido dejo petrificada, de inmediato, a la multitud, como si aquella vibracion la forzara a una actitud casi respetuosa.

– Es un juguete -dijo el jefe con solemnidad.

El veredicto nos dejo, a Luo y a mi, mudos. Intercambiamos una mirada furtiva, aunque inquieta. Me pregunte como iba a acabar aquello.

Un campesino tomo el «juguete» de las manos del jefe, martilleo con el puno el dorso de la caja y luego lo paso a otro. Durante un rato, mi violin circulo entre la multitud. Nadie se ocupaba de nosotros, los dos muchachos de ciudad, fragiles, delgados, fatigados y ridiculos. Habiamos caminado todo el dia por la montana y nuestras ropas, nuestros rostros y nuestros cabellos estaban cubiertos de barro. Pareciamos dos soldaditos reaccionarios de una pelicula de propaganda, capturados por una horda de campesinos comunistas tras una batalla perdida.

– Un juguete de imbeciles -dijo una mujer con voz ronca.

– No -rectifico el jefe-, un juguete burgues, llegado de la ciudad.

Me invadio el frio pese a la gran hoguera en el centro de la estancia. Escuche al jefe anadir:

– ?Hay que quemarlo!

La orden provoco de inmediato una viva reaccion en la muchedumbre. Todo el mundo hablaba, gritaba, se empujaba: cada cual intentaba apoderarse del «juguete», para tener el placer de arrojado al fuego con sus propias manos.

– Jefe, es un instrumento de musica -explico Luo con aire desenvuelto-. Mi amigo es un buen musico, no bromeo.

El jefe cogio el violin y lo inspecciono de nuevo.

Luego me lo tendio:

– Lo siento, jefe -dije molesto-, no toco muy bien.

De pronto, vi a Luo guinandome un ojo. Extranado, tome el violin y comence a afinarlo.

– Escuchara usted una sonata de Mozart, jefe -anuncio Luo, tan tranquilo como antes.

Pasmado, crei que se habia vuelto loco: desde hacia unos anos, todas las obras de Mozart o de cualquier otro musico occidental estaban prohibidas en nuestro pais. En los zapatos empapados, mis pies mojados estaban helados. Temblaba del frio que me invadia de nuevo.

– ?Que es una sonata? -pregunto el jefe, desconfiado.

– No se -comence a farfullar-. Es algo occidental.

– ?Una cancion?

– Mas o menos -respondi, evasivo. Inmediatamente, una alarmada expresion de buen comunista reaparecio en la mirada del jefe, y. su voz se volvio hostil:

– ?Como se llama tu cancion?

– Parece una cancion, pero es una sonata.

– ?Te pregunto su nombre! -grito, mirandome directamente a los ojos.

Las tres gotas de sangre de su ojo izquierdo me dieron miedo.

– Mozart… -vacile.

– ?Mozart que?

– Mozart piensa en el presidente Mao -prosiguio Luo en mi lugar.

?Que audacia! Pero fue eficaz: como si hubiera oido algo milagroso, el rostro amenazador del jefe se suavizo. Sus ojos se fruncieron con una amplia sonrisa de beatitud.

– Mozart siempre piensa en Mao -dijo.

– Si, siempre -confirmo Luo.

Cuando tense las crines de mi arco, unos calidos aplausos resonaron de pronto a mi alrededor, y casi me intimidaron. Mis dedos entumecidos comenzaron a recorrer las cuerdas, y las notas de Mozart volvieron a mi memoria, como amigas fieles. Los rostros de los campesinos, tan duros hacia un momento, se ablandaron minuto a minuto ante el limpido gozo de Mozart, como el suelo seco bajo la lluvia; luego, a la luz danzarina de la lampara de petroleo, fueron borrandose poco a poco sus contornos.

Toque un buen rato mientras Luo encendia un cigarrillo y fumaba tranquilamente, como un hombre.

Fue nuestra primera jornada de reeducacion. Luo tenia dieciocho anos y yo, diecisiete.

Dos palabras sobre la reeducacion: en la China roja, a finales del ano 1968, el Gran Timonel de la Revolucion, el presidente Mao, lanzo cierto dia una campana que iba a cambiar profundamente el pais: las universidades fueron cerradas y los «jovenes intelectuales», es decir, los que habian terminado sus estudios secundarios, fueron enviados al campo para ser «reeducados por los campesinos pobres». (Algunos anos mas tarde, esa idea sin precedentes inspiro a otro lider revolucionario asiatico, un camboyano, que, mas ambicioso y radical aun, mando a toda la poblacion de la capital, tanto a ancianos como a jovenes, «al campo».)

La verdadera razon que impulso a Mao Zedong a tomar semejante decision sigue siendo oscura: ?queria acabar con los guardias rojos, que comenzaban a escapar de su control? ?O era la fantasia de un gran sonador revolucionario, deseoso de crear una nueva generacion? Nadie supo nunca responder a esta pregunta. Por aquel entonces, Luo y yo lo discutiamos a menudo, a hurtadillas, como dos conspiradores. Nuestra conclusion fue la siguiente: Mao odiaba a los intelectuales.

No eramos los primeros ni seriamos los ultimos cobayas utilizados en este gran experimento humano. A comienzos del ano 1971 llegamos a aquella casa sobre pilotes, perdida en lo mas hondo de la montana, y toque el violin para el jefe de la aldea. Tampoco eramos los mas desgraciados. Millones de jovenes nos habian precedido, y millones iban a sucedernos. Sin embargo, ironias del destino, ni Luo ni yo eramos bachilleres. Nunca habiamos tenido la suerte de sentarnos en un aula de instituto. Simplemente, habiamos terminado nuestros tres anos de escuela cuando nos enviaron a la montana como si fueramos «intelectuales».

Era dificil considerarnos, sin delito de impostura, dos intelectuales, tanto mas cuanto que los conocimientos que habiamos adquirido en la escuela eran nulos: entre los doce y los catorce anos esperamos a que la Revolucion se calmara y nuestro colegio abriera de nuevo. Pero cuando por fin pudimos volver, todo fue decepcion y amargura: las clases de matematicas fueron suprimidas, al igual que las de fisica y quimica, pues los «conocimientos basicos» se limitarian, en adelante, a la industria y la agricultura. En las cubiertas de los manuales se veia un obrero, tocado con una gorra, que blandia un inmenso martillo, con brazos tan gruesos como los de Stallone. A su lado se hallaba una mujer comunista disfrazada de campesina, con un panuelo rojo en la cabeza (segun un chiste vulgar que por aquel entonces circulaba entre los alumnos, se habia envuelto la cabeza con su propia compresa). Aquellos manuales y El pequeno libro rojo de Mao siguieron siendo, durante varios anos, nuestra unica fuente de conocimiento intelectual. Todos los demas libros estaban prohibidos.

Nos negaron la entrada en el instituto y nos obligaron a cargar con el papel de jovenes intelectuales a causa de nuestros padres, considerados entonces enemigos del pueblo, aunque la gravedad de los crimenes imputados a unos y a otros no fuera exactamente la misma.

Mis padres ejercian la medicina. Mi padre era neumologo y mi madre, especialista en enfermedades parasitarias. Ambos trabajaban en el hospital de Chengdu, una ciudad de cuatro millones de habitantes. Su crimen consistia en ser «hediondas autoridades sabias», que gozaban de una reputacion de modestas dimensiones provinciales. Chengdu era la capital de Sichuan, una provincia poblada por cien millones de habitantes, alejada de Pequin pero muy cercana al Tibet.

Comparado con el mio, el padre de Luo era una verdadera celebridad, un gran dentista conocido en toda China. Cierto dia, antes de la Revolucion cultural, habia dicho a sus alumnos que habia arreglado la dentadura de Mao Zedong, de la senora Mao y, tambien, de Jiang Jieshi, el presidente de la republica antes de que los comunistas tomaran el poder. A decir verdad, a fuerza de contemplar cada dia el retrato de Mao desde hacia anos, algunos habian advertido ya que aquellos dientes estaban muy amarillos, casi sucios, pero todos callaban. Y ahora resultaba que un eminente dentista sugeria, asi, en publico, que el Gran Timonel de la Revolucion llevaba dentadura postiza; aquello superaba todas las audacias, era un crimen insensato e imperdonable, peor que la revelacion de un secreto de defensa nacional. Su condena, desafortunadamente, fue tanto mas dura cuanto que se habia atrevido a poner los nombres de la pareja Mao al mismo nivel que la mayor de las basuras: Jiang Jieshi.

Durante largo tiempo, la familia Luo vivio en el mismo rellano que la mia, en el tercer y ultimo piso de un edificio de ladrillo. Luo era el quinto hijo de su padre, y el unico de su madre.

No es exagerado decir que fue el mejor amigo que he tenido en mi vida. Nos criamos juntos y pasamos toda clase de pruebas, a veces muy duras. Nos peleabamos muy raramente.

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