– Prueba con otro -me dijo.

– ?Que quieres escuchar?

– ?Algo mas alegre!

Reflexione, busque en mi pobre repertorio musical, pero no encontre nada.

Luo comenzo entonces a canturrear un estribillo revolucionario.

– ?Que te parece esto? -me pregunto. -Genial.

Inmediatamente, lo acompane al violin. Era una cancion tibetana cuya letra se habia modificado para convertirla en un elogio a la gloria del presidente Mao. A pesar de ello, el ritmo habia conservado su alegria, su fuerza indomable. La adaptacion no habia llegado a destrozarla por completo. Cada vez mas excitado, Luo se puso de pie en la cama y comenzo a danzar girando sobre si mismo, mientras grandes gotas de lluvia caian en el interior de la casa por las descoyuntadas tejas del techo.

«Tres sobre mil -pense de pronto-. Tengo tres oportunidades sobre mil, y nuestro melancolico fumador, disfrazado de bailarin, tiene menos aun. Tal vez algun dia, cuando me haya perfeccionado en el violin, un grupito de propaganda local o regional, como por ejemplo el del distrito de Yong Jing, me abra las puertas y me contrate para tocar conciertos rojos. Pero Luo no sabe tocar el violin, ni siquiera jugar a baloncesto o a futbol. No tiene ninguna baza para participar en la competencia, terriblemente dura, de los 'tres sobre mil'. Peor aun, ni siquiera puede sonarlo.»

Su unico talento consistia en contar historias, un talento agradable, es cierto, aunque marginal, ?ay!, y sin mucho porvenir. No estabamos ya en la epoca de las Mil y Una Noches. En nuestras sociedades contemporaneas, sean socialistas o capitalistas, ser narrador ya no es, por desgracia, un oficio. El unico hombre del mundo que aprecio realmente su talento, hasta remunerarlo con generosidad, fue el jefe de nuestra aldea, el ultimo de los aficionados a las hermosas historias orales.

La montana del Fenix del Cielo estaba tan alejada de la civilizacion que la mayoria de la gente no habia tenido la posibilidad de ver una pelicula en toda su vida, y ni siquiera sabia que era el cine. De vez en cuando, Luo y yo contabamos algunas peliculas al jefe, que babeaba por oir mas. Cierto dia, se informo de la fecha de proyeccion mensual en la ciudad de Yong Jing, y decidio enviarnos, a Luo y a mi. Dos dias para ir, dos para volver. Teniamos que ver la pelicula la misma noche de nuestra llegada a la ciudad. Una vez de regreso a la aldea, teniamos que contar al jefe y a todos los aldeanos la pelicula entera, de la A a la Z, de acuerdo con la exacta duracion de la sesion.

Aceptamos el desafio pero, por prudencia, asistimos a dos proyecciones consecutivas en el campo de deportes del instituto de la ciudad, provisionalmente transformado en cine al aire libre. Las muchachas de la poblacion eran encantadoras, pero permanecimos esencialmente concentrados en la pantalla, atentos a cada dialogo, a los trajes de los actores, a sus menores gestos, a los decorados de cada escena e, incluso, a la musica.

Al regresar a la aldea, tuvo lugar ante nuestra casa sobre pilotes una sesion de cine oral sin precedentes. Naturalmente, asistieron todos los aldeanos. El jefe estaba sentado en primera fila, en el centro, con la larga pipa de bambu en una mano y nuestro despertador del «fenix terrenal» en la otra, para comprobar la duracion del relato. La emocion del estreno se apodero de mi, me vi reducido a exponer mecanicamente el decorado de cada escena. Pero Luo demostro ser un narrador genial: contaba poco, pero representaba sucesivamente cada personaje, cambiando de voz y de gestos. Dirigia el relato, cuidaba el suspense, planteaba preguntas, hacia reaccionar al publico y corregia las respuestas. Lo hizo todo. Cuando hubimos o, mejor dicho, cuando hubo terminado la sesion, justo en el tiempo estipulado, nuestro publico, feliz, excitado, no se lo creia.

– El mes que viene -declaro el jefe con una sonrisa autoritaria- os mandare a otra proyeccion. Sereis pagados como si trabajarais en los campos.

Al principio, aquello nos parecio un juego divertido; nunca hubieramos imaginado que nuestra vida, la de Luo al menos, fuese a cambiar de tal forma.

La princesa de la montana del Fenix del Cielo llevaba un par de zapatos rosa palido, de tela flexible y solida a la vez, a traves de la cual se podian seguir los movimientos de sus dedos cada vez que pedaleaba en la maquina de coser. Era un calzado ordinario, barato, hecho a mano y, sin embargo, en aquella region donde casi todo el mundo iba descalzo, llamaba la atencion, parecia refinado y precioso. Sus tobillos y sus pies tenian una hermosa forma, puesta de relieve por unos calcetines de nailon blanco.

Una larga trenza, de tres o cuatro centimetros de grueso, le caia sobre la nuca, seguia por la espalda, superaba las caderas y terminaba en una cinta roja, flamante, de saten y seda trenzados.

Se inclinaba hacia la maquina de coser, cuya base lisa reflejaba el cuello de su camisa blanca, su rostro oval y el fulgor de sus ojos, sin duda los mas hermosos del distrito de Yong Jing, si no de toda la region.

Un inmenso valle separaba su aldea de la nuestra. Su padre, el unico sastre de la montana, no se quedaba muy a menudo en su casa, en aquella vieja y gran morada que les servia, a la vez, de tienda y vivienda. Era un sastre muy solicitado. Cuando una familia queria hacerse ropa nueva, iba primero a comprar tejido a un almacen de Yong Jing (la ciudad donde asistimos a la proyeccion de cine) y luego iba a su tienda para discutir con el la hechura, el precio y la fecha adecuados para la fabricacion de los vestidos. El dia fijado, iban a buscarlo al amanecer, respetuosamente, acompanados por varios hombres robustos que, por turnos, cargarian a la espalda la maquina de coser.

Tenia dos. La primera, que llevaba siempre con el de aldea en aldea, era una vieja maquina en la que ya no se leia ni la marca ni el nombre del fabricante. La otra era nueva, made in Shanghai, y la dejaba en casa, para su hija, «la Sastrecilla». Nunca llevaba a su hija con el durante esas giras, y aquella decision, prudente pero implacable, hacia reventar de decepcion a los numerosos jovenes campesinos que aspiraban a conquistada.

Llevaba una vida de rey. Cuando llegaba a una aldea, la animacion que provocaba nada tenia que envidiar a una fiesta folclorica. La casa de su cliente, donde resonaba el ruido de su maquina de coser, se convertia en el centro del pueblo y era la ocasion, para esta familia, de exhibir su riqueza. Se le ofrecian las mejores comidas y, a veces, si su visita era a finales de ano y estaban preparando la fiesta de Ano Nuevo, incluso mataban un cerdo. Alojandose, sucesivamente, en casa de sus distintos clientes, pasaba a menudo una o dos semanas seguidas en una aldea.

Cierto dia, Luo y yo fuimos a ver al Cuatrojos, un amigo de nuestra ciudad, instalado en otra aldea. Llovia; avanzabamos a pequenos pasos por el sendero escarpado, resbaladizo, envuelto en una bruma lechosa. Pese a nuestra prudencia, caimos varias veces de bruces en el barro. De pronto, al volver un recodo, vimos venir hacia nosotros un cortejo, en fila india, con una silla de mano provista de varales, en la que se arrellanaba un hombre de unos cincuenta anos. Tras aquella silla de senor caminaba otro hombre cargado con la maquina de coser, atada a la espalda con unas correas. El sastre se inclino hacia los porteadores de su silla y parecio informarse de quienes eramos.

Me parecio pequeno, flaco, arrugado, pero lleno de energia. Su silla, una especie de palanquin simplificado, estaba atada a dos grandes bambues puestos en equilibrio sobre los hombros de dos porteadores, que caminaban uno delante y el otro detras. Se oia rechinar la silla y los varales, al ritmo de los pasos lentos y fuertes de los porteadores.

De pronto, cuando la silla se cruzo con nosotros, el sastre se inclino hacia mi, tanto que senti su aliento:

– ?Vai-o-lin! -grito en ingles, con todas sus fuerzas.

Solto una carcajada al ver que el fulgurante trueno de su voz me hacia dar un respingo. Diriase que era un autentico senor, caprichoso.

– ?Sabeis que en esta montana nuestro sastre es el hombre que mas lejos ha viajado? -nos pregunto uno de los porteadores.

– En mi juventud, incluso fui a Ya An, a doscientos kilometros de Yong Jing -declaro el gran viajero, sin dejarnos contestar-. Mi maestro habia colgado un instrumento de musica como el vuestro, en la pared, para impresionar a los clientes.

Luego callo y su cortejo se alejo. Al acercarse a una curva, justo antes de desaparecer de nuestra vista, se volvio hacia nosotros y grito de nuevo:

– ?Vai-o-lin!

Sus porteadores y los diez campesinos que le acompanaban levantaron lentamente la cabeza y lanzaron un largo grito, tan deforme que mas parecio un doloroso suspiro que una palabra en ingles:

– ?Vai-o-lin!

Como una pandilla de chiquillos traviesos, rieron a carcajadas, como locos. Luego se inclinaron y se pusieron en marcha para proseguir su ruta. Muy pronto, la niebla devoro el cortejo.

Algunas semanas mas tarde, penetrabamos en el patio de su casa. Un gran perro negro nos miro fijamente, sin ladrar, cuando entramos en la tienda. El viejo habia salido de gira y pudimos conocer a su hija, la Sastrecilla, a la que pedimos que alargara cinco centimetros el pantalon de Luo, pues este, aunque mal alimentado, presa de insomnios y angustiado con frecuencia por el porvenir, no podia evitar crecer.

Tras presentarse a la Sastrecilla, Luo le conto nuestro encuentro con su padre, entre niebla y lluvia, sin privarse de imitar, exagerandolo horriblemente, el mal acento del viejo. Ella solto una carcajada jovial. En Luo, el talento de imitador era hereditario.

Adverti que, cuando reia, sus ojos revelaban una naturaleza primitiva, como la de las mujeres sencillas de nuestra aldea. Su mirada tenia el brillo de las piedras. preciosas en bruto, del metal no pulido, y el efecto era acentuado mas aun por sus largas pestanas y los rabillos finos y levantados de sus ojos.

– No os enojeis con el-nos dijo-, es un viejo chiquillo.

De pronto, su rostro se ensombrecio y bajo los ojos. Froto con la yema del dedo la base de su maquina de coser.

– Mi madre murio demasiado pronto. Por eso solo hace lo que le divierte.

El contorno de su rostro bronceado era neto, casi noble. Habia en sus rasgos una belleza sensual, imponente, que nos hacia incapaces de resistir el deseo de permanecer alli, viendola pedalear en su maquina de Shanghai.

La estancia servia al mismo tiempo de tienda, taller y comedor. El suelo de madera estaba sucio; se veian, un poco por todas partes, las huellas amarillas o negras de escupitajos que habian dejado los clientes y se adivinaba que no lo lavaban cada dia. Los vestidos terminados estaban puestos en colgadores, suspendidos en una larga cuerda que atravesaba la estancia por el medio. Habia tambien rollos de tejidos y vestidos doblados, amontonados en las esquinas, asaltados por un ejercito de hormigas. El desorden, la falta de preocupacion estetica y una relajacion total reinaban en aquel lugar.

Adverti un libro abandonado en una mesa, y me pasmo aquel descubrimiento en una region poblada por analfabetos; hacia una eternidad que no tocaba las paginas de un libro. Me acerque enseguida, pero el resultado fue mas bien decepcionante: era un catalogo de colores de tejidos, editado por una fabrica de tintes.

– ?Lees? -le pregunte.

– No mucho -me respondio ella sin ningun complejo-. Pero no me tomeis por idiota, me gusta mucho charlar con la gente que sabe leer y escribir, jovenes de la ciudad. ?No os habeis fijado? Mi perro no ha ladrado cuando habeis entrado, conoce mis gustos.

Parecia no desear que nos marcharamos enseguida. Se levanto de su taburete, encendio un fogon metalico instalado en el centro de la estancia, puso una marmita al fuego y la lleno de agua. Luo, que seguia con la mirada cada paso que daba, le pregunto:

– ?Que nos ofreces, te o agua hirviendo?

– Mas bien lo ultimo.

Era senal de que le gustabamos. En esta montana, si alguien te invitaba a beber agua queria decir que iba a cascar unos huevos en el liquido hirviente y a anadir azucar para hacer una sopa.

– ?Sabes, Sastrecilla? -le dijo Luo-, tu y yo tenemos un punto en comun.

– ?Nosotros dos?

– Si, ?quieres que apostemos?

– ?Que apostemos que?

– Lo que quieras. Estoy seguro de que puedo demostrarte que tenemos un punto en comun.

Ella reflexiono un instante.

– Si pierdo, te alargare el pantalon gratuitamente..

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