Recordare siempre la unica vez que nos pegamos o, mas bien, que me pego: fue durante el verano de 1968. El tenia unos quince anos y yo, apenas catorce. Era por la tarde; una gran reunion politica se celebraba en el hospital donde trabajaban nuestros padres, en una cancha de baloncesto al aire libre. Los dos sabiamos que el padre de Luo era el objeto de esta reunion y que le esperaba una nueva denuncia publica de sus crimenes. Hacia las cinco, nadie habia regresado aun, y Luo me pidio que lo acompanara alli.

– Identificaremos a los que denuncian y pegan a mi padre -me dijo-, y nos vengaremos de ellos cuando seamos mayores.

La cancha de baloncesto, atestada, bullia de cabezas morenas. Hacia mucho calor. El altavoz aullaba. El padre de Luo estaba arrodillado en el centro de una tribuna. Un gran cartel de cemento, muy pesado, colgaba de su cuello por medio de un alambre que se hundia y casi desaparecia en su piel. En este cartel habian escrito su nombre y su crimen: REACCIONARIO.

Incluso a treinta metros de distancia, tuve la impresion de ver en el suelo, bajo la cabeza de su padre, una gran mancha negra formada por el sudor.

La voz amenazadora de un hombre grito por el altavoz:

– ?Reconoce que te has acostado con esta enfermera!

El padre inclino la cabeza, cada vez mas abajo, tan abajo que hubiera podido creerse que el cuello habia sido aplastado por el alambre del cartel de cemento. Un hombre le acerco un microfono a la boca y se oyo un «si» muy debil, casi tembloroso, escapando de ella.

– ?Como ocurrio? -aullo el inquisidor por el altavoz-. ?La tocaste tu primero, o fue ella?

– Fui yo.

– ?Y luego?

Se hizo un silencio de algunos segundos. Despues, la multitud, grito como un solo hombre:

– ?Y luego?

Aquel grito, repetido por dos mil personas, resono como un trueno y revoloteo por encima de nuestras cabezas.

– Segui adelante… -dijo el criminal.

– ?Que mas! ?Detalles!

– Pero, cuando la toque -confeso el padre de Luo-, cai… entre nubes y niebla.

Nos marchamos mientras los gritos de aquella multitud de inquisidores fanaticos volvian a desencadenarse. Por el camino, senti de pronto que las lagrimas corrian por mi rostro y adverti cuanto queria yo a aquel viejo vecino, el dentista.

Entonces, Luo me abofeteo sin decir palabra. El golpe fue tan sorprendente que estuvo a punto de enviarme al suelo.

En el ano 1971, el hijo de un neumologo y su companero, hijo de un gran enemigo del pueblo que habia tenido la suerte de tocar los dientes de Mao, eran solo dos «jovenes intelectuales» entre el centenar de muchachos y chicas enviados a aquella montana, llamada «el Fenix del Cielo». Un nombre poetico y un chusco modo de sugerir su terrible altura: los pobres gorriones y los pajaros ordinarios del llano nunca podrian elevarse hasta ella; solo podia alcanzarla una especie vinculada con el cielo, potente, legendaria, profundamente solitaria.

Ninguna carretera accedia a ella, solo un estrecho sendero que iba elevandose entre las enormes masas de rocas, los picos, montes y crestas de todos los tamanos y formas. Para distinguir la silueta de un coche, oir un bocinazo, signo de civilizacion, o para olfatear el aroma de un restaurante era preciso caminar durante dos dias por la montana. Un centenar de kilometros mas lejos, a orillas del rio Ya, se extendia el pequeno burgo de Yong Jing; era la ciudad mas cercana. El unico occidental que habia puesto los pies en ella era un misionero frances, el padre Michel, en los anos cuarenta, cuando estaba buscando un nuevo paso para llegar al Tibet.

«El distrito de Yong Jing no carece de interes, especialmente una de sus montanas, la que llaman el Fenix del Cielo -escribio ese jesuita en su cuaderno de viaje-. Una montana conocida por su cobre amarillo, empleado en la fabricacion de las antiguas monedas. Dicen que, en el siglo I, un emperador de la dinastia Han ofrecio esta montana a su amante, uno de los jefes eunucos de su palacio. Cuando pose mis ojos en sus picos, de vertiginosa altura, que se levantaban a mi alrededor, vi un estrecho sendero que ascendia por las sombrias fisuras de las rocas en desplome y parecia volatilizarse en la bruma. Algunos culies, cargados como bestias de tiro, con grandes bultos de cobre sujetos a la espalda por correas de cuero, bajaban por aquel sendero. Pero me dijeron que la produccion de este mineral estaba en declive desde hacia mucho tiempo, principalmente a causa de la falta de medios de transporte. Hoy, la particular geografia de esta montana ha llevado a sus habitantes a cultivar opio. Por otra parte, me han aconsejado que no ponga los pies en ella: todos los que cultivan opio estan armados. Tras la cosecha, pasan el tiempo asaltando a los transeuntes. Me limite, pues, a mirar de lejos aquel lugar salvaje y aislado, oscurecido por la exuberancia de gigantescos arboles, plantas trepadoras y vegetacion lujuriante, que parecia el lugar ideal para que un bandido brotase de las sombras y saltara sobre los viajeros.»

El Fenix del Cielo comprendia unas veinte aldeas dispersas por los meandros del unico sendero, u ocultas en los sombrios valles. Normalmente, cada aldea acogia a cinco o seis jovenes procedentes de la ciudad, pero la nuestra, encaramada en la cima y la mas pobre de todas, solo podia encargarse de dos: Luo y yo. Nos instalaron precisamente en la casa sobre pilotes donde el jefe del poblado habia inspeccionado mi violin.

El edificio, que pertenecia a la aldea, no habia sido concebido como vivienda. Debajo de la casa, levantada del suelo por unas columnas de madera, estaba la pocilga donde vivia una gran cerda, tambien patrimonio comun. La casa propiamente dicha era de madera vieja en bruto, sin pintura, y servia de almacen para el maiz, el arroz y las herramientas estropeadas; era tambien un lugar ideal para las citas secretas de los adulteros.

Durante varios anos, nuestra residencia de reeducacion no tuvo muebles, ni siquiera una mesa o una silla, tan solo dos camas improvisadas, colocadas contra una pared en una pequena habitacion sin ventanas.

Sin embargo, aquella casa se convirtio rapidamente en el centro de la aldea: todo el mundo acudia, incluso el jefe, con su ojo izquierdo manchado siempre por tres gotas de sangre.

Y todo ello gracias a otro «fenix», muy pequeno, casi minusculo y mas bien terrenal, cuyo dueno era mi amigo Luo.

En realidad, no era un verdadero fenix sino un gallo orgulloso con plumas de pavo real, de color verdoso estriado con rayas de azul oscuro. Bajo el cristal algo mugriento, bajaba rapidamente la cabeza, y su pico puntiagudo de ebano golpeaba un suelo invisible mientras la aguja de los segundos giraba lentamente por la esfera. Luego levantaba la cabeza, con el pico abierto, y sacudia su plumaje, visiblemente satisfecho, saciado de haber picoteado unos imaginarios granos de arroz. ?Que pequeno era el despertador de Luo, con su gallo moviendose a cada segundo! Gracias a su tamano, sin duda, habia podido escapar a la inspeccion del jefe del poblado, cuando llegamos. Era apenas como la palma de una mano, pero con un timbre muy bonito, lleno de dulzura.

Antes de nuestra llegada, en la aldea nunca habia habido un despertador, ni un reloj de pulsera, ni de pared. La gente habia vivido siempre segun la salida y la puesta del sol.

Nos sorprendio comprobar el poder, casi sagrado, que el despertador ejercia sobre los campesinos. Todo el mundo venia a consultarlo, como si nuestra casa sobre pilotes fuera un templo. Cada manana el mismo ritual: el jefe iba de un lado a otro, a nuestro alrededor, fumando su pipa de bambu, larga como un viejo fusil. No apartaba los ojos de nuestro despertador. Y a las nueve en punto, daba un largo y ensordecedor silbido, para que todos los aldeanos fueran a los campos.

– ?Ya es hora! ?Me ois? -gritaba ritualmente hacia las casas que se levantaban por todas partes-. Es la hora de ir al tajo, ?pandilla de holgazanes! Pero ?a que estais esperando?, ?retonos de los cojones de un buey!…

Ni a Luo ni a mi nos gustaba demasiado ir a trabajar en aquella montana de senderos abruptos y estrechos que subian y subian hasta desaparecer en las nubes, senderos por los que era imposible empujar un carrito y donde el cuerpo humano representaba el unico medio de transporte.

Lo que mas nos horrorizaba era llevar la mierda a la espalda, en cubos de madera semicilindricos especialmente concebidos y fabricados para transportar toda clase de abono, humano o animal. Cada dia debiamos llenar de excrementos mezclados con agua aquella especie de mochilas, cargarlas a nuestros lomos y trepar hasta campos situados, a menudo, a una altura vertiginosa. A cada paso oias como la mierda liquida chapoteaba en el cubo, justo junto a tus orejas; y el hediondo contenido escapaba poco a poco de la tapa y se vertia, chorreando a lo largo de tu torso. Queridos lectores, les ahorrare las escenas de caida pues, como pueden imaginar, cada paso en falso podia resultar fatal.

Cierto dia, al amanecer, pensando en las «mochilas» que nos aguardaban, perdimos las ganas de levantarnos. Estabamos aun en la cama cuando oimos que se acercaban los pasos del jefe. Eran casi las nueve y el gallo picoteaba impasiblemente su comida, cuando, de pronto, Luo tuvo una idea genial: cogio la ruedecilla e hizo girar las agujas del despertador en sentido inverso, hasta retrasado una hora. Y seguimos durmiendo. Que agradable fue dejar que se nos pegaran las sabanas, y mas sabiendo que el jefe esperaba fuera, yendo de un lado a otro con su larga pipa de bambu en la boca. Aquel audaz y fabuloso hallazgo casi hizo desaparecer nuestro rencor hacia aquellos ex cultivadores de opio, reconvertidos en «campesinos pobres» bajo el regimen comunista, que se estaban encargando de nuestra reeducacion.

Tras aquella historica manana, modificamos a menudo las horas del despertador. Todo dependia de nuestro estado fisico o de nuestro humor. A veces, en vez de hacer girar las agujas hacia atras, las avanzabamos una hora o dos, para terminar antes el trabajo de la jornada. De aquel modo, al no saber ya verdaderamente que hora era, acabamos perdiendo toda nocion del tiempo.

???

Llovia a menudo en la montana del Fenix del Cielo. Llovia casi dos dias de cada tres. Pocas veces tempestades o diluvios, mas bien lluvia fina, constante y solapada, lluvia de la que se hubiera dicho que nunca terminaria. Las formas de los picos y las rocas que habia alrededor de nuestra casa desaparecian tras una espesa y siniestra niebla, y aquel paisaje blandamente irreal nos dejaba aplastados, tanto mas cuanto que en el interior de la casa viviamos en una permanente humedad, el moho lo corroia todo y nos rodeaba cada vez mas. Era peor que vivir en el fondo de un sotano.

A veces, por la noche, Luo no conseguia dormir. Se levantaba, encendia la lampara de petroleo y se deslizaba bajo la cama, a cuatro patas, en la semioscuridad, buscando las pocas colillas que habia dejado caer. Cuando salia, se sentaba en la cama con las piernas cruzadas, reunia las colillas enmohecidas en un pedazo de papel (a menudo una valiosa carta de su familia) y las secaba a la llama de la lampara de petroleo. Luego, sacudia las colillas y recogia las briznas de tabaco con una minuciosidad de relojero, sin perder ni una hebra. Una vez liado el cigarrillo, lo encendia y, luego, apagaba la lampara. Fumaba en la oscuridad, sentado siempre, escuchando el silencio de la noche sobre el que destacaban los grunidos de la cerda que, justo bajo nuestra habitacion, hozaba en el monton de estiercol.

De vez en cuando, la lluvia duraba mas que de costumbre, y la escasez de cigarrillos se prolongaba. Una vez, Luo me desperto en plena noche.

– Ya no encuentro colillas, ni debajo de la cama ni en ninguna parte.

– ?Y que?

– Me siento deprimido -me dijo-. ?Querrias tocar una melodia con el violin?

Me apresure a hacerlo. Al tocar, sin estar realmente lucido, pense de pronto en nuestros padres, en los suyos y en los mios: si el neumologo o el gran dentista que tantas hazanas habia logrado hubieran visto aquella noche el fulgor de la lampara de petroleo oscilando en nuestra casa sobre pilotes; si hubieran oido aquella melodia de violin, mezclandose con los grunidos de la cerda:… Pero no habia nadie. Ni siquiera los campesinos de la aldea. El vecino mas proximo estaba, por lo menos, a un centenar de metros.

Fuera, llovia. Pero esta vez no era la lluvia fina habitual sino una lluvia pesada, brutal, cuyo golpeteo en las tejas oiamos por encima de nuestras cabezas. Sin duda aquello contribuia a deprimir aun mas a Luo: estabamos condenados a pasar toda nuestra vida en reeducacion. Normalmente, un joven nacido en una familia normal, obrera o intelectual revolucionaria, que no hacia tonterias, tenia, segun los periodicos oficiales del Partido, el cien por cien de posibilidades de concluir su reeducacion en dos anos, antes de volver a la ciudad y reunirse con su familia. Pero, para los hijos de las familias catalogadas como «enemigas del pueblo», la posibilidad del regreso era infima: tres sobre mil. Matematicamente hablando, Luo y yo estabamos jodidos. Nos quedaba la ilusionante perspectiva de convertirnos en viejos y calvos, morir y acabar envueltos en el sudario blanco local, en la casa sobre pilotes.

Realmente habia por que sentirse deprimido, torturado, incapaz de cerrar los ojos.

Aquella noche, toque primero. un fragmento de Mozart; luego, uno de Brahms y una sonata de Beethoven, pero ni siquiera este consiguio levantarle la moral a mi amigo.

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