– De acuerdo -le dijo Luo-. Ahora, quitate el zapato y el calcetin del pie izquierdo.
Tras un instante de vacilacion, muy curiosa, lo hizo. Su pie, mas timido que ella, aunque muy sensual, nos revelo primero su linea bien recortada; luego, un hermoso tobillo y unas unas relucientes. Un pie pequeno, bronceado, ligeramente diafano, con venas azuladas.
Cuando Luo puso su pie, sucio, ennegrecido y huesudo, junto al de la Sastrecilla vi, efectivamente, una similitud: su segundo dedo era mas largo que los demas.
Puesto que el camino de regreso era muy largo, partimos hacia las tres de la tarde para llegar a la aldea antes de que cayera la noche.
En el sendero, le pregunte a Luo:
– ?Te gusta la Sastrecilla?
Prosiguio su camino, con la cabeza gacha, sin responderme enseguida.
– ?Te has enamorado? -le pregunte de nuevo.
– ?Es demasiado sencilla, al menos para mi!
Un brillo se desplazaba penosamente por el fondo de una larga galeria exigua, de un negro intenso. De vez en cuando, el minusculo punto luminoso oscilaba, caia, volvia a equilibrarse y avanzaba de nuevo. A veces, la galeria descendia subitamente y el fulgor desaparecia durante largo rato; entonces solo se oia el chirriar de un pesado cesto arrastrado por el suelo pedregoso y unos grunidos lanzados por un hombre a cada uno de sus esfuerzos; resonaban en la completa oscuridad, con un eco que llegaba a prodigiosa distancia. De pronto reaparecio el fulgor, como el ojo de una bestia cuyo cuerpo, devorado por la oscuridad, caminase con paso flotante, como en una pesadilla.
Era Luo, que tenia una lampara de aceite fijada en la frente con una tira de cuero, trabajando en una pequena mina de carbon. Cuando el corredor era demasiado bajo, se arrastraba a cuatro patas. Iba completamente desnudo, cenido por una correa de cuero que penetraba profundamente en su carne. Equipado con ese horrendo arnes, arrastraba un gran cesto en forma de barca, cargado con grandes bloques de antracita.
Cuando llego a mi altura, lo releve. Con el cuerpo desnudo tambien, cubierto de carbon hasta el menor pliegue de mi piel, empujaba el cargamento en vez de tirar, como el, con un arnes. Antes de salir de la galeria habia que trepar por una larga pendiente escarpada, pero el techo era mas alto. Luo me ayudaba con frecuencia a subir, a salir del tunel y a veces a verter el contenido de nuestro cesto sobre un monton de carbon que habia fuera. Una nube opaca de polvo se levantaba y nos envolvia cuando nos tendiamos en el suelo, completamente agotados.
Antano, la montana del Fenix del Cielo, como ya he dicho, era famosa por sus minas de cobre. (Tuvieron incluso el honor de entrar en la historia de China como generoso regalo del primer homosexual chino oficial, un emperador.) Pero aquellas minas abandonadas desde hacia tiempo estaban en ruinas. Las de carbon, pequenas y artesanales, seguian siendo patrimonio comun de todos los aldeanos, y eran explotadas aun, proporcionando combustible a los montaneses. Como los demas jovenes de la ciudad, Luo y yo no pudimos escapar a esta leccion de reeducacion que iba a durar dos meses. Ni siquiera nuestro exito en materia de «cine oral» nos sirvio para retrasar el plazo.
A decir verdad, aceptamos participar en aquella prueba infernal por deseo de «mantenernos en carrera», aunque nuestras posibilidades de regresar a la ciudad fuesen irrisorias y representasen solo una probabilidad de «tres sobre mil». No imaginabamos que aquella mina iba a dejar en nosotros una huella tan oscura e indeleble, fisica y, sobre todo, moralmente. Hoy todavia, esas terribles palabras, «la pequena mina de carbon», me hacen temblar de miedo.
A excepcion de la entrada, donde habia un tramo de unos veinte metros cuyo techo bajo era aguantado por vigas y pilares hechos con groseros troncos de arbol, sumariamente escuadrados y rudimentariamente dispuestos, el resto de la galeria, es decir, mas de setecientos metros de corredor, no disponia de proteccion alguna. Las piedras podian, a cada instante, caer sobre nuestras cabezas, y los tres viejos campesinos mineros, que se encargaban de excavar las paredes del yacimiento, nos contaban sin cesar accidentes mortales que se habian producido en el pasado. Cada cesto que sacabamos del fondo de la galeria se convertia, para nosotros, en una especie de ruleta rusa.
Cierto dia, durante el ascenso habitual por la larga pendiente, mientras los dos empujabamos el cesto cargado de carbon, oi que Luo decia a mi lado:
– No se por que, desde que estoy aqui se me ha metido una idea en la cabeza: tengo la impresion de que voy a morir en esta mina.
La frase me dejo sin voz. Proseguimos nuestro camino, pero me senti de pronto empapado en sudor frio. A partir de aquel instante, me contagio su miedo de morir alli.
Viviamos con los campesinos mineros en un dormitorio, una humilde cabana de madera adosada al flanco de la montana, encajonada bajo una arista rocosa que sobresalia. Cada manana, cuando despertaba, escuchaba las gotas de agua que caian de la roca sobre el tejado hecho de simples cortezas de arbol, y me decia con alivio que no habia muerto aun. Pero cuando abandonaba la choza, nunca estaba seguro de que fuese a regresar por la noche. La menor ocurrencia, por ejemplo una frase fuera de lugar de los campesinos, una broma macabra o un cambio de tiempo, adquiria, a mi modo de ver, una dimension de oraculo, se convertia en el signo anunciador de mi muerte.
A veces, trabajando, llegaba a tener visiones. De pronto, tenia la impresion de caminar por un suelo blando, respiraba mal y, en cuanto advertia que podia ser la muerte, creia ver desfilando mi infancia a una velocidad de vertigo por mi cabeza, como se decia siempre de los moribundos. El suelo, como de caucho, comenzaba a estirarse bajo mis pies, a cada uno de mis pasos; luego, estallaba por encima de mi un ruido ensordecedor, como si el techo se derrumbara. Como un loco, reptaba a cuatro patas mientras el rostro de mi madre se aparecia sobre fondo negro ante mis ojos, muy pronto sustituido por el de mi padre. La cosa duraba unos segundos y la vision furtiva desaparecia: yo estaba en el corredor de la mina, desnudo como un gusano, empujando mi cargamento hacia la salida. Miraba al suelo: a la luz vacilante de mi lampara de aceite, veia una pobre hormiga que trepaba lentamente, impulsada por la voluntad de sobrevivir.
Cierto dia, hacia la tercera semana, oi de pronto que alguien lloraba en la galeria; sin embargo, no vi a nadie, ni la menor luz.
No era un sollozo de emocion, ni el gemido de dolor de un herido sino, mas bien, llantos desenfrenados, derramados junto a calidas lagrimas en la oscuridad. Repercutidos por las paredes, esos llantos se transformaban en un largo eco que ascendia del fondo de la galeria, se fundia, se condensaba y acababa formando parte de la oscuridad total y profunda. El que lloraba era Luo, sin duda alguna.
Al finalizar la sexta semana, cayo enfermo. El paludismo. Cierto mediodia, mientras comiamos bajo un arbol ante la entrada de la mina, me dijo que tenia frio. En efecto, unos minutos mas tarde, su mano comenzo a temblar tan fuerte que no conseguia ya sujetar sus palillos ni su bol de arroz. Cuando se levanto para dirigirse al dormitorio y tenderse en la cama, caminaba con paso oscilante. Habia en sus ojos algo difuso. Ante la puerta de la cabana, abierta de par en par, grito a alguien invisible que le dejara entrar. Aquello provoco las carcajadas de los campesinos mineros que comian bajo el arbol.
– ?Con quien hablas? -le dijeron-. No hay nadie.
Aquella noche, a pesar de varias mantas y del inmenso horno de carbon que caldeaba la choza, siguio quejandose de frio.
Se inicio una larga discusion en voz baja entre los campesinos. Hablaron de llevarse a Luo a orillas de un rio y lanzarlo al agua helada de improviso. Al parecer, el choque iba a producir un inmediato efecto saludable. Pero la proposicion fue rechazada por temor a que se ahogara en plena noche.
Uno de los campesinos salio y volvio a entrar con dos ramas de arbol en la mano, «una de melocotonero, la otra de sauce», me explico. Los demas arboles no servian. Hizo que Luo se levantara, le quito la chaqueta y las demas ropas y le azoto la espalda desnuda con las dos ramas.
– ?Mas fuerte! -gritaban los demas campesinos, a su lado-. Si lo haces suavemente, nunca expulsaras la enfermedad.
Las dos ramas chasqueaban en el aire, una tras otra, alternativamente. La flagelacion, que se habia tornado maliciosa, abria surcos rojo oscuro en la carne de Luo.
Este, que estaba despierto, recibia los golpes sin especial reaccion, como si asistiera en suenos a una escena en la que azotaran a otro. Yo no sabia lo que pasaba por su cabeza, pero tenia miedo, y la frasecita que me habia dicho en la galeria, unas semanas antes, volvia a mi memoria, resonando entre los desgarradores ruidos de la flagelacion: «Se me ha metido una idea en la cabeza: tengo la impresion de que vaya morir en esta mina.»
Fatigado, el primer azotador solicito que lo relevaran. Pero no se presento candidato alguno. El sueno habia recuperado sus derechos, los campesinos habian vuelto a la cama y querian dormir. Entonces, las ramas del melocotonero y del sauce cayeron en mis manos. Luo levanto la cabeza. Su rostro estaba palido y de su frente brotaban finas gotas de sudor. Su mirada ausente se cruzo con la mia:
– Vamos -dijo con voz apenas audible.
– ?No quieres descansar un poco? -le pregunte-. Mira como te tiemblan las manos. ?No sientes nada?
– No -dijo levantando una mano y poniendola ante sus ojos para examinarla-. Es cierto, estoy temblando y tengo frio, como los viejos que van a morir.
Encontre una colilla de cigarrillo en lo mas hondo de mi bolsillo, la encendi y se la tendi. Pero escapo enseguida de sus dedos y cayo al suelo.
– ?Mierda! Como pesa… -dijo.
– ?Realmente quieres que te pegue?
– Si, eso me calentara un poco.
Antes de azotarle, quise recoger primero el cigarrillo y darle una buena calada. Me agache y tome la colilla, que no se habia apagado aun. De pronto, algo blanquecino atrajo mi mirada; era un sobre que estaba a los pies de la cama. Lo cogi. El sobre, en el que habian escrito el nombre de Luo, no estaba abierto. Les pregunte a los campesinos de donde procedia. Uno de ellos contesto desde su cama que un hombre lo habia dejado hacia unas horas, cuando vino a comprar carbon.
Lo abri. La carta, de apenas una pagina, estaba escrita a lapiz, con una caligrafia densa unas veces, espaciada otras. Los trazos de los caracteres estaban a menudo mal dibujados, pero de aquella torpeza emanaba cierta dulzura femenina, cierta sinceridad infantil. Lentamente, se la lei a Luo:
Decidimos elegir la historia de
De las tres peliculas que habiamos visto en la cancha de baloncesto de la ciudad de Yong Jing, la mas popular era un melodrama norcoreano cuyo personaje principal se llamaba «la chica de las flores». Se la habiamos contado a los campesinos de nuestra aldea y, al finalizar la sesion, cuando pronuncie la frase final imitando la voz en off, sentimental y fatal, con una ligera vibracion en la