garganta: «Dice el proverbio: un corazon sincero podria lograr que incluso una piedra floreciese. Y sin embargo, ?no era bastante sincero el corazon de la chica de las flores?», el efecto fue tan grandioso como durante la autentica proyeccion. Todos nuestros oyentes lloraron; ni siquiera el jefe del poblado, por muy duro que fuera, pudo contener la calida efusion de las lagrimas que brotaban de su ojo izquierdo, marcado aun por las tres gotas de sangre.
Pese a sus recurrentes accesos de fiebre, Luo, que se consideraba ya convaleciente, partio conmigo hacia la aldea de la Sastrecilla con el impetu de un autentico conquistador. Pero, por el camino, tuvo una nueva crisis de paludismo.
A pesar de los rayos del sol, que le cubrian el cuerpo con su fulgor, me dijo que sentia que el frio lo invadia de nuevo. Y cuando estuvo sentado junto al fuego que consegui encender con ramas de arboles y hojas muertas, el frio, en vez de disminuir, se le hizo insoportable.
– Sigamos -me dijo levantandose. (Sus dientes rechinaban.)
A lo largo del sendero, oimos el rumor de un torrente, gritos de monos y otros animales salvajes. Poco a poco, Luo conocio la enojosa alternancia del frio y el calor. Cuando lo vi caminar vacilando hacia el profundo acantilado que se extendia bajo nuestros pies, cuando vi algunos terrones desprenderse a su paso y caer a tanta profundidad que era preciso esperar mucho tiempo antes de percibir el ruido de su caida, lo detuve e hice que se sentara en una roca para esperar a que su fiebre pasara.
Cuando llegamos a casa de la Sastrecilla, supimos que, por fortuna, su padre estaba otra vez de viaje. Como la visita precedente, el perro negro vino a olisquearnos sin ladrar.
Luo entro con el rostro mas colorado que un fruto bermejo: deliraba. La crisis de paludismo habia causado en el tales estragos que la Sastrecilla quedo impresionada. Hizo anular, de inmediato, la sesion de «cine oral» e instalo a Luo en su alcoba, en su lecho rodeado por una mosquitera blanca. Se enrollo la larga trenza en lo alto de la cabeza haciendose un gran mono. Luego se quito los zapatos rosados y, con los pies desnudos, corrio afuera.
– Ven conmigo -me grito-. Conozco algo muy eficaz para eso.
Era una planta vulgar que crecia a orillas de un pequeno arroyo, no lejos de su aldea. Parecia un arbusto de apenas treinta centimetros de altura, con flores de un rosa vivo cuyos petalos, que evocaban los de las flores del melocotonero, aunque mas grandes, se reflejaban en las aguas limpidas y poco profundas del riachuelo. La parte medicinal de la planta eran sus hojas angulosas y puntiagudas, en forma de patas de anade, y la Sastrecilla recogio muchas.
– ?Como se llama esta planta? -le pregunte.
– «Trozos de cuenco roto.»
Las majo en un mortero de piedra blanca. Cuando estuvieron reducidas a una especie de pasta verdosa, unto con ella la muneca izquierda de Luo que, aunque deliraba aun, recobro cierta logica de pensamiento. Permitio que la Sastrecilla le vendase la muneca, enrollandole una larga tira de lino blanco.
Al anochecer, la respiracion de Luo se apaciguo, y se quedo dormido.
– ?Tu crees en esas cosas…? -me pregunto la Sastrecilla con voz vacilante.
– ?En que cosas?
– Las que no son del todo naturales.
– A veces si, a veces no.
– Parece que tienes miedo de que te denuncie.
– En absoluto.
– ?Y entonces?
– A mi entender, no podemos creerlas por entero, ni negarlas por completo.
Parecio satisfecha de mi posicion. Lanzo una ojeada a la cama donde dormia Luo y me pregunto:
– ?Que es el padre de Luo? ?Budista?
– No lo se. Pero es un gran dentista.
– ?Que es un dentista?
– ?No sabes lo que es un dentista? El que cuida los dientes.
– ?De verdad? ?Quieres decir que puede quitar los gusanos ocultos en las muelas que duelen?
– Eso es -le respondi sin reirme-. Te dire incluso un secreto, pero debes jurar que no vas a contarselo a nadie.
– Te lo juro…
– Su padre -le dije bajando la voz- quito los gusanos de las muelas del presidente Mao.
Tras un instante de respetuoso silencio, me pregunto:
– Si hago que vengan unas brujas para velar esta noche por su hijo, ?se enojara?
Vistiendo largas faldas negras y azules, con los cabellos salpicados de flores y pulseras de jade en las munecas, cuatro ancianas llegadas de tres aldeas distintas se reunieron, hacia medianoche, alrededor de Luo, cuyo sueno seguia siendo agitado. Sentada cada una de ellas en una esquina de la cama, lo observaban a traves de la mosquitera. Era dificil decir cual era la mas arrugada, la mas fea, la que asustaria mas a los malos espiritus.
Una de ellas, sin duda la mas retorcida, tenia en las manos un arco y una flecha.
– Te garantizo -me dijo- que el mal espiritu de la pequena mina que ha hecho sufrir a tu companero no se atrevera a venir aqui esta noche. Mi arco procede del Tibet y mi flecha tiene punta de plata. Cuando la lanzo, es semejante a una flauta voladora, silba en el aire y atraviesa el pecho de los demonios, sea cual sea su poder.
Pero su avanzada edad y la hora tardia no ayudaron mucho. Poco a poco, comenzaron a bostezar. Y pese al te fuerte que nuestra anfitriona les hizo beber, el sueno se apodero de ellas. La propietaria del arco se durmio tambien. Dejo su arma en la cama y luego sus parpados flaccidos y maquillados se cerraron pesadamente.
– Despiertalas -me dijo la Sastrecilla -. Cuentales una pelicula.
– ?De que clase?
– No tiene importancia. Solo debemos mantenerlas despiertas…
Comence entonces la sesion mas extrana de mi vida. Ante la cama donde mi amigo habia caido en una especie de sopor, conte la pelicula norcoreana para una hermosa muchacha y cuatro viejas brujas iluminadas por una lampara de petroleo que vacilaba, en una aldea encajonada entre altas montanas.
Me las arregle como pude. En pocos minutos, la historia de la pobre «chica de las flores» capto la atencion de mis oyentes. Hicieron incluso algunas preguntas; cuanto mas avanzaba el relato, menos parpadeaban.
Sin embargo, la magia no fue la misma que con Luo. Yo no era un narrador nato. Yo no era el. Al cabo de media hora, «la chica de las flores», que se habia deslomado para conseguir algo de dinero, llegaba corriendo al hospital, pero su madre habia muerto ya, tras haber gritado desesperadamente el nombre de su hija. Una verdadera pelicula de propaganda. Normalmente era el primer punto culminante del relato. Ya fuera en la proyeccion del film, ya en nuestra aldea, cuando la habiamos contado, la gente lloraba siempre en ese instante preciso. Tal vez las brujas estuvieran hechas de otra pasta. Me escuchaban atentamente, con cierta emocion, adverti incluso que un pequeno estremecimiento les recorria el espinazo, pero las lagrimas no acudieron a la cita.
Decepcionado por mi falta de exito, anadi el detalle de la mano de la muchacha temblando, los billetes resbalando de sus dedos… Pero mi auditorio resistia.
De pronto, del interior de la mosquitera blanca broto una voz que parecia salida del fondo de un pozo.
– El proverbio dice que un corazon sincero puede hacer que florezca una piedra -vibro la garganta de Luo-. Pero decidme, ?acaso el corazon de la «chica de las flores» no era lo bastante sincero?
Me impresiono mas el hecho de que Luo hubiese pronunciado demasiado pronto la frase final de la pelicula que su brutal despertar. Pero que sorpresa cuando mire a mi alrededor: ?las cuatro brujas lloraban! Sus lagrimas brotaban, majestuosamente, derribando las presas, transformandose en torrente sobre sus rostros gastados, agrietados.
?Que talento de narrador el de Luo! Podia manipular al publico sencillamente cambiando de lugar una voz en off, incluso cuando estaba abrumado por un violento acceso de paludismo.
A medida que el relato avanzaba, tuve la impresion de que algo habia cambiado en la Sastrecilla, y adverti que sus cabellos no estaban ya peinados en una larga trenza, sino sueltos en una lujuriante melena, unas suntuosas crines que caian sobre sus hombros. Adivine lo que Luo habia hecho, al pasear su enfebrecida mano fuera de la mosquitera. De pronto, una corriente de aire hizo vacilar la llama de la lampara de petroleo y, en el momento en que se apagaba, crei ver a la Sastrecilla levantando una esquina de la mosquitera, inclinandose en la oscuridad hacia Luo y dandole un furtivo beso.
Una de las brujas encendio de nuevo la lampara y segui, durante mucho tiempo aun, contando la historia de la muchacha coreana. Las efusiones lacrimosas de las mujeres, mezclandose con los mocos que brotaban de sus narices y el ruido que hacian al sonarse, no cesaron ya.
Segunda parte
El Cuatrojos tenia una maleta secreta, que ocultaba cuidadosamente. Era nuestro amigo. (Recordadlo, he mencionado ya su nombre al relatar nuestro encuentro con el padre de la Sastrecilla.) La aldea donde era reeducado estaba mas abajo que la nuestra en la ladera de la montana del Fenix del Cielo. A menudo, por la noche, Luo y yo ibamos a cocinar a su casa cuando encontrabamos un pedazo de carne, una botella de alcohol o conseguiamos robar buenas verduras en los huertos de los campesinos. Lo repartiamos siempre con el, como si hubieramos formado una pandilla de tres. Por eso, que nos ocultara la existencia de aquella misteriosa maleta nos sorprendio mucho mas.
Su familia vivia en la ciudad donde trabajaban nuestros padres; su padre era escritor y su madre poetisa. La reciente caida en desgracia de ambos ante las autoridades concedia «tres posibilidades sobre mil» a su amado hijo; ni mas ni menos que a Luo y a mi. Pero ante esta situacion desesperada, que el debia a sus progenitores, el Cuatrojos, que tenia dieciocho anos, era casi constantemente presa del miedo.
Con el, todo adquiria el color del peligro. Reunidos en su casa, alrededor de una lampara de petroleo, teniamos la impresion de ser tres malhechores tramando alguna fechoria. Tomemos las comidas como ejemplo: si alguien llamaba a su puerta mientras estabamos envueltos por el olor y el humo de un precioso plato de carne cocinado por nosotros mismos, y que sumia a los tres hambrientos que eramos en un voluptuoso placer, eso le producia siempre un panico extraordinario. Se levantaba, escondia de inmediato el plato de carne en una esquina, como si fuera producto de un robo, y lo sustituia por un pobre plato de verduras adobadas, espumosas y hediondas; comer carne le parecia un crimen propio de la burguesia de la que su familia formaba parte.
Al dia siguiente de la sesion de cine oral con las cuatro brujas, Luo se sintio algo mejor y quiso regresar a la aldea. La Sastrecilla no insistio demasiado para que nos quedaramos en su casa, imagino que estaba muerta de cansancio.
Tras el desayuno, Luo y yo reemprendimos el solitario camino. En contacto con el aire humedo de la manana, nuestros rostros ardientes sintieron un agradable frescor. Luo fumaba al caminar. El sendero descendia lentamente, luego volvia a subir. Ayude al enfermo con la mano, pues la pendiente era empinada. El suelo estaba blando y humedo; por encima de nuestras cabezas, se entrecruzaban las ramas. Al pasar ante la aldea del Cuatrojos, lo vimos trabajar en un arrozal; labraba la tierra con un arado y un bufalo.
No se veian surcos en el arrozal irrigado, pues un agua calma cubria el barro puro, muy abonado, de cincuenta centimetros de profundidad. Con el torso desnudo, en calzones, nuestro labrador se desplazaba hundiendose hasta las rodillas en el barro, tras el bufalo negro que arrastraba penosamente el arado. Los primeros rayos del sol herian sus gafas con su brillo.
El bufalo era de un tamano normal pero tenia una cola de insolita longitud que removia a cada paso, como si lo hiciera adrede para tirar el barro y otras suciedades al rostro de su amable dueno,