Sin respondernos, el Cuatrojos se puso en marcha.

El desafio que se lanzaba superaba los limites de su capacidad fisica. Se empeno, rapidamente, en una especie de prueba masoquista: la nieve era espesa y, en algunos lugares, se hundia hasta los tobillos. El sendero resbalaba mas que de costumbre. Clavaba sus ojos desorbitados en el suelo, pero era incapaz de distinguir las piedras que sobresalian y sobre las que hubiera podido poner los pies. Avanzaba a ciegas, titubeante, con unos andares danzarines de borracho. Cuando el sendero empezo a bajar, busco con el pie un punto de apoyo, tanteando, pero su otra pierna no pudo soportar sola el peso del cuevano, cedio y cayo de rodillas en la nieve. Intento mantener el equilibrio en esta posicion, sin que el cuevano se volcara; luego, empujando la nieve con las piernas, apartandola a fuerza de munecas, se abrio camino, metro tras metro, y acabo por levantarse.

A lo lejos, lo contemplamos zigzaguear por el sendero y minutos mas tarde caer de nuevo. Esta vez, el cuevano golpeo una roca en su caida, reboto y cayo al suelo.

Nos acercamos a el y le ayudamos a recoger el arroz que se habia derramado. Nadie hablaba. No me atrevia a mirarlo. Se sento en el suelo, se quito las botas llenas de nieve, las vacio e intento calentarse los pies entumecidos, frotandolos con las manos. No dejaba de mover la cabeza, como si fuera demasiado pesada.

– ?Te duele la cabeza? -le pregunte.

– No, tengo un zumbido en los oidos, pero ligero.

Rugosos y duros, unos cristales de nieve llenaban las mangas de mi abrigo cuando acabamos de poner el arroz en el cuevano.

– ?Vamos? -le pregunte a Luo.

– Si, ayudame a cargar el cuevano -contesto-. Tengo frio, un poco de peso en la espalda me calentara.

Luo y yo nos relevamos cada cincuenta metros para llevar los sesenta kilos de arroz hasta el deposito. Estabamos muertos de cansancio.

Al regresar, el Cuatrojos nos paso un libro delgado y gastado, un libro de Balzac.

«Ba-er-za-ke.» Traducido al chino, el nombre del autor frances formaba una palabra de cuatro ideogramas. ?Que magia eso de la traduccion! De pronto, la pesadez de las dos primeras silabas, la resonancia guerrera y agresiva, y tambien algo vulgar, del nombre desaparecia. Los cuatro caracteres, muy elegantes, pues cada uno se componia de pocos trazos, se reunian para formar una belleza insolita de la que emanaba un sabor exotico, sensual, generoso como el perfume embriagador de un licor conservado durante siglos en una bodega. (Anos mas tarde, supe que el traductor era un gran escritor al que habian prohibido, por razones politicas, publicar sus propias obras y que se habia pasado la vida traduciendo las de los autores franceses.)

?Vacilo mucho el Cuatrojos antes de elegir este libro para prestarnoslo? ?Fue el puro azar lo que dirigio su mano? ?O lo tomo, sencillamente, porque en su maleta de los tesoros preciosos era el libro mas delgado, el que se hallaba en peor estado? ?Fue la mezquindad lo que motivo su eleccion? Una eleccion cuyas razones siguieron siendonos oscuras y que trastorno nuestra vida o, al menos, el periodo de nuestra reeducacion en la montana del Fenix del Cielo.

Aquel librito se llamaba Ursula Mirouet.

Luo lo leyo la misma noche en que el Cuatrojos nos lo paso, y lo termino al amanecer. Apago entonces la lampara de petroleo y me desperto para tenderme la obra.

Me quede en la cama hasta que cayo la noche, sin comer, sin hacer otra cosa que permanecer sumido en aquella historia francesa de amor y milagros.

Imaginen a un joven virgen de diecinueve anos, que dormitaba aun en los limbos de la adolescencia y solo habia conocido la chachara revolucionaria sobre el patriotismo, el comunismo, la ideologia y la propaganda. De pronto, como un intruso, aquel librito me hablaba del despertar del deseo, de los impulsos, de las pulsiones, del amor, de todas esas cosas sobre las que el mundo, para mi, habia permanecido hasta entonces mudo.

Pese a mi total ignorancia de aquel pais llamado Francia (algunas veces habia oido el nombre de Napoleon en boca de mi padre, y eso era todo), la historia de Ursula me parecio tan cierta como las de mis vecinos. Sin duda, el sucio asunto de herencia y dinero que caia sobre la cabeza de aquella muchacha contribuia a reforzar su autenticidad, a aumentar el poder de las palabras. Al cabo de una jornada, me sentia en Nemours como en mi casa, en mi hogar, junto a la humeante chimenea, en compania de aquellos doctores, aquellos curas… Incluso la parte sobre el magnetismo y el sonambulismo me parecia creible y deliciosa.

Solo me levante tras haber leido la ultima pagina. Luo no habia regresado aun… Sospechaba que se habia lanzado al camino, en cuanto habia amanecido, para dirigirse a casa de la Sastrecilla y contarle la hermosa historia de Balzac. Permaneci de pie unos momentos, en el umbral de nuestra vivienda, comiendo un pedazo de pan de maiz mientras contemplaba la silueta oscura de la montana que teniamos enfrente. La distancia era demasiado grande para poder distinguir las luces de la aldea de la Sastrecilla. Imagine a Luo contandole la historia, y me senti de pronto invadido por un sentimiento de celos, amargos, devoradores, desconocidos.

Hacia frio, temble bajo mi corta chaqueta de piel de cordero. Los aldeanos comian, dormian o llevaban a cabo secretas actividades en la oscuridad. Pero alli, ante mi puerta, no se oia nada. Yo solia aprovechar aquella calma que reinaba en la montana para hacer ejercicios de violin, pero ahora me parecia deprimente. Regrese a la habitacion. Intente tocar el violin, pero este solto un sonido agudo, desagradable, como si alguien hubiera tocado precipitadamente las escalas. Supe de pronto lo que queria hacer.

Decidi copiar, textualmente, mis pasajes preferidos de Ursula Mirouet. Era la primera vez en mi vida que deseaba copiar un libro. Busque papel por todos los rincones de la habitacion, pero solo pude encontrar unas hojas de papel de carta, destinadas a escribir a nuestros padres. Opte entonces por copiar el texto directamente en la piel de oveja de mi chaqueta. Esta, que los aldeanos me habian regalado cuando llegue, estaba hecha por fuera de una marana de lana de cordero, unas veces larga, otras corta, y tenia la piel desnuda en su interior. Pase largo rato eligiendo el texto, dada la limitada superficie de mi chaqueta, cuya piel, en algunos lugares, estaba estropeada, agrietada. Copie el capitulo donde Ursula viaja sonambula. Hubiera querido ser como ella: poder ver, dormido en mi cama, lo que hacia mi madre en su apartamento, a quinientos kilometros de distancia; presenciar la cena de mis padres, observar sus actitudes, los detalles de su comida, el color de sus platos, sentir el olor de los manjares, oirles conversar… Mas aun, como Ursula, habria visto, en suenos, lugares donde nunca habia puesto los pies…

Escribir con boligrafo sobre la piel de un viejo cordero de las montanas no era cosa facil: era aspera, rugosa y, para copiar la mayor cantidad de texto posible en ella, habia que adoptar una escritura minimalista, lo que exigia una concentracion que superaba las normas. Cuando acabe de garabatear el texto en toda la superficie de la piel, hasta en las mangas, me dolian tanto los dedos que se diria que los tenia rotos. Finalmente, me dormi.

El ruido de los pasos de Luo me desperto; eran las tres de la madrugada. Me parecio no haber dormido mucho tiempo, porque la lampara de petroleo seguia ardiendo. Lo vi vagamente entrar en la habitacion.

– ?Duermes?

– En realidad, no.

– Levantate, vaya ensenarte algo.

Anadio aceite al deposito y, cuando la mecha estuvo en plena combustion, tomo la lampara en su mano izquierda, se acerco a mi cama y se sento en el borde, con la mirada ardiendo, el pelo erizado en todas direcciones. Del bolsillo de su chaqueta saco un cuadrado de tejido blanco, muy bien doblado.

– Ya veo. La Sastrecilla te ha regalado un panuelo.

No respondio. Pero a medida que iba desplegando lentamente el tejido, reconoci el faldon de una camisa rota, que sin duda habia pertenecido a la Sastrecilla, y en la que se habia cosido a mano una pieza.

Varias hojas de arbol resecas estaban envueltas en ella. Todas tenian la misma forma hermosa, como alas de mariposa, en tonos que iban del naranja liso al pardo con mezcla de amarillo dorado, pero todas estaban maculadas de oscuras manchas de sangre.

– Son hojas de ginkgo -me dijo Luo con voz enfebrecida-. Un arbol magnifico, plantado al fondo de un valle secreto, al este de la aldea de la Sastrecilla. Hemos hecho el amor de pie, contra el tronco. Era virgen y su sangre ha caido al suelo, sobre las hojas.

Permaneci sin voz durante un buen rato. Cuando logre reconstruir en mi cabeza la imagen del arbol, la nobleza de su tronco, la magnitud de sus ramas y su estera de hojas, le pregunte:

– ?De pie?

– Si, como los caballos. Tal vez por ello se ha reido luego, con una carcajada tan fuerte, tan salvaje, que ha resonado tan lejos en el valle, que incluso los pajaros han emprendido el vuelo, asustados.

Tras habernos abierto los ojos, Ursula Mirouet fue devuelta en el plazo fijado a su propietario titular, el Cuatrojos sin gafas. Habiamos acariciado la ilusion de que nos prestaria otros libros ocultos en su maleta secreta, a cambio de los duros trabajos, fisicamente insoportables, que haciamos para el.

Pero no quiso. Ibamos con frecuencia a su casa, a llevarle comida, a cortejarle, a tocar el violin… La llegada de unas nuevas gafas, enviadas por su madre, le libro de su media ceguera y marco el final de nuestras ilusiones.

Como lamentabamos haberle devuelto el libro. «Hubieramos debido guardarlo -solia repetir Luo-. Se lo habria leido, pagina a pagina, a la Sastrecilla. Eso la hubiera hecho mas refinada, mas culta, estoy convencido de ello.»

Segun decia, la idea se la habia dado la lectura del extracto copiado en la piel de mi chaqueta. Un dia de descanso, Luo, con el que nos intercambiabamos frecuentemente la ropa, cogio mi chaqueta de piel para ir al encuentro de la Sastrecilla en el lugar de sus citas, el ginkgo del valle del amor. «Despues de haberle leido el texto de Balzac, palabra por palabra -me conto-, cogio la chaqueta y volvio a leerlo sola, en silencio. Solo se oian las hojas que se estremecian sobre nuestras cabezas, y un torrente lejano que corria en alguna parte. Hacia buen dia, el cielo era azul, de un azul paradisiaco. Al finalizar su lectura, quedo boquiabierta, inmovil, con tu chaqueta en las manos, al modo de esos creyentes que llevan un objeto sagrado en sus palmas.

»Ese viejo Balzac -prosiguio- es un verdadero brujo que ha posado una mano invisible en la cabeza de la muchacha; se habia metamorfoseado, parecia sonadora. Permanecio unos instantes sin volver en si, sin poner los pies en la tierra. Y termino por ponerse tu jodida chaqueta, que por otro lado no le sentaba mal, y me dijo que el contacto de las palabras de Balzac sobre su piel le proporcionaria felicidad e inteligencia…»

– La reaccion de la Sastrecilla nos fascino tanto que lamentamos aun mas haber devuelto el libro. Pero tuvimos que esperar el comienzo del estio para que se presentase otra ocasion.

Fue un domingo. El Cuatrojos habia encendido una hoguera ante su casa y puesto una gran marmita llena de agua sobre dos piedras. Cuando Luo y yo llegamos, nos sorprendio esa limpieza a fondo.

Al principio, no nos dirigio la palabra. Tenia un aspecto agotado y triste. Cuando el agua de la marmita hirvio, se quito la chaqueta con asco, la arrojo dentro y la mantuvo en el fondo con la ayuda de una larga vara. Envuelto en espeso vapor, removio sin cesar la pobre chaqueta en el agua, hasta cuya superficie llegaban unas burbujas negras, hebras de tabaco y un hedor fetido.

– ?Lo haces para matar los piojos? -le pregunte.

– Si, he cogido muchos en el acantilado de los Mil Metros.

El nombre de ese acantilado no nos era desconocido, pero nunca habiamos puesto los pies en el. Estaba lejos de nuestra aldea, a media jornada de marcha, por lo menos.

– ?Y que fuiste a hacer alla?

No nos respondio. Se quito metodicamente la camisa, la camiseta, los pantalones y los calcetines, y los sumergio en el agua hirviendo. Su cuerpo flaco de sobresalientes huesos estaba cubierto de grandes habones rojos, y su piel aranada y ensangrentada estaba llena de huellas de unas.

– Son tan grandes, los piojos de ese jodido acantilado… Han conseguido, incluso, poner sus huevos en las costuras de mi ropa -nos dijo el Cuatrojos.

Fue a buscar su calzon a la casa y regreso. Antes de meterlo en la marmita, nos lo mostro: ?Dios santo! En los dobleces de las costuras habia rosarios y rosarios de liendres negras, brillantes como minusculas perlas. Con solo echarle una ojeada, se me puso carne de gallina de la cabeza a los pies.

Sentados uno junto al otro, ante la marmita, Luo y yo manteniamos el fuego, anadiendo trozos de lena, mientras el Cuatrojos removia la ropa en el agua hirviendo con la larga vara de madera. Poco a poco, acabo revelandonos el secreto de su viaje al acantilado de los Mil Metros.

Dos semanas antes, habia recibido una carta de su madre, la poetisa conocida antano, en nuestra provincia, por sus obras sobre la niebla, la lluvia y el timido recuerdo del primer amor. Le

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