tan poco experimentado. Y a pesar de sus esfuerzos por esquivar los coletazos, un segundo de descuido basto para que la cola del bufalo le golpeara de lleno el rostro y mandara sus gafas por los aires. El Cuatrojos lanzo un taco, las riendas escaparon de su mano derecha y el arado de su mano izquierda. Se llevo las dos manos a los ojos, lanzo gritos y aullo algunas vulgaridades, como si bruscamente hubiera quedado ciego.

Estaba tan encolerizado que no oyo nuestras llamadas, llenas de afecto y alegria por encontrarle. Sufria una grave miopia y ni siquiera forzando los ojos era capaz de reconocemos a veinte metros de distancia ni de distinguirnos de los campesinos que trabajaban en los arrozales vecinos y le tomaban el pelo.

Inclinado sobre el agua, metio en ella las manos y palpo el barro a su alrededor, como un ciego. Sus ojos, que habian perdido toda expresion humana, saltones, como hinchados, me daban miedo.

El Cuatrojos habia debido de despertar el instinto sadico de su bufalo. Este, arrastrando el arado, giro y volvio sobre sus pasos. Parecia tener la intencion de pisotear las arrancadas gafas, o de romperlas con la puntiaguda reja del arado.

Me quite los zapatos, arremangue mis pantalones y entre en el arrozal dejando a mi enfermo sentado junto al sendero. Y, aunque el Cuatrojos no quiso que me mezclara en su busqueda, ya complicada, fui yo quien, tanteando en el barro, pise sus gafas. Por fortuna, no estaban rotas.

Cuando el mundo exterior volvio a resultarle claro y neto, el Cuatrojos se sorprendio al ver en que estado habia dejado a Luo el paludismo.

– ?Estas hecho polvo, palabra! -le dijo.

Puesto que el Cuatrojos no podia abandonar su trabajo, nos propuso descansar en su casa hasta que regresara.

Su vivienda estaba en medio del pueblo. Poseia tan pocas cosas personales y estaba tan preocupado por demostrar su total confianza en los campesinos revolucionarios, que nunca cerraba la puerta con llave. La casa, un antiguo almacen de granos, estaba construida sobre pilotes, como la nuestra, pero con una terraza sostenida por gruesos bambues, en la que ponian a secar los cereales, las verduras y las guindillas. Luo y yo nos instalamos en la terraza para aprovechar el sol. Luego, este desaparecio detras de las montanas y empezo a hacer frio. Una vez seco el sudor, la espalda, los brazos y las flacas piernas de Luo se volvieron glaciales. Encontre un viejo jersey del Cuatrojos, se lo puse en la espalda y le enrolle las mangas alrededor del cuello, como una bufanda.

Sin embargo, siguio quejandose de tener frio. Regrese a la habitacion, me acerque a la cama y cogi una manta, y, de pronto, se me ocurrio mirar si habia otro jersey en alguna parte. Debajo de la cama, descubri una gran caja de madera, como un embalaje para las mercancias de poco valor, una caja del tamano de una maleta, aunque mas profunda. Varios pares de zapatillas deportivas, pantuflas estropeadas, cubiertas de barro y suciedad, estaban amontonados encima. Cuando la abri a la luz de los rayos en los que bailaba el polvo, resulto que estaba efectivamente llena de ropa.

Hurgando en busca de un jersey mas pequeno que los demas, que pudiera sentar bien al cuerpo delgaducho de Luo, mis dedos dieron de pronto con algo suave, flexible y liso, que me hizo pensar enseguida en unos zapatos de mujer, de gamuza.

Pero no; era una maleta elegante, de piel muy gastada pero delicada. Una maleta de la que brotaba un lejano aroma de civilizacion.

Estaba cerrada con llave por tres lugares. Su peso era bastante asombroso con respecto a su tamano, pero me resulto imposible saber que contenia.

Espere a que cayera la noche, cuando el Cuatrojos quedo liberado por fin de su combate contra el bufalo, para preguntarle que tesoro ocultaba tan minuciosamente en aquella maleta.

Ante mi sorpresa, no respondio. Mientras estuvimos en la cocina, permanecio sumido en un desacostumbrado mutismo y se guardo mucho de pronunciar la menor palabra sobre su maleta.

Durante la comida volvi a poner la cuestion sobre el tapete. Pero tampoco hablo entonces.

– Supongo que son libros -dijo Luo rompiendo el silencio-. El modo como la ocultas y la aseguras con cerraduras basta para revelar tu secreto: sin duda contiene libros prohibidos.

Un fulgor de panico paso por los ojos del Cuatrojos, y desaparecio enseguida tras los cristales de las gafas mientras su rostro se transformaba en una mascara sonriente.

– Estas sonando, amigo -dijo.

Acerco la mano a Luo y la poso en su sien:

– ?Dios mio, que fiebre! Por eso deliras y tienes visiones tan idiotas. Escucha, somos buenos amigos, nos divertimos mucho juntos, pero si empiezas a decir tonterias sobre libros prohibidos, la jodimos…

Tras aquel dia, el Cuatrojos compro en casa de un vecino un candado de cobre y tomo siempre la precaucion de cerrar su puerta con una cadena que pasaba por el aro metalico de la cerradura.

Dos semanas mas tarde, los «trozos de cuenco roto» de la Sastrecilla habian acabado con el paludismo de Luo. Cuando se quito la venda que rodeaba su muneca, descubrio en ella una ampolla, grande como un huevo de pajaro, transparente y brillante. Fue arrugandose poco a poco y, cuando ya solo quedo una cicatriz negra en su piel, las crisis cesaron por completo. Hicimos una comida en casa del Cuatrojos para festejar su curacion.

Aquella noche dormimos todos alli, los tres apretados en su cama, bajo la cual seguia estando la caja de madera, como pude comprobar, aunque ya no la maleta de cuero.

La redoblada atencion del Cuatrojos y su desconfianza para con nosotros, pese a nuestra amistad, acreditaban la hipotesis de Luo: la maleta estaba sin duda llena de libros prohibidos. Hablabamos a menudo de ello, Luo y yo, sin conseguir imaginar de que tipo de libros se trataba. (Por aquel entonces, todos los libros estaban prohibidos, salvo los de Mao y sus partidarios, y las obras puramente cientificas.) Establecimos una larga lista de libros posibles: las novelas clasicas chinas, desde Los Tres Reinos combatientes hasta el Sueno en el Pabellon Rojo, pasando por el Jin Ping Mei, conocido por ser un libro erotico. Estaba tambien la poesia de las dinastias Tang, Song, Ming y Qin. Y tambien las pinturas tradicionales de Zu Da, de Shi Tao, de Tong Qicheng… Hablamos incluso de la Biblia, Las palabras de los cinco ancianos, un libro supuestamente prohibido desde hacia siglos, en el que cinco grandes profetas de la dinastia Han revelaban, en la cima de una montana sagrada, lo que iba a suceder en los dos mil anos por venir.

A menudo, despues de medianoche, apagabamos la lampara de petroleo en nuestra casa sobre pilotes y nos tendiamos, cada cual en su cama, para fumar en la oscuridad. Algunos titulos de libros brotaban de nuestras bocas; habia en aquellos nombres mundos desconocidos, algo misterioso y exquisito en la resonancia de las palabras, en el orden de los caracteres, al modo del incienso tibetano, del que bastaba pronunciar el nombre, «Zang Xiang», para sentir su perfume suave y refinado, para ver los bastones aromaticos comenzar a transpirar, a cubrirse de verdaderas gotas de sudor que, bajo el reflejo de las lamparas, parecian gotas de oro liquido.

– ?Has oido hablar de la literatura occidental? -me pregunto un dia Luo.

– No demasiado. Ya sabes que mis padres solo se interesan por su profesion. Al margen de la medicina, no conocen gran cosa.

– Con los mios pasa lo mismo. Pero mi tia tenia algunos libros extranjeros traducidos al chino antes de la Revolucion cultural. Recuerdo que me leyo unos pasajes de un libro que se llamaba Don Quijote, la historia de un viejo caballero bastante chusco.

– ?Y donde estan ahora esos libros?

– Se hicieron humo. Fueron confiscados por los guardias rojos que los quemaron en publico, sin compasion alguna, justo al pie de su edificio.

Durante unos minutos, fumamos en la oscuridad, tristemente silenciosos. Aquella historia de literatura me deprimia profundamente: no teniamos suerte. A la edad en la que por fin habiamos podido leer de corrido, no quedaba ya nada para leer. Durante varios anos, en la seccion de «literatura occidental» de todas las librerias, solo habia las obras completas del dirigente comunista albanes Enver Hoxaa, en cuyas cubiertas doradas se veia el retrato de un anciano con corbata de colores chillones, el pelo gris impecablemente peinado, que te clavaba, bajo sus parpados entornados, un ojo izquierdo marron y un ojo derecho mas pequeno que el izquierdo, menos marron y provisto de un iris rosa palido.

– ?Por que me hablas de eso? -le pregunte a Luo.

– Bueno, estaba diciendome que la maleta de cuero del Cuatrojos podia muy bien estar llena de libros de este tipo: literatura occidental.

– Tal vez tengas razon, su padre es escritor y su madre poetisa. Debian de tener muchos, del mismo modo que en tu casa y en la mia habia muchos libros de medicina occidental. Pero ?como habria podido escapar de los guardias rojos una maleta llena de libros?

– Bastaria ser lo bastante pillo para ocultados en alguna parte.

– Sus padres han corrido un riesgo enorme confiandoselos al Cuatrojos.

– Igual que los tuyos y los mios siempre han sonado que fueramos medicos, tal vez los padres del Cuatrojos deseen que su hijo se haga escritor. Y creen que, para ello, tiene que estudiar a escondidas estos libros.

Una fria manana de comienzos de primavera, grandes copos cayeron durante dos horas y, rapidamente, unos diez centimetros de nieve se amontonaron en el suelo. El jefe de la aldea nos concedio un dia de descanso. Luo y yo fuimos enseguida a ver al Cuatrojos. Habiamos oido decir que le habia sucedido una desgracia: los cristales de sus gafas se habian roto.

Pero yo estaba seguro de que no por ello dejaria de trabajar, para que la grave miopia que sufria no fuera considerada por los campesinos «revolucionarios» un desfallecimiento fisico. Tenia miedo de que le tomaran por un holgazan. Seguia teniendo miedo de ellos, pues ellos decidirian algun dia si estaba bien «reeducado», ellos eran quienes, teoricamente, tenian el poder de determinar su porvenir. En aquellas condiciones, el menor fallo politico o fisico podia serle fatal.

A diferencia de nuestro poblado, los campesinos del suyo no descansaban a pesar de la nieve: cargados con un inmenso cuevano a la espalda, transportaban arroz hasta el almacen del distrito, situado a veinte kilometros de nuestra montana, a orillas de un rio que tenia sus fuentes en el Tibet. Eran los impuestos anuales de su aldea, y el jefe habia dividido el peso total de arroz por el numero de habitantes; la parte de cada uno era de unos sesenta kilos.

Cuando llegamos, el Cuatrojos acababa de llenar su cuevano y se preparaba para partir. Le tiramos bolas de nieve, pero volvio la cabeza en todas direcciones sin conseguir vernos, a causa de su miopia. La ausencia de gafas hacia sobresalir sus pupilas, que me recordaban a las de un perro pequines, turbias y atontadas. Tenia el aire extraviado, fatigado, antes incluso de haberse cargado a la espalda su cuevano de arroz.

– Estas majara -le dijo Luo-. Sin gafas no podras dar ni un paso por el sendero.

– He escrito a mi madre. Me enviara un par nuevo lo antes posible, pero no puedo esperarlas con los brazos cruzados. Estoy aqui para trabajar. Esa es, al menos, la opinion del jefe.

Hablaba muy deprisa, como si no quisiera perder el tiempo con nosotros.

– Espera -dijo Luo-, tengo una idea: llevaremos tu cuevano hasta el almacen del distrito y, al regresar, nos prestaras algunos de los libros que has escondido en tu maleta. Lo uno por lo otro, ?vale?

– Que te den por el culo -dijo malignamente el Cuatrojos-. No se de que estas hablando, no tengo libros escondidos.

Colerico, se cargo a la espalda el pesado cuevano y partio.

– Con un solo libro bastara -grito Luo-. ?Trato hecho!

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