comunicaba que uno de sus antiguos amigos habia sido nombrado redactor jefe de una revista de literatura revolucionaria y que, a pesar de lo precario de su situacion, le habia prometido intentar encontrar un puesto alli para nuestro Cuatrojos. Para que no pareciera un «enchufe», se proponia publicar primero algunos cantos populares recogidos,
Desde que recibio la carta, el Cuatrojos vivia un sueno despierto. Todo habia cambiado en el. Nadaba en felicidad por primera vez en su vida. Se nego a ir a trabajar a los campos para lanzarse a la caza solitaria de canciones montanesas con encarnizado fervor. Estaba seguro de poder reunir una gran coleccion, gracias a la cual veia ya cumplidas las promesas del antiguo admirador de su madre. Pero habia pasado una semana sin que hubiera conseguido anotar la menor estrofa digna de ser publicada en una revista oficial.
Habia escrito a su madre para contarle su fracaso, derramando lagrimas de decepcion. Pero, cuando le entregaba la carta al cartero, este le hablo de un viejo montanes del acantilado de los Mil Metros, un molinero que conocia todas las canciones populares de la region, un antiguo cantor analfabeto, verdadero campeon en ese terreno. El Cuatrojos habia roto su carta y habia salido enseguida para una nueva caceria.
– El viejo es un pobre borracho -nos dijo-. En toda mi vida habia visto algo tan pobre. ?Sabeis con que acompana su aguardiente? ?Con guijarros! ?Os lo juro por la cabeza de mi madre! Los moja con agua salada, se los mete en la boca, les da vueltas con los dientes y los escupe en el suelo. Llama a eso «bolas de jade en salsa molinera». Me ofrecio probarlo, pero me negue. Sin tener en cuenta su susceptibilidad. Tras ello, se volvio tan irritable que, por mas que lo intente, fuera cual fuese la suma que le propuse, no quiso cantar lo mas minimo. Pase dos dias en su viejo molino, con la esperanza de arrancarle algunas canciones. Dormi una noche en su cama, con una manta que parecia no haber sido lavada desde hacia decenios…
Nos fue facil imaginar la escena: en la cama, donde rebullian miles de insectos, el Cuatrojos habia permanecido despierto por temor a que el viejo molinero, por casualidad, se pusiera a cantar en suenos canciones autenticas y sinceras. Los piojos habian salido de sus cubiles para agredirle en la oscuridad; unas veces le chupaban la sangre, otras iban a patinar en los resbaladizos cristales de sus gafas, que no se habia quitado al acostarse. Cada vez que el viejo se movia, hipaba o tosia, nuestro Cuatrojos contenia el aliento, dispuesto a encender su minuscula linterna para tomar notas, como un espia. Luego, todo volvia a ser normal, y el viejo roncaba de nuevo al compas de las ruedas de su molino, en perpetuo movimiento.
– Tengo una idea -le dijo Luo con aire desenvuelto-. Si consigo arrancar canciones populares a tu molinero, ?nos prestaras mas libros de Balzac?
El Cuatrojos no respondio enseguida. Clavo sus empanadas gafas en el agua ennegrecida que hervia en la marmita, como hipnotizado por los cadaveres de piojos que daban volteretas entre las burbujas y las hebras de tabaco.
Por fin, levanto los ojos y pregunto a Luo:
– ?Como pensais hacerla?
Si me hubieran visto, aquel dia del verano de 1973, de camino hacia el acantilado de los Mil Metros, me habrian creido directamente salido de la fotografia oficial de un congreso del Partido Comunista, o de una foto de boda de «dirigentes revolucionarios». Llevaba una chaqueta azul marino de cuello gris oscuro, fabricada por nuestra Sastrecilla. Era, hasta en sus menores detalles, una copia exacta de la chaqueta del presidente Mao, desde el cuello hasta la forma de los bolsillos, pasando por las mangas, adornadas ambas con tres bonitos botones dorados que parecian reflejar la luz cuando movia los brazos. En mi cabeza, para disimular la juventud de mis cabellos anarquicamente erizados, la encargada de nuestro vestuario habia colocado una antigua gorra de su padre, de un verde tan liso como la de los oficiales del ejercito. Solo que era demasiado pequena para mi, hubiera necesitado una talla mas. Por lo que a Luo se refiere, dado su papel de secretario, se puso un descolorido uniforme de soldado, prestado la vispera por un joven campesino que habia terminado su servicio militar. En el pecho brillaba una medalla de color rojo igneo, en la que destacaba una cabeza de Mao dorada, con el pelo impecablemente peinado hacia atras.
Como nunca habiamos puesto los pies en aquel rincon desconocido y salvaje, estuvimos a punto de perdernos en un bosque de bambues que, irguiendose por todas partes, se aglomeraban y nos acosaban, brillantes de lluvia, humedos, sombrios, cargados con el aspero olor de bestias invisibles. De vez en cuando, se escuchaba el crepitar suave y sugerente producido por el crecimiento de nuevos brotes. Al parecer, algunos jovenes bambues, los mas vigorosos, pueden crecer treinta centimetros en una sola jornada.
El molino del viejo cantor, a horcajadas sobre un torrente que caia de un alto acantilado, tenia aspecto de reliquia, con sus inmensas ruedas chirriantes, de piedra blanca con vetas negras, que giraban en el agua con una lentitud muy campesina.
En la planta baja, el suelo vibraba. Aqui y alla, a traves de las viejas tablas rotas, podia verse el agua que fluia bajo nuestros pies, entre las grandes piedras. Los chirridos de la rueda, que repercutian como un eco, resonaban en nuestros oidos. En mitad de la estancia, un anciano, con el torso desnudo, dejo de arrojar grano en el circuito redondo del molino para mirarnos silenciosamente, con desconfianza.
Le desee buenos dias, no en sichuanes, el dialecto de nuestra provincia, sino en mandarin, exactamente como en una pelicula.
– ?En que lengua habla? -pregunto a Luo con aire perplejo.
– En la lengua oficial-le respondio Luo-, la lengua de Pequin. ?No la conoce usted?
– ?Donde esta Pequin?
Esta pregunta nos desconcerto, pero cuando comprendimos que realmente no conocia Pequin, reimos como locos. Por unos momentos, casi envidie su total ignorancia del mundo exterior.
– ?Le dice algo Peping? -le pregunto Luo.
– ?Bai Ping? -dijo el anciano-. Claro esta: ?Es la gran ciudad del norte!
– Hace mas de veinte anos que la ciudad cambio de nombre, padrecito -le explico Luo-. Y el caballero que esta a mi lado habla la lengua oficial de Bai Ping, como usted la llama.
El anciano me lanzo una mirada llena de respeto. Contemplo mi chaqueta Mao y miro los tres botoncitos de las mangas. Luego los toco con la yema de los dedos.
– ?Para que sirven estos chirimbolos? -me pregunto.
Luo me tradujo su pregunta. En mi mal mandarin, repuse que no lo sabia en absoluto. Pero mi traductor explico al viejo molinero que yo decia que era el emblema de los verdaderos dirigentes revolucionarios.
– Este caballero de Bai Ping -prosiguio Luo con su tranquilidad de gran estafador- ha venido a la region para recoger canciones populares, y cualquier ciudadano que conozca alguna debe hacerle una demostracion.
– ?Esas bobadas de montaneses? -le pregunto el viejo, lanzandome una mirada suspicaz-. No son canciones, solo estribillos, viejos estribillos, ?comprenden ustedes?
– Lo que el caballero quiere son, justamente, esos estribillos con palabras de fuerza primitiva y autentica.
El viejo molinero rumio esa peticion precisa y me miro con una extrana y astuta sonrisa.
– ?De verdad cree…?
– Si -le respondi yo.
– Caballero, ?quiere realmente que cante esas marranadas? Porque, ?sabe usted?, nuestros estribillos, como es bien sabido, son…
La frase fue interrumpida por la llegada de varios campesinos, cada uno de los cuales llevaba un gran cuevano a la espalda.
Entonces tuve miedo, y mi «interprete» tambien. Le susurre al oido: «?Nos largamos?» Pero el viejo se volvio hacia nosotros y pregunto a Luo: «?Que ha dicho?» Senti que me ruborizaba y, para disimular mi turbacion, me lance hacia los campesinos como si fuera a ayudarles a descargar los cuevanos.
Los recien llegados eran seis. Ninguno de ellos habia ido nunca a nuestra aldea y, en cuanto tuve la seguridad de que no podian reconocernos, recupere la calma. Dejaron en tierra sus cuevanos, pesadamente cargados con grano de maiz para moler.
– Venid, voy a presentaros a un joven caballero de Bai Ping -dijo a aquella gente el viejo molinero-. ?Veis los tres botoncitos en sus mangas?
Metamorfoseado, radiante, el anciano eremita tomo mi muneca, la levanto en el aire y la blandio ante los ojos de los campesinos para hacerles admirar de cerca los jodidos botones dorados.
– ?Sabeis lo que quieren decir? -grito, y un efluvio de aguardiente broto de su boca-. Son el simbolo de un dirigente revolucionario.
Nunca hubiera creido que un viejo tan flaco tuviese tanta fuerza: su mano callosa estuvo a punto de quebrarme la muneca. A nuestro lado, Luo el estafador me traducia sus palabras al mandarin, con toda la seriedad de un interprete oficial. Al modo de esos dirigentes que se ven en el cine, me vi obligado a estrecharle la mano a todo el mundo y a expresarme en un mandarin lamentable, mientras movia la cabeza.
En toda mi vida habia hecho algo semejante. Lamentaba aquella visita de incognito, emprendida para llevar a cabo la mision imposible del Cuatrojos, cruel propietario de una maleta de cuero.
Mientras movia la cabeza, mi gorra verde o, mas bien, la del sastre, cayo al suelo.
Finalmente, los campesinos se marcharon, dejando una montana de granos de maiz para moler.
Yo estaba abrumado de fatiga, tanto mas cuanto que la pequena gorra, que se habia convertido en un aro de hierro que cenia cada vez mas mi craneo, me producia jaqueca.
El viejo molinero nos condujo al primer piso por una pequena escalera de mano de madera, en la que faltaban dos o tres barrotes. Corrio hacia un cesto de mimbre, de donde saco una calabaza de aguardiente y tres cubiletes.
– Aqui hay menos polvo -nos dijo sonriente-. Bebamos un trago.
En aquella estancia grande y oscura, el suelo estaba casi por completo cubierto de pequenos guijarros que evocaban las «bolitas de jade» de las que el Cuatrojos nos habia hablado. Como en la planta baja, no habia sillas, ni taburetes, ni los muebles habituales en una vivienda, solo una gran cama arrimada a una pared forrada con una piel de leopardo o de pantera, negra y tornasolada, de la que colgaba un instrumento de musica, una especie de viola de bambu con tres cuerdas.
El viejo molinero nos invito a sentarnos en aquel unico lecho, un lecho que habia dejado un doloroso recuerdo y grandes habones rojos en nuestro predecesor, el Cuatrojos.
Lance una mirada a mi interprete, que evidentemente tenia tanto miedo de resbalar con los guijarros que estuvo a punto de ponerse en cuclillas.
– ?No prefiere que nos instalemos fuera? -farfullo Luo, que perdia la calma por primera vez-. Aqui esta muy oscuro.
– No se preocupe.
El anciano encendio una lampara de petroleo y la puso en mitad de la cama. Como no habia bastante combustible dentro, fue a buscarlo. Regreso enseguida con una calabaza llena de aceite. Derramo la mitad en la lampara y dejo la calabaza sobre la cama, junto a la que contenia el aguardiente. Encaramados los tres en el lecho, sentados sobre los talones alrededor de la lampara de petroleo, bebimos un cubilete de aguardiente. A pocos centimetros de mi, la manta estaba enrollada, hecha un amasijo informe en un rincon de la cama, con alguna ropa sucia. Mientras bebia, senti que los pequenos insectos trepaban, bajo mi pantalon, a lo largo de una de mis piernas. Cuando introduje discretamente mi mano, pese al protocolo que imponia mi estatuto oficial, me senti de pronto agredido en la otra pierna. Tuve rapidamente la impresion de que aquellos innumerables y adorables animalitos se reunian en mi cuerpo, encantados de cambiar de plato, encantados del nuevo festin que mis venas les ofrecian. La imagen furtiva de la gran marmita paso ante mis ojos, una marmita donde las ropas del Cuatrojos subian, bajaban, giraban en el agua hirviendo, entre burbujas negras, y acababan cediendo su lugar a mi nueva chaqueta Mao.
El viejo molinero nos dejo solos un momento, atacados por los piojos, y regreso con un plato, un pequeno bol y tres pares de palillos. Los puso junto a la lampara y volvio a sentarse en la cama.
Ni Luo ni yo habiamos imaginado, ni por un solo segundo, que el viejo se atreveria a hacernos la jugarreta que le habia hecho al Cuatrojos. Era demasiado tarde. El plato, frente a nosotros, estaba lleno de pequenos guijarros anodinos, pulidos, en una gama de gris y de verde, y en el bol solo habia un agua limpida, que la luz de la lampara de petroleo hacia diafana. En el fondo del bol, algunos gruesos granos cristalizados nos permitieron comprender que se trataba de la salsa de sal. Mis invasores piojos seguian ampliando su campo de accion, habian conseguido penetrar bajo mi gorra y sentia que mis cabellos se erizaban bajo el intolerable picor de mi cuero cabelludo.