– Mejor asi, era una falsa alarma. Bueno, vamonos.

– Espera, pasame la cola del bufalo, la metere en la maleta.

Minutos mas tarde, mientras ataba la maleta, oi que el Cuatrojos gritaba:

– ?Mierda!

– Ya sabes que no me gustan las palabrotas, hijo mio.

– ?Tengo diarrea! -anuncio el Cuatrojos con voz doliente.

– Utiliza el orinal, en la habitacion.

Para nuestro alivio, oimos que el Cuatrojos corria hacia el exterior.

– ?Adonde vas? -grito la madre.

– Al campo de maiz.

– ?Llevas papel?

– No -respondio la voz del hijo alejandose.

– ?Te traere el necesario! -grito la madre.

Que suerte la nuestra que el futuro poeta tuviera la mania de descargar su vientre al aire libre. Puedo imaginar la escena horrorosa y humillante con la que nos habria mortificado de haber corrido a la habitacion, cogido a toda velocidad el cubo higienico bajo la cama, haberse sentado encima y evacuado la sangre del bufalo ante nuestras narices, con un estruendo tan ensordecedor como la caida de una impetuosa cascada.

En cuanto la madre salio corriendo, oi que Luo murmuraba en la oscuridad:

– ? Venga! ?Nos largamos!

Al pasar por el comedor, Luo cogio la maleta de libros, y tras una hora de loca carrera por el sendero, cuando decidimos por fin hacer un alto, la abrio. La cola del bufalo, negra, de punta peluda y salpicada de oscuras manchas de sangre, destacaba sobre los montones de libros. Era de excepcional longitud: sin duda era la del bufalo que habia roto las gafas del Cuatrojos.

Tercera parte

Muchos anos mas tarde, una imagen del periodo de nuestra reeducacion sigue grabada en mi memoria con excepcional precision: ante la impasible mirada del cuervo de pico rojo, Luo, con un cuevano a la espalda, avanzaba a cuatro patas por un pasaje de unos treinta centimetros de ancho flanqueado a cada lado por un profundo precipicio. En su anodino cuevano de bambu, sucio pero solido, habia escondido un libro de Balzac, Papa Goriot, cuyo titulo en chino era El viejo Go; iba a leerselo a la Sastrecilla, que todavia era solo una montanesa, hermosa pero inculta.

Durante todo el mes de septiembre, tras el exito de nuestro robo, fuimos tentados, invadidos, conquistados por el misterio del mundo exterior, sobre todo el de la mujer, el del amor, el del sexo, que los escritores occidentales nos revelaban dia tras dia, pagina tras pagina, libro tras libro. El Cuatrojos no solo se habia marchado sin atreverse a denunciarnos sino que, por fortuna, el jefe de nuestra aldea habia ido a la ciudad de Yong Jing para asistir a un congreso de los comunistas del distrito. Aprovechando estas vacaciones del poder politico y la discreta anarquia que reinaba momentaneamente en la aldea, nos negamos a ir a trabajar a los campos, algo que a los aldeanos, ex cultivadores de opio reconvertidos en custodios de nuestras almas, les importo un pimiento. Me pasaba asi los dias, la puerta mas hermeticamente cerrada que nunca, con las novelas occidentales. Dejaba de lado los Balzac, pasion exclusiva de Luo, y me enamoraba sucesivamente, con la frivolidad y la seriedad de mis diecinueve anos, de Flaubert, de Gogol, de Melville e, incluso, de Romain Rolland.

Hablemos de este. La maleta del Cuatrojos solo contenia uno de sus libros, el primero de los cuatro volumenes de Jean-Christophe. Puesto que se trataba de la vida de un musico, y yo mismo era capaz de tocar al violin piezas como Mozart piensa en el presidente Mao, me senti tentado a hojearlo, al modo de un coqueteo sin consecuencias, tanto mas cuanto que habia sido traducido por Fu Lei, el traductor de Balzac. Pero en cuanto lo abri, ya no pude soltarlo. Mis libros preferidos eran, normalmente, las colecciones de cuentos, que narran una historia bien compuesta, con ideas brillantes, a veces divertidas o que te dejan sin aliento, historias que te acompanan toda la vida. Por lo que a las novelas largas se refiere, salvo por algunas excepciones, me mostraba bastante desconfiado. Pero Jean-Christophe, con su empecinado individualismo, sin mezquindad alguna, fue para mi una saludable revelacion. Sin el, nunca hubiera conseguido comprender el esplendor y la amplitud del individualismo. Hasta aquel encuentro robado con Jean-Christophe, mi pobre cabeza educada y reeducada ignoraba, sencillamente, que fuera posible luchar en solitario contra el mundo entero. El coqueteo se transformo en un gran amor. Ni siquiera el enfasis excesivo en el que habia caido el autor me parecia perjudicial para la belleza de la obra. Me zambulli literalmente en el poderoso rio de aquellos centenares de paginas. Era para mi el libro sonado: al acabar de leerlo, ni la maldita vida ni el maldito mundo volvian a ser como antes.

Mi adoracion por Jean-Christophe fue tal que, por primera vez en mi vida, quise poseerlo solo, y no ya como un patrimonio comun, de Luo y mio.

En una pagina en blanco, detras de la cubierta, redacte una dedicatoria segun la cual era un regalo para mi futuro vigesimo aniversario, y pedi a Luo que la firmara. Me dijo que se sentia halagado, pues la ocasion era tan rara que se convertia en historica. Caligrafio su nombre con un solo trazo de pincel suelto, generoso y fogoso, reuniendo los tres caracteres en una hermosa curva que ocupaba casi la mitad de la pagina. Por mi parte, le dedique las tres novelas de Balzac, Papa Goriot, Eugenia Grandet y Ursula Mirouet, como regalo de Ano Nuevo, para el que faltaban varios meses aun. Bajo la dedicatoria, dibuje los tres objetos que representaban sendos caracteres chinos que componen mi nombre. Para el primero esboce un caballo al galope, relinchando, con las suntuosas crines flotando al viento. Para el segundo, una espada larga y puntiaguda, con la empunadura de hueso finamente labrada, engastada de diamantes. Por lo que al tercero se refiere, dibuje un pequeno cencerro, a cuyo alrededor anadi numerosos trazos en forma de ondas, como si se hubiera movido y sonado para pedir socorro. Estuve tan contento con aquella firma que casi derrame encima algunas gotas de mi sangre, para sacralizarla.

A mediados de mes, una violenta tormenta se desencadeno durante toda una noche en la montana. Llovio a cantaros. Sin embargo, a la manana siguiente, con las primeras luces del alba, Luo, fiel a su ambicion de hacer que una muchacha hermosa fuese culta, partio con Papa Gariot en su cuevano de bambu, y, como un caballero solitario sin caballo, desaparecio por el sendero envuelto en la bruma matutina hacia la aldea de la Sastrecilla.

Para no violar el tabu colectivo impuesto por el poder politico, al anochecer recorrio en sentido inverso el camino y regreso prudentemente a nuestra casa sobre pilotes. Aquella noche me conto que, tanto al ir como al volver, habia tenido que atravesar un paso estrecho y peligroso, formado por un inmenso desprendimiento de tierra, producto de los estragos de la tormenta.

– La Sastrecilla y tu, sin duda, os atreveriais a correr por alli. Pero yo, aunque avanzo a cuatro patas, tiemblo de los pies a la cabeza -me confeso.

– ?Y es muy largo?

– Cuarenta metros por lo menos.

Para mi resulto siempre un misterio: Luo nunca tenia problemas con nada, salvo con la altura. Era un intelectual que en su vida habia trepado a un arbol. Recuerdo todavia aquella lejana tarde, cinco o seis anos antes, durante la cual se nos ocurrio subir por la escalera de hierro oxidado de un deposito de agua. Al comenzar, se arano las palmas de las manos con la herrumbre y sangro un poco. Llegado a quince metros de altura, me dijo: «Tengo la impresion de que los barrotes de la escalera van a ceder bajo mis pies, a cada paso.» La mano herida le dolia, y eso alimentaba su angustia. Acabo renunciando y me dejo subir solo; desde lo alto de la torre, le envie un escupitajo burlon que desaparecio inmediatamente en el viento. Los anos pasaron, pero su miedo a la altura perduro. En la montana, como el decia, la Sastrecilla y yo corriamos por los acantilados sin vacilacion alguna, pero una vez llegados al otro lado teniamos, a menudo, que esperar a Luo un buen rato, porque este nunca se atrevia a pasar de pie y avanzaba a gatas.

Cierto dia, por cambiar de aires, lo acompane, en su peregrinacion a la belleza, hasta la aldea de la Sastrecilla.

En el peligroso paso del que Luo me habia hablado, la brisa matinal se convirtio en un vendaval que soplaba en la montana. A la primera ojeada comprendi hasta que punto Luo se habia superado al tomar aquel camino. Yo mismo, cuando puse los pies en el, temble de miedo.

Una piedra se desprendio bajo mi bota izquierda y, casi al mismo tiempo, la derecha hizo caer algunos terrones que desaparecieron en el vacio. Tuvimos que esperar mucho tiempo antes de escuchar el ruido del impacto, que resono con un lejano eco en el precipicio.

De pie en aquel paso de unos treinta centimetros de ancho, con un abismo a cada lado, nunca hubiera debido mirar hacia abajo: a la derecha habia una pared rocosa, recortada, pelada, de una vertiginosa profundidad, en la que las frondas de los arboles no eran ya verdes sino de un gris blanquecino, vago y brumoso. Mis oidos comenzaron de pronto a zumbar cuando hundi la mirada en el abismo de la izquierda: la tierra se habia corrido de modo tan violento como espectacular, formando un precipicio vertical de unos cincuenta metros.

Por fortuna, aquel paso tan peligroso solo tenia unos treinta metros de largo. Al otro extremo, encaramado en una roca, habia un cuervo de pico rojo, con la cabeza horriblemente hundida en el cuello.

– ?Quieres que lleve el cuevano? -pregunte con aire desenvuelto a Luo, que se habia quedado de pie al comienzo del paso.

– Si, cogelo.

Cuando me lo puse a la espalda, soplo una agresiva rafaga de viento, los zumbidos de mis oidos se intensificaron y, en cuanto agite la cabeza, el movimiento me produjo un vertigo tolerable, agradable casi. Di unos pocos pasos, volvi la cabeza y vi que Luo seguia en el mismo lugar, su silueta vacilando levemente ante mis ojos, como un arbol al viento.

Mirando hacia delante, avance metro tras metro, como un funambulo. Pero en mitad del camino, los roquedales de la montana de enfrente, donde estaba el cuervo de pico rojo, se inclinaron violentamente hacia la derecha y hacia la izquierda, como en un terremoto. Inmediatamente, por instinto, me agache, y el vertigo solo ceso cuando mis dos manos consiguieron tocar el suelo. El sudor me corria por la espalda, el pecho y la frente. Con una mano, me enjugue las sienes; ?que frio era aquel sudor!

Volvi la cabeza hacia Luo, que me grito algo. Yo tenia los oidos casi tapados, de modo que su voz solo fue para mi un zumbido mas. Con los ojos al frente para no mirar hacia abajo, vi, en la deslumbrante luz del sol, la silueta negra del cuervo que giraba sobre mi craneo, aleteando lentamente.

«?Que esta pasando?», me dije.

En aquel momento, atrapado en mitad del paso, me pregunte que diria el viejo Jean-Christophe si yo daba media vuelta. Con su autoritaria batuta de director de orquesta, me mostraria la direccion a seguir: pense que no le habria avergonzado retroceder ante la muerte. Yo no iba a morir, a fin de cuentas, sin haber conocido el amor, el sexo, la lucha individual contra el mundo entero, como la que el habia librado.

Se apoderaron de mi las ganas de vivir. Me di la vuelta, de rodillas aun, y volvi poco a poco hacia el comienzo del paso. Sin mis dos manos, que se agarraban al suelo, habria perdido el equilibrio y me habria estrellado en el fondo del precipicio. De pronto, pense en Luo. Tambien el habia debido de conocer un desfallecimiento semejante, antes de conseguir llegar al otro lado.

Cuanto mas me acercaba a el, mas clara me resultaba su voz. Adverti que su rostro estaba terriblemente palido, como si tuviera aun mas miedo que yo. Grito que me sentara en el suelo y avanzara a horcajadas. Segui su consejo y, en efecto, la nueva posicion, aunque mas humillante, me permitio llegar hasta el con toda seguridad. Llegado al extremo del paso, me levante y le devolvi su cuevano.

– ?Te pasa esto cada dia? -le pregunte.

– No, solo al principio.

– ?Y esta siempre ahi?

– ?Quien?

– El.

Con el dedo, le mostre el cuervo de pico rojo que se habia posado en mitad del paso, donde yo me habia detenido hacia un rato.

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