– Al comienzo, Edmond Dantes, luego se convierte en el conde de Montecristo.

– ?Cristo?

– Es otro de los nombres de Jesus, que significa el mesias o el salvador.

Asi comence el relato de Dumas. Por fortuna, de vez en cuando, Luo me interrumpia para hacer en voz baja comentarios sencillos e inteligentes; se mostraba cada vez mas atraido por la historia, lo que me permitio concentrarme de nuevo y librarme de la turbacion que el sastre me habia causado. Este, sin duda superado por todos aquellos nombres franceses, aquellos lugares lejanos y por su dura jornada de trabajo, no dijo ni una sola palabra desde que comence la historia. Parecia sumido en un sueno plumbeo.

Poco a poco, la eficacia del maestro Dumas prevalecio y olvide por completo a nuestro invitado; contaba, contaba y seguia contando… Mis frases se volvian mas precisas, mas concretas, mas densas. Consegui, con cierto esfuerzo, mantener el tono sobrio de la primera frase. No era cosa facil. Al contar la historia, me sorprendio, incluso agradablemente, percibir con total claridad el mecanismo del relato, el emplazamiento del tema de la venganza, los hilos preparados por el novelista que, mas tarde, se divertiria tirando de ellos con mano firme, habil, audaz a menudo; era como contemplar un gran arbol arrancado, extendiendo por el suelo la nobleza de su tronco, la anchura de sus ramas, la desnudez de sus gruesas raices.

Ignoraba cuanto tiempo habia transcurrido. ?Una hora? ?Dos? ?Mas aun? Pero cuando nuestro heroe, el marinero frances, es encarcelado en un calabozo donde se pudriria durante veinte anos, la fatiga, excesiva sin duda, me obligo a detener el relato.

– Ahora -susurro Luo-, lo haces mejor que yo. Tendrias que haber sido escritor.

Embriagado por el cumplido de un narrador superdotado, deje que el sopor se apoderara rapidamente de mi. De pronto, oi la voz del viejo sastre mascullando en la oscuridad.

– ?Por que te detienes?

– ?Caramba! -exclame-. ?No duerme usted aun?

– Claro que no. Te he estado escuchando. Tu historia me gusta.

– Ahora tengo sueno.

– Intenta proseguir un poco mas, por favor -insistio el viejo sastre.

– Solo un poco -le dije-. ?Recuerda usted donde me he quedado?

– Cuando penetra en el calabozo de un castillo, en medio del mar…

Sorprendido por la precision de mi oyente, a pesar de su avanzada edad, prosegui la historia de nuestro marinero frances… Cada media hora me detenia, a menudo en un momento crucial, no por la fatiga sino por la inocente coqueteria del narrador. Hacia que me suplicaran y volvia a contar de nuevo. Cuando el abate, encerrado en el miserable calabozo de Edmond, le revelo el secreto del inmenso tesoro oculto en la isla de Montecristo y lo ayudo a evadirse, la luz del alba entro en nuestra alcoba por las grietas de los muros, acompanada por el gorjeo matinal de las alondras, las tortolas y los pinzones.

Aquella noche en blanco nos agoto a todos. El modisto se vio obligado a ofrecer a la aldea una pequena suma de dinero para que el jefe nos permitiera permanecer en casa.

– Descansa bien -me dijo el viejo guinandome el ojo-. Y prepara mi cita de esta noche con el marinero frances.

Ciertamente fue la historia mas larga que he contado en mi vida: duro nueve noches enteras. Nunca he comprendido de donde procedia la resistencia fisica del viejo sastre, que al dia siguiente trabajaba toda la jornada. Inevitablemente, algunas fantasias, discretas y espontaneas, debidas a la influencia del novelista frances, comenzaron a aparecer en los vestidos nuevos de los aldeanos, sobre todo elementos marineros. El propio Dumas habria sido el primer sorprendido si hubiese visto a nuestras montanesas cenidas en una especie de guerreras de hombros caidos y con un gran cuello, cuadrado por detras y puntiagudo por delante, que chasqueaba al viento. Casi olian a Mediterraneo. Los pantalones azules de los marinos, mencionados por Dumas y realizados por su discipulo el viejo sastre, habian conquistado el corazon de las muchachas, con sus anchas y flotantes perneras de las que parecia emanar el perfume de la Costa Azul. Nos hizo dibujar un ancla de cinco puntas que se convirtio en el motivo mas solicitado de la moda femenina de aquellos anos, en la montana del Fenix del Cielo. Algunas mujeres consiguieron, incluso, bordarlo fielmente en minusculos botones, con hilo de oro. En cambio, reservamos celosamente ciertos secretos, descritos por Dumas con todo detalle, como el lis bordado en los estandartes, el corse y el vestido de Mercedes, en exclusiva para la hija del sastre.

Al finalizar la tercera noche, un incidente estuvo a punto de comprometerlo todo. Fue hacia las cinco de la madrugada. Nos hallabamos en plena intriga, en la mejor parte de la novela, a mi entender: al regresar de Paris, el conde de Montecristo conseguia, gracias a sapientes calculos, acercarse a sus tres antiguos enemigos, de los que queria vengarse. Colocaba sus peones uno a uno de acuerdo con una estrategia implacable y con una diabolica imaginacion. Muy pronto el procurador quedaria arruinado, la trampa preparada hacia tanto tiempo iba por fin a cerrarse sobre el. De pronto, la puerta de nuestra habitacion se abrio con un terrible chirrido y la negra sombra de un hombre aparecio en el umbral, precisamente cuando nuestro conde casi se enamoraba de la hija del procurador. El hombre de la sombra, con su linterna electrica encendida, expulso al conde frances y nos devolvio a la realidad.

Era el jefe de nuestra aldea. Llevaba una gorra y su rostro, hinchado hasta las orejas, estaba atrozmente acentuado, deformado por las sombras negras que sobre el dibujaba la luz de su linterna electrica. Estabamos tan sumidos en el relato de Dumas que no habiamos oido el ruido de sus pasos.

– ?Ah! ?Que le trae por aqui? -exclamo el sastre-. Me preguntaba si tendria la suerte de verlo este ano. Me han dicho que las ha pasado canutas por culpa de un medico torpe.

El jefe no lo miro; era como si no estuviera alli. Dirigio hacia mi la luz de su linterna electrica.

– ?Que ocurre? -le pregunte.

– Sigueme. Hablaremos en la oficina de Seguridad Publica del municipio.

Debido a sus dolores dentales, no podia gritar, pero su murmullo casi inaudible me agito profundamente: el nombre de aquel despacho significaba, la mayoria de las veces, tortura fisica e infierno para los enemigos del pueblo.

– ?Por que? -le pregunte encendiendo con mano temblorosa la lampara de petroleo.

– Estas contando cochinadas reaccionarias. Por fortuna para nuestra aldea, no duermo y velo constantemente. No os ocultare la verdad: estoy aqui desde la medianoche y he oido toda tu historia reaccionaria del conde Noseque.

– Calmese, jefe -intervino Luo-. Ese conde ni siquiera es chino.

– Me importa un bledo. Algun dia, nuestra revolucion triunfara en el mundo entero. Y un conde, sea cual sea su nacionalidad, no puede ser mas que un reaccionario.

– Aguarde, jefe -lo interrumpio Luo-. No conoce usted el comienzo de la historia. Ese tipo, antes de disfrazarse de noble, era un pobre marinero, una categoria clasificada entre las mas revolucionarias, de acuerdo con El pequeno libro rojo.

– ?No me hagas perder el tiempo con tu chachara de mierda! -dijo el jefe-. ?Conoces a alguien que sea bueno y quiera tender una trampa a un procurador?

Y al decirlo escupio en el suelo, senal de que se disponia a llegar a las manos si yo no me movia.

Me levante. Atrapado y resignado, me puse una chaqueta de tela basta y un pantalon resistente, como un hombre que se prepara para un largo periodo penitenciario. Al vaciar los bolsillos de mi camisa, encontre algunas monedas y se las tendi a Luo, para que no cayeran en manos de los verdugos de la Seguridad Publica. Luo arrojo las monedas en la cama.

– Voy contigo -me dijo.

– No, quedate aqui y encargate de todo, para lo mejor y para lo peor.

Al pronunciar estas palabras, tuve que esforzarme por contener mis lagrimas. Vi, en los ojos de Luo, que comprendia a que me referia: esconder bien los libros por si, torturado, yo lo traicionaba; ignoraba si podria soportar que me abofetearan, pegaran y azotaran, como sucedia, segun decian, durante los interrogatorios en aquel despacho. Como un cautivo abatido, fui hacia el jefe con las piernas temblorosas, exactamente como en mi primera pelea de nino, cuando me habia arrojado contra mi adversario para demostrar que era valeroso, aunque el vergonzoso temblequeo de mis piernas me habia traicionado.

Su aliento olia a caries. Sus ojillos y las tres gotas de sangre me recibieron con una mirada dura. Crei, por un instante, que iba a agarrarme del cuello y a arrojarme escaleras abajo. Sin embargo, permanecio inmovil. Su mirada me abandono, trepo por los barrotes de la cama y se clavo en Luo, preguntando:

– ?Recuerdas el pedazo de estano que te mostre?

– La verdad, no -contesto Luo, perplejo.

– El chirimbolo que te pedi que me metieras en la muela enferma.

– Ah, si, ahora lo recuerdo.

– Sigo teniendolo -dijo el jefe sacando del bolsillo de su chaqueta el paquetito de saten rojo.

– ?Adonde quiere ir a parar? -le pregunto Luo, mas perplejo aun.

– Si tu, el hijo de un gran dentista, puedes curar mi muela, dejare en paz a tu companero. De lo contrario, me llevo a este sucio narrador de historias reaccionarias al despacho de la Seguridad.

La dentadura del jefe parecia una cordillera destrozada. En una encia negruzca e hinchada se erguian tres incisivos parecidos a rocas prehistoricas de basalto, de color oscuro, mientras que sus caninos evocaban piedras de la epoca diluviana, tabas mates de color tabaco. Por lo que a los molares se refiere, algunos presentaban ranuras en la corona, lo cual, segun afirmo el hijo del dentista en tono academico, era la marca de un antecedente de sifilis. El jefe aparto la cabeza, sin desmentir el diagnostico.

El diente causante de sus desgracias se encontraba al fondo del paladar, erguido cerca de un agujero negro como un escollo calcareo, conchifero, poroso, solitario y amenazador. Era una muela del juicio, cuyo esmalte y marfil estaban muy estropeados, y donde se habia formado una caries. La lengua del jefe, viscosa, de un rosa palido tirando a amarillento, no dejaba de sondear la profundidad de la cavidad vecina, debida a la metedura de pata del precedente dentista; luego, subia hasta acariciar amorosamente el islote aislado, para terminar emitiendo un chasquido de consuelo.

Una aguja de maquina de coser, de acero cromado, algo mas gruesa que las normales, se deslizo en la boca abierta de par en par del jefe y se inmovilizo sobre la muela del juicio, pero, en cuanto la rozo con delicadeza, la lengua del jefe se lanzo por reflejo hacia la intrusa a una velocidad fulgurante y tanteo aquel cuerpo frio, metalico y ajeno hasta su extremidad puntiaguda. Un temblor la sacudio. Retrocedio, como si sintiera cosquillas, y enseguida volvio a la carga; excitada por la sensacion desconocida, lamio casi con voluptuosidad la aguja.

El pedal de la maquina se puso en marcha bajo los pies del viejo sastre. La aguja, unida por un cordon a la polea de la maquina, comenzo a girar; asustada, la lengua del jefe se crispo. Luo, que sujetaba la aguja con la punta de los dedos, ajusto la posicion de su mano. Aguardo unos segundos; luego, la velocidad del pedal se acelero y la aguja ataco la caries arrancando al paciente un aullido desgarrador. Apenas Luo aparto la aguja el jefe rodo, como una vieja roca, del lecho que habiamos instalado junto a la maquina de coser, encontrandose casi en el suelo.

– ?Ha estado a punto de matarme! -le dijo al sastre, levantandose-. ?Me esta tomando el pelo?

– Le habia prevenido -respondio el sastre- de que esto solo lo habia visto en las ferias. Usted ha insistido para que juguemos a los charlatanes.

– Hace un dano del demonio -dijo el jefe.

– El dolor es inevitable -afirmo Luo-. ?Conoce usted la velocidad de una fresa electrica en un hospital de verdad? Varios centenares de revoluciones por segundo. Y cuanto mas lenta gira la aguja, mas duele.

– Prueba una vez mas -dijo el jefe con decision, encasquetandose la gorra-. Hace una semana que no puedo comer ni dormir, mejor sera terminar de una vez para siempre.

Cerro los ojos para no ver como entraba la aguja en su boca, pero el resultado fue identico. El atroz dolor lo arrojo fuera de la cama, con la aguja plantada en la muela.

Su violento movimiento hizo vacilar la lampara de petroleo con cuya llama, en una cuchara, fundia yo el estano.

Pese a lo divertido de la situacion, nadie se atrevia a reirse, por temor a que relanzara el tema de mi inculpacion.

Luo recupero la aguja, la limpio, la comprobo y le tendio un vaso de agua al jefe para que se enjuagara la boca; este escupio sangre en el suelo, justo junto a la gorra.

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