Volvi la cabeza y les lance una mirada, pero la maligna hostilidad de sus jovenes rostros me sorprendio. Acelere el paso.

De pronto, tras de mi se alzo una voz que exageraba, ridiculamente, el acento de la ciudad:

– ?Ah! Permitame, Sastrecilla, que haga la colada por usted.

Me ruborice y comprendi, sin ambiguedad alguna, que estaban imitandome, parodiandome, que se burlaban de mi. Volvi la cabeza para identificar al autor de aquella fea comedia: era el cojo del pueblo, el de mas edad del grupo, que agitaba un tirachinas como si fuera una vara de mando.

Aparente no haber oido nada y prosegui mi camino mientras el grupo me rodeaba, me empujaba, gritaba a coro la frase del cojo y soltaba una carcajada lubrica, ruidosa y salvaje.

Muy pronto, la humillacion se concreto todavia mas en una frase asesina pronunciada por alguien que me puso el dedo bajo la nariz:

– ?Vete a lavar las bragas de la Sastrecilla!

?Aquello fue un golpe bajo! ?Y que precision por parte de mi adversario! No pude decir palabra, ni disimular mi turbacion porque, en efecto, las habia lavado.

En aquel instante, el cojo se adelanto, me cerro el paso, se quito el pantalon y los calzoncillos, descubriendo su sexo encogido y enmaranado.

– Toma, quiero que laves tambien los mios -grito con una risa provocadora, obscena, y un rostro deformado por la excitacion.

Levanto al aire su calzoncillo amarillento, ennegrecido, remendado y mugriento, y lo agito por encima de su cabeza.

Busque todos los tacos que conocia, pero estaba tan lleno de colera, habia perdido de tal modo los nervios, que no consegui «bramar» ni uno solo. Temblaba y tenia ganas de llorar.

No recuerdo muy bien lo que siguio. Pero se que tome un terrible impulso y, blandiendo mi cuevano, me lance sobre el cojo. Queria golpearle en plena cara, pero consiguio esquivar el golpe y lo recibio solo en el hombro derecho. En aquella lucha de uno contra todos, sucumbi a su numero y fui dominado por dos jovenes mocetones. Mi cuevano estallo, cayo, se volco y vertio por el suelo su contenido, dos huevos aplastados gotearon sobre una hoja de col y mancharon la cubierta de El primo Pons, que yacia en el polvo.

Se hizo de pronto el silencio; mis agresores, es decir, el enjambre de dolidos pretendientes de la Sastrecilla, aunque todos analfabetos, quedaron pasmados ante la aparicion de aquel extrano objeto: un libro. Se acercaron y formaron un circulo a su alrededor, a excepcion de los dos que me sujetaban los brazos. El cojo sin calzoncillos se agacho, abrio la cubierta y descubrio el retrato de Balzac, en blanco y negro, con larga barba y mostachos plateados.

– ?Es Karl Marx? -pregunto uno al cojo-. Debes de saberlo, has viajado mas que nosotros.

El cojo vacilaba.

– ?O tal vez sea Lenin? -dijo otro.

– O Stalin, sin uniforme.

Aprovechando la vacilacion general, solte mis brazos en un ultimo respingo y me lance, como si me zambullera, hacia El primo Pons, tras haber apartado a los campesinos que lo rodeaban.

– No lo toqueis -grite, como si se tratara de una bomba a punto de estallar.

Apenas el cojo comprendio lo que ocurria cuando le arranque el libro de las manos, parti a toda velocidad y me adentre en el sendero.

Una granizada de piedras y gritos acompano mi fuga durante un buen rato. «?Lavador de bragas! ?Cobarde! ?Vamos a reeducarte!» De pronto, un guijarro lanzado por el tirachinas me golpeo la oreja izquierda y un violento dolor me hizo perder, de inmediato, parte de la audicion. Por reflejo, lleve la mano a la herida y mis dedos se mancharon de sangre. A mis espaldas, las injurias aumentaban tanto en sonoridad como en obscenidad. Las piedras que golpeaban en las paredes rocosas resonaban en la montana, se transformaban en amenaza de linchamiento, en advertencia de una nueva emboscada. De pronto, todo se detuvo y reino la calma.

En el camino de regreso, el poli herido decidio, muy a su pesar, abandonar la mision.

Aquella noche fue particularmente larga. Nuestra casa sobre pilotes me parecia desierta, humeda, mas sombria que antes. Un olor a casa abandonada flotaba en el ambiente. Un olor facilmente reconocible: frio, rancio, cargado de moho, perceptible y tenaz. Diriase que nadie vivia alli. Aquella noche, para olvidar el dolor de mi oreja izquierda, volvi a leer mi novela preferida, Jean-Christophe, a la luz de dos o tres lamparas de petroleo. Pero ni siquiera su agresivo humo pudo expulsar aquel olor, que me hacia sentir cada vez mas perdido.

La oreja no sangraba ya, pero estaba magullada, hinchada, seguia doliendome y me impedia leer. La palpe suavemente y senti, de nuevo, un fuerte dolor que me puso rabioso.

?Que noche! Aun hoy la recuerdo, e incluso tantos anos despues sigo sin conseguir explicarme mi reaccion. Aquella noche, con la oreja dolorida, di vueltas y vueltas en la cama que parecia tapizada de alfileres y, en vez de imaginar como vengarme y cortarle las orejas al celoso cojo, me vi de nuevo asaltado por la misma pandilla. Estaba atado a un arbol, me linchaban o me infligian torturas. Los ultimos rayos del sol hacian brillar un cuchillo. Este, blandido por el cojo, no se parecia al tradicional cuchillo de carnicero; su hoja era sorprendentemente larga y puntiaguda. Con la yema de los dedos, el cojo acariciaba suavemente el filo; luego, levantaba el arma y, sin ruido alguno, me cortaba la oreja izquierda. Caia al suelo, rebotaba y volvia a caer, mientras mi verdugo limpiaba la larga hoja salpicada de sangre. La llegada de la Sastrecilla llorando interrumpia el salvaje linchamiento, y la banda del cojo huia.

Me veia entonces desatado por aquella muchacha con las unas de color rojo vivo, tenidas por la balsamina. Ella dejaba que yo metiera sus dedos en mi boca y que los lamiera con la punta de la lengua, sinuosa y ardiente. ?Ah! El jugo espeso de la balsamina, aquel emblema de nuestra montana coagulado en sus unas brillantes, tenia un sabor dulzon y un olor casi almizclado que me procuraban una sensacion sugestivamente carnal. En contacto con mi saliva, el rojo del tinte se hacia mas fuerte, mas vivo, y despues se ablandaba, se convertia en lava volcanica, torrida, que se hinchaba, silbaba, giraba en mi boca hirviente, como un verdadero crater.

Luego el chorro de lava iniciaba libremente un viaje, una busqueda; corria a lo largo de mi torso magullado, zigzagueaba por aquella llanura continental, rodeaba mis pezones, se deslizaba hacia mi vientre, se detenia en el ombligo, penetraba en su interior empujada por su lengua, la de ella, se perdia en los meandros de mis venas y mis entranas, y acababa encontrando el camino que la llevaba a la fuente de mi virilidad conmovida, hirviente, anarquica, llegada a la edad de la independencia y que se negaba a obedecer las obligaciones, estrictas e hipocritas, que se habia fijado el policia.

La ultima lampara de petroleo vacilo y se apago por falta de aceite, dejando al policia boca abajo en la oscuridad, entregandose a una traicion nocturna y manchando sus calzones.

El despertador de numeros fosforescentes marcaba la medianoche.

– Estoy en un aprieto -me dijo la Sastrecilla.

Era al dia siguiente de ser agredido por aquel enjambre de lubricos pretendientes. Estabamos en su casa, en la cocina, envueltos por una humareda a veces verde y a veces amarilla, y por el olor del arroz que se cocia en la cacerola. Ella cortaba verduras y yo me encargaba del fuego, mientras que su padre, que habia regresado de una gira, trabajaba en la estancia principal; se escuchaban los ruidos familiares y regulares de la maquina de coser. Al parecer, ni el ni su hija estaban al corriente de mi altercado. Ante mi sorpresa, no advirtieron la magulladura de mi oreja izquierda. Estaba yo tan absorto en la busqueda de un pretexto para presentar mi dimision que la Sastrecilla tuvo que repetir la frase para arrancarme de mi contemplacion.

– Tengo grandes problemas.

– ?Con la pandilla del cojo?

– No.

– ?Con Luo? -pregunte, con la esperanza de un rival.

– Tampoco -dijo tristemente-. Me lo reprocho, pero es demasiado tarde.

– ?De que estas hablando?

– Tengo nauseas. Esta manana he vuelto a vomitar.

Y entonces vi, con el corazon en un puno, que brotaban lagrimas de sus ojos, le corrian silenciosamente por el rostro y caian, gota a gota, en las hojas de las verduras y en sus manos, cuyas unas estaban pintadas de roja.

– Mi padre matara a Luo si lo sabe -dijo llorando suavemente, sin un sollozo.

Desde hacia dos meses no tenia la regla. No se lo habia dicho a Luo, quien, sin embargo, era responsable o culpable de aquella disfuncion. Cuando se marcho, un mes antes, ella no se preocupaba aun.

De momento, aquellas lagrimas inesperadas e insolitas me conmovieron mas que el contenido de su confesion. Hubiera querido tomarla en mis brazos para consolarla, sufria al verla sufrir, pero el pedaleo de su padre en la maquina de coser resono como una llamada de la realidad.

Su dolor era dificil de consolar. A pesar de mi ignorancia casi total de las cosas del sexo, comprendia el significado de aquellos dos meses de retraso.

Muy pronto, contaminado por su desamparo, yo mismo derrame unas lagrimas sin que me viera, como si se tratara de mi propio hijo, como si fuera yo, y no Luo, quien habia hecho el amor con ella bajo el magnifico ginkgo y en el agua limpida de la pequena poza. Me sentia muy sentimental, muy cerca de ella. Habria dedicado mi vida a ser su protector, estaba dispuesto a morir soltero si eso hubiera podido atenuar su angustia. Me habria casado con ella, si la ley lo hubiera permitido, incluso de blanco, para que pariera legitimamente y con toda tranquilidad el hijo de mi amigo.

Lance una ojeada a su vientre, oculto por un jersey rojo tejido a mano, pero solo vi las convulsiones, ritmicas y dolorosas, debidas a su respiracion dificil y a su llanto silencioso. Cuando una mujer comienza a llorar la ausencia de sus menstruos, es imposible detenerla. El miedo se apodero de mi, y senti que el temblor recorria mis piernas.

Olvidaba lo principal, es decir, preguntarle si queria ser madre a los dieciocho anos. La razon del olvido era muy sencilla: la posibilidad de conservar al nino era nula, y tres veces nula. Ningun hospital, ninguna comadrona de la montana aceptaria violar la ley trayendo al mundo al hijo de una pareja no casada. Y Luo solo podria casarse con la Sastrecilla dentro de siete anos, pues la ley prohibia el matrimonio antes de los veinticinco. Esta falta de esperanza se veia acentuada por la inexistencia de un lugar que escapara de la ley, hacia el que pudieran huir nuestros Romeo y Julieta encinta, para vivir al modo del viejo Robinson, ayudados por un ex policia reconvertido en Viernes. Cada centimetro cuadrado de este pais estaba bajo el estricto control de la «dictadura del proletariado», que cubria toda China como bajo una inmensa red, de la que no faltaba ni la menor malla.

Cuando la Sastrecilla se calmo, enumeramos todas las posibilidades factibles de practicar un aborto, y las discutimos varias veces a espaldas de su padre, buscando la solucion mas discreta, la mas tranquilizadora, la que salvara a la pareja de un castigo politico y administrativo, y de un escandalo. La perspicaz legislacion parecia haberlo previsto todo para atraparlos: no podian tener al nino antes de la boda, y la ley prohibia el aborto.

En aquel momento tan importante, no pude evitar admirar la prevision de mi amigo Luo. Afortunadamente, me habia confiado una mision de proteccion, y en el desempeno de mi papel consegui convencer a su ilegitima mujer de que no recurriera a los herbolarios de la montana, que no solo podian envenenarla sino tambien denunciarla. Luego, esbozandole el sombrio panorama de una lisiadura que la condenara a casarse con el cojo del pueblo, la convenci de que saltar desde el tejado de su casa, con la esperanza de abortar, era una pura idiotez.

A la manana siguiente, tal como habiamos decidido la vispera, parti a explorar Yong Jing, la ciudad del distrito, para sondear las posibilidades del servicio de ginecologia del hospital.

Yong Jing, sin duda lo recuerdan, es esa ciudad tan pequena que, cuando la cantina del ayuntamiento sirve buey encebollado, toda la ciudad aspira su olor. En una colina, tras la cancha de baloncesto del instituto donde habiamos asistido a las proyecciones al aire libre, se hallaban los dos edificios del pequeno hospital. El primero, reservado a las consultas externas, estaba al pie de la colina. Decoraba la entrada un inmenso retrato del presidente Mao en uniforme militar, agitando la mano hacia el barullo de enfermos que hacian cola y ninos que gritaban y lloraban. El segundo, que se levantaba en la cima de la colina, era un edificio de tres pisos, sin balcones, de ladrillos encalados; servia solo para las hospitalizaciones.

Asi pues, cierta manana, tras dos dias de camino y una noche en blanco pasada entre los piojos de una posada, me deslice con toda la discrecion de un espia en el edificio de las consultas. Para confundirme en el anonimato de la muchedumbre campesina, llevaba mi vieja chaqueta de piel de cordero. En cuanto puse los pies en aquel dominio de la medicina que me era familiar desde la infancia, me senti incomodo y comence a sudar. En la planta baja, al extremo de un pasillo oscuro, estrecho y humedo, prenado de un olor subterraneo ligeramente nauseabundo, unas mujeres aguardaban sentadas en dos hileras de bancos dispuestos a lo largo de las paredes; la mayoria tenia el vientre grande, y algunas gemian suavemente de dolor. Alli encontre la palabra «ginecologia», escrita con pintura roja en una tabla de madera colgada sobre la puerta de un despacho hermeticamente cerrado. Unos minutos mas tarde, la puerta se entreabrio para permitir que saliera una paciente muy flaca, con una receta en la mano, y le toco a la siguiente introducirse en la consulta. Apenas divise la silueta de un medico con bata blanca, sentado tras una mesa, cuando la puerta se

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