– ?Quien eres? -me pregunto mientras enrollaba la venda alrededor de la mano herida.

– Soy el hijo de un medico que trabaja en el hospital provincial -le dije-. Bueno, ahora ya no trabaja.

– ?Como se llama?

Quise decir el nombre del padre de Luo, pero el del mio broto de mi boca. Un molesto silencio siguio a esta revelacion. Tuve la impresion de que no solo conocia a mi padre, sino tambien sus sinsabores politicos.

– ?Y que quieres? -me pregunto.

– Es por mi hermana… Tiene un problema… Dificultades con su regla, desde hace casi tres meses.

– No es posible -me dijo con frialdad.

– ?Por que?

– Tu padre no tiene hijas. ?Vete ya, mentiroso!

No grito estas dos ultimas frases, no me senalo la puerta con el dedo, pero adverti que estaba realmente enojado; estuvo a punto de tirarme a la cara la colilla del cigarrillo.

Con el rostro ruborizado por la verguenza, me volvi hacia el, tras haber dado unos pasos, y me oi diciendo:

– Le propongo un pacto: si ayuda usted a mi amiga, ella se lo agradecera toda su vida y yo le dare un libro de Balzac.

Fue una conmocion para el oir este nombre mientras vendaba una mano mutilada en el hospital del distrito, tan alejado, tan lejos del mundo. Acabo abriendo la boca, tras un instante de desconcierto.

– Ya te he dicho que eras un mentiroso. ?Como es posible que tengas un libro de Balzac?

Sin responder, me quite la chaqueta de piel de cordero, le di la vuelta y le mostre el texto que habia copiado en la parte sin pelo; la tinta estaba un poco mas palida que antes, pero seguia siendo legible.

Mientras comenzaba su lectura o, mas bien, su examen de experto, saco un paquete de cigarrillos y me tendio uno. Recorrio el texto fumando.

– Es una traduccion de Fu Lei -murmuro-. Reconozco su estilo. Es como tu padre, el pobre, un enemigo del pueblo.

Aquello me hizo llorar. Hubiera querido contenerme, pero no pude. Berree como un crio. Creo que aquellas lagrimas no eran por la Sastrecilla, ni por mi mision ya cumplida, sino por el traductor de Balzac, a quien yo no conocia. ?No es ese el mayor homenaje, la mayor gracia que un intelectual puede recibir en este mundo?

La emocion que sentia en aquel instante me sorprendio a mi mismo y, en mi memoria, eclipsa casi los acontecimientos que siguieron a aquel encuentro. Una semana mas tarde, un jueves, dia fijado por el medico polivalente aficionado a la literatura, la Sastrecilla, disfrazada de mujer de treinta anos con una cinta blanca en la frente, cruzo el umbral de la sala de operaciones mientras yo, no habiendo regresado aun el autor de la prenez, permanecia tres horas sentado en un pasillo, atento a todos los sonidos detras de la puerta: ruidos lejanos, difusos, apagados, el chorro de agua del grifo, el grito desgarrador de una mujer desconocida, las voces inaudibles de las enfermeras, unos pasos precipitados…

La intervencion fue bien. Cuando me autorizaron por fin a entrar en la sala de operaciones, el ginecologo me aguardaba en una estancia empapada de olor a carbon, al fondo de la cual la Sastrecilla, sentada en una cama, se vestia con la ayuda de una enfermera.

– Era una nina, por si quieres saberlo -me susurro el medico.

Y, encendiendo una cerilla, comenzo a fumar.

Ademas de lo que habiamos acordado, es decir, Ursula Mirouet, tambien regale al medico Jean-Christophe, mi libro preferido por aquel entonces, traducido por el mismo senor Fu Lei.

Aunque la operada tenia ciertas dificultades para caminar, su alivio al salir del hospital se parecia al de un detenido amenazado con la cadena perpetua y que, reconocido inocente, abandona el tribunal.

Negandose a descansar en la posada, la Sastrecilla insistio en ir al cementerio donde el pastor habia sido enterrado dos dias antes. A su entender, el me habia llevado al hospital y habia arreglado, con su invisible mano, mi encuentro con el ginecologo. Con el dinero que nos quedaba, compramos un kilo de mandarinas y las depositamos como ofrenda ante su tumba de cemento, anodina, casi mezquina. Lamentabamos no saber latin para dedicarle una oracion funebre en esta lengua que habia hablado en el momento de su agonia, para orar a su Dios o maldecir su vida de limpiador de calle. Casi juramos, ante su tumba, aprender latin un dia u otro y volver para hablarle en esta lengua. Pero, tras una larga discusion, decidimos no hacerlo, pues ignorabamos donde encontrar un manual (tal vez hubiera sido necesario perpretar un nuevo robo con fractura en casa de los padres del Cuatrojos) y, sobre todo, porque era imposible encontrar un profesor. Salvo el, ningun chino a nuestro alrededor conocia esta lengua.

En la losa sepulcral estaban grabados su nombre y dos fechas, sin referencia alguna a su vida ni a su funcion religiosa. Solo habian pintado una cruz, en un rojo vulgar, como si hubiera sido farmaceutico o medico.

Juramos que, si algun dia eramos ricos y las religiones no estaban ya prohibidas, volveriamos para erigir en su tumba un monumento en relieve y de colores, en el que estaria grabado un hombre con los cabellos plateados, coronados de espinas como Jesus, pero no con los brazos en cruz. Sus manos, en vez de tener las palmas clavadas, sujetarian el largo mango de una escoba.

La Sastrecilla quiso, despues, dirigirse a un templo budista, cerrado y precintado, para lanzar algunos billetes por encima de la cerca, en agradecimiento por la gracia que el Cielo le habia concedido. Pero no nos quedaba ni un centimo.

Y ya esta. Ha llegado el momento de describirles la escena final de esta historia. La hora de hacerles oir el chasquido de seis cerillas en una noche de invierno.

Fue tres meses despues del aborto de la Sastrecilla. El debil murmullo del viento y los ruidos de la pocilga circulaban en la oscuridad. Luo habia regresado, hacia tres meses, a nuestra montana.

El aire estaba cargado de olor a hielo. El ruido seco del frote de una cerilla chasqueo, resonante y frio. La negra oscuridad de nuestra casa sobre pilotes, petrificada a pocos metros de distancia, se vio turbada por aquel brillo amarillento, y temblo en el manto de la noche.

La cerilla estuvo a punto de apagarse a medio camino y ahogarse en su propio humo negro, pero recupero el aliento, vacilando, y se acerco a Papa Goriot que yacia en el suelo, ante la casa sobre pilotes. Las hojas de papel, lamidas por el fuego, se retorcieron, se acurrucaron unas contra otras y las palabras se lanzaron hacia el exterior. La pobre muchacha francesa fue despertada de su sueno de sonambula por este incendio; quiso huir pero era demasiado tarde. Cuando encontro a su amado primo, estaba ya sumida en llamas, con los fetichistas del dinero, sus pretendientes y su millon de herencia convertidos todos en humo.

Tres cerillas mas encendieron, simultaneamente, las hogueras de El primo Pons, de El coronel Chabert y de Eugenia Grandet. La quinta alcanzo a Quasimodo que, con sus abultamientos oseos, huia por los adoquines de Notre-Dame de Paris, con Esmeralda a cuestas. La sexta cayo sobre Madame Bovary. Pero la llama tuvo de pronto un momento de lucidez en el interior de su propia locura, y no quiso comenzar por la pagina donde Emma, en la habitacion de un hotel de Ruan, fumando en la cama con su joven amante acurrucado a su lado, murmuraba: «Me abandonaras…» Aquella cerilla, furiosa pero selectiva, decidio atacar el final del libro, la escena en la que Emma cree, justo antes de morir, escuchar a un cantor ciego:

Suele hacer un buen dia de frescor que las ninas suenen con el amor.

Precisamente cuando un violin comenzaba a tocar una funebre melodia, una rafaga de viento sorprendio a los libros que ardian; las recientes cenizas de Emma emprendieron el vuelo, se mezclaron con las de sus compatriotas carbonizados y se elevaron, flotando, en el aire.

Cenicientas, las crines del arco resbalaban por las brillantes cuerdas, en las que se reflejaba el fuego. El sonido de aquel violin era mio. El violinista era yo.

Luo, el incendiario, el hijo del gran dentista, el amante romantico que habia reptado a cuatro patas por el peligroso paso, aquel gran admirador de Balzac, estaba ahora ebrio, agachado, con los ojos clavados en el fuego, fascinado, hipnotizado incluso por las llamas en las que palabras y seres que antano anidaban en nuestros corazones danzaban antes de quedar reducidos a cenizas. Unas veces lloraba, otras se reia a carcajadas.

Ningun testigo asistio a nuestro sacrificio. Los aldeanos, acostumbrados al violin, prefirieron sin duda quedarse en sus lechos calientes. Habiamos querido invitar a nuestro amigo, el molinero, para que se uniera a nosotros con su instrumento de tres cuerdas y cantara sus «viejos estribillos» lubricos, haciendo ondular las innumerables y finas arrugas de su vientre. Pero estaba enfermo. Dos dias antes, cuando le habiamos hecho una visita, tenia ya la gripe.

El auto de fe prosiguio. El famoso conde de Montecristo, que antano habia conseguido evadirse del calabozo de un castillo situado en medio del mar, se resigno a la locura de Luo. Los demas hombres o mujeres que habian habitado la maleta del Cuatrojos tampoco pudieron escapar.

Aunque el jefe del poblado hubiera aparecido ante nosotros en aquel preciso momento, no hubiesemos tenido miedo de el. En nuestra embriaguez, tal vez lo habriamos quemado vivo, como si hubiese sido tambien un personaje literario.

De todos modos no habia nadie, salvo nosotros dos. La Sastrecilla se habia marchado y nunca regresaria.

Su partida, tan subita como fulminante, habia sido una sorpresa total. Habiamos tenido que hurgar durante mucho tiempo en nuestras memorias debilitadas por el impacto para encontrar ciertos presagios, a menudo en su indumentaria, que insinuasen que estaba preparandose un golpe mortal.

Unos dos meses antes, Luo me habia dicho que ella se habia confeccionado un sujetador, de acuerdo con un dibujo que habia encontrado en Madame Bovary. Yo le hice observar que aquella era la primera lenceria femenina en la montana del Fenix del Cielo, digna de entrar en los anales locales.

– Su ultima obsesion es parecerse a una chica de la ciudad -me habia dicho Luo-. Fijate, ahora cuando habla imita nuestro acento.

Atribuimos la confeccion del sujetador a la inocente coqueteria de una muchacha, pero no se como pudimos olvidar las otras dos novedades de su guardarropa, ninguna de las cuales podian servirle en aquella montana. Primero, habia recuperado la chaqueta Mao azul, con tres botoncitos dorados en las mangas, que yo habia llevado una sola vez, en nuestra visita al viejo molinero. La habia retocado, acortado, y la habia convertido en una chaqueta de mujer, que conservaba sin embargo cierto estilo masculino, con sus cuatro bolsillos y su pequeno cuello. Una obra encantadora pero que, por aquel entonces, solo podia ser llevada por una mujer que viviera en la gran ciudad. Luego, le habia pedido a su padre que.le comprara en la tienda de Yong Jing un par de zapatillas deportivas blancas, de un blanco inmaculado. Un color incapaz de resistir mas de tres dias el omnipresente barro de la montana.

Recuerdo tambien el Ano Nuevo occidental de aquella temporada. No era realmente una fiesta, sino un dia de descanso nacional. Como de costumbre, Luo y yo habiamos ido a su casa. Estuve a punto de no reconocerla. Al entrar, crei estar viendo a una joven colegiala de la ciudad. Su larga trenza habitual, sujeta por una cinta roja, habia sido sustituida por unos cabellos cortos, a ras de oreja, que le daban una belleza distinta, la de una adolescente moderna. Estaba terminando sus retoques a la chaqueta Mao. A Luo le alegro esa transformacion que no esperaba. La ceguera de su gozo llego al colmo durante la sesion de prueba de la deslumbrante obra que ella acababa de concluir: la chaqueta austera y masculina, su nuevo peinado, las zapatillas inmaculadas que sustituian a los modestos zuecos le conferian una extrana sensualidad, un aire elegante que anunciaba la muerte de la hermosa campesina algo torpe. Viendola asi transformada, Luo se zambullo en la felicidad de un artista al contemplar su obra concluida. Susurro a mi oido:

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