habia cerrado ya.

La mezquindad de aquella puerta inaccesible me obligo a esperar la proxima apertura. Necesitaba saber como era aquel ginecologo. Pero, cuando volvi la cabeza, ?que irritadas miradas me lanzaron las mujeres sentadas en los bancos! ?Eran mujeres encolerizadas, se lo juro!

Lo que las sorprendia, me di cuenta, era mi edad. Hubiera debido disfrazarme de mujer y esconder un almohadon sobre mi vientre para simular una prenez, pues el joven de diecinueve anos que yo era, con su chaqueta de piel de cordero, de pie en el pasillo de las mujeres, parecia un molesto intruso. Me observaban como a un pervertido sexual o a un miron que intentaba espiar los secretos femeninos.

?Que larga fue mi espera! La puerta no se movia. Tenia calor, mi camisa estaba empapada en sudor. Para que el texto de Balzac que yo habia copiado en el reverso de la piel permaneciese intacto, me quite la chaqueta. Las mujeres comenzaron a susurrar entre si, misteriosamente. En aquel pasillo oscuro, parecian conspiradoras obesas maquinando en una luz crepuscular. Parecia que preparaban un linchamiento.

– ?Que demonios estas haciendo aqui? -grito la voz agresiva de una mujer que me palmeo el hombro.

La mire. Tenia el pelo corto, llevaba una chaqueta de hombre y un pantalon, y se tocaba con una gorra militar verde decorada con un medallon rojo con la efigie dorada de Mao, signo exterior de su buena conciencia moral. Pese a su prenez, su rostro estaba casi por completo cubierto de granos, purulentos o cicatrizados. Me compadeci del nino que crecia en su vientre.

Decidi hacerme el idiota, solo para fastidiarla un poco. Segui mirandola hasta que repitio tontamente su pregunta; luego, poco a poco, como en una pelicula a camara lenta, coloque mi mano izquierda detras de la oreja, con el gesto de un sordomudo.

– Tiene la oreja morada e hinchada -dijo una mujer sentada.

– ?Lo de las orejas no es aqui! -rebuzno la mujer de la gorra, como si hablara con un sorderas-. ?Vete arriba, a oftalmologia!

?Que desorden! Y mientras ellas discutian sobre quien se encargaba de los oidos, si un oftalmologo o un otorrino, la puerta se abrio. Esta vez tuve tiempo de grabar en mi memoria los largos cabellos canosos y el rostro anguloso y fatigado del ginecologo, un hombre de unos cuarenta anos con un cigarrillo en la boca.

Tras esta primera exploracion, di un largo paseo, es decir, que anduve arriba y abajo por la unica calle de la ciudad. No se ya cuantas veces camine hasta el extremo de la calle, atravese la cancha de baloncesto y regrese a la entrada del hospital. No dejaba de pensar en aquel medico. Parecia mas joven que mi padre. Ignoraba si se conocian. Me habian dicho que en ginecologia visitaba los lunes y los jueves, y que, el resto de la semana, se encargaba sucesivamente de cirugia, urologia y de enfermedades digestivas. Era posible que conociera a mi padre, al menos de nombre, pues antes de convertirse en un enemigo del pueblo habia gozado de cierta reputacion en nuestra provincia. Intente imaginarme a mi padre o mi madre en su lugar, en aquel hospital de distrito, recibiendo a su hijo bienamado y a la Sastrecilla tras la puerta donde estaba escrito «ginecologia». Seria, sin duda, la mayor catastrofe de su vida, ?peor aun que la Revolucion cultural! Sin ni siquiera dejarme explicar quien era el autor de la prenez, me pondrian de patitas en la calle, escandalizados, y nunca mas volverian a verme. Era dificil de comprender, pero los «intelectuales burgueses», a quienes los comunistas habian infligido tantas desgracias, eran moralmente tan severos como sus perseguidores.

Aquel mediodia, comi en el restaurante. Lamente inmediatamente aquel lujo que reducia de un modo considerable mi bolsa, pero era el unico lugar en el que podia hablar con desconocidos. ?Quien sabe? Tal vez iba a encontrarme con algun pillastre que conociera todos los trucos para abortar.

Pedi un plato de gallo salteado con guindillas frescas y un bol de arroz. Mi comida, puesto que la hice durar voluntariamente, fue mas larga que la de un vejestorio desdentado. Pero, a medida que la carne disminuia en mi plato, mi esperanza se esfumo. Los pillastres de la ciudad, mas pobres o mas agarrados que yo, no pusieron los pies en el restaurante. Durante dos dias, mi acecho ginecologico resulto infructuoso. El unico hombre con el que consegui hablar del tema fue el vigilante nocturno del hospital, un ex policia de treinta anos, expulsado de su profesion un ano antes por haberse acostado con dos chicas. Permaneci en su garita hasta medianoche, jugando al ajedrez y contandonos nuestras hazanas de aventureros. Me pidio que le presentara hermosas muchachas reeducadas de mi montana, de la que yo afirme ser un buen conocedor, pero se nego a echarle una mano a mi amiga que «tenia problemas con la regla».

– No me hables de eso -me dijo con espanto-. Si la direccion del hospital descubriera que me mezclo en este tipo de cosas me acusaria de reincidencia y me mandaria directamente a la carcel, sin vacilacion alguna.

Al tercer dia, hacia las doce, convencido de que la puerta del ginecologo era inaccesible, estaba dispuesto a regresar a la montana cuando, de pronto, el recuerdo de un personaje me vino a la memoria: el pastor de la ciudad.

No conocia su nombre pero, cuando habiamos asistido a las proyecciones cinematograficas, sus largos cabellos plateados flotando al viento nos habian gustado. Habia en el algo de aristocratico, incluso cuando limpiaba la calle vestido con una gran bata azul de basurero, con una escoba de larguisimo mango de madera, y todo el mundo, incluso los chiquillos de cinco anos, lo insultaban, lo golpeaban o le escupian. Desde hacia veinte anos, le prohibian ejercer sus funciones religiosas.

Cada vez que pienso en el, recuerdo una anecdota que me contaron: cierto dia, los guardias rojos registraron su casa y encontraron un libro oculto bajo la almohada, escrito en una lengua extranjera que nadie conocia. La escena no dejaba de parecerse a la de la pandilla del cojo en torno a El primo Pons. Fue preciso enviar el botin a la Universidad de Pequin para saber, finalmente, que se trataba de una Biblia en latin. Le costo muy caro al pastor pues, desde entonces, estaba obligado a limpiar la calle, siempre la misma, de la manana a la noche, ocho horas diarias, hiciera el tiempo que hiciese. Acabo asi convirtiendose en un adorno movil del paisaje.

Ir a consultar al pastor sobre un aborto me parecia una idea descabellada. ?No estaria perdiendo los papeles por culpa de la Sastrecilla? De pronto, adverti con sorpresa que desde hacia tres dias no habia visto ni una sola vez la melena plateada del viejo limpiador de calle, con sus gestos mecanicos.

Pregunte a un vendedor de cigarrillos si el pastor habia terminado con su tarea.

– No -me dijo-. Esta a dos dedos de la muerte, el pobre.

– ?De que esta enfermo?

– Cancer. Sus dos hijos regresaron de las grandes ciudades donde viven. Lo han ingresado en el hospital del distrito.

Corri sin saber por que. En vez de atravesar lentamente la ciudad, me lance a una carrera que me hizo perder el aliento. Llegado a la cima de la colina donde se levantaba el edificio de las hospitalizaciones, decidi probar suerte y arrancarle un consejo al pastor moribundo.

En el interior, el olor de los medicamentos mezclado con la hediondez de las letrinas comunes, mal limpiadas y con el humo y la grasa, me subio a la nariz y me asfixio. Aquello parecia un campamento de refugiados de guerra: las habitaciones de los enfermos servian tambien de cocinas. Cacerolas, tablas para cortar, sartenes, verduras, huevos, botellas de salsa de soja, de vinagre, de sal esparcidos anarquicamente por el suelo junto a las camas de los pacientes, entre los orinales y los tripodes de los que colgaban las botellas de transfusion sanguinea. A la hora de comer, algunos pacientes, inclinados sobre humeantes cacerolas, metian dentro sus palillos y se disputaban los fideos; otros salteaban tortillas, que chisporroteaban y chasqueaban en el aceite hirviendo.

Aquel paisaje me desconcertaba. Ignoraba que en el hospital del distrito no hubiese cantina y que los pacientes tuviesen que arreglarselas solos para alimentarse, aunque estuvieran impedidos por sus enfermedades, por no hablar de aquellos cuyos cuerpos estaban quebrantados, deformes, incluso mutilados. Era un espectaculo tumultuoso, sin pies ni cabeza, el que ofrecian aquellos cocineros apayasados, coloreados por los emplastos rojos, verdes o negros, con sus apositos medio deshechos que flotaban en el vapor sobre el agua hirviendo en las cacerolas.

Encontre al pastor agonizante en una habitacion de seis camas. Llevaba un gota a gota, y estaba rodeado de sus dos hijos y sus dos nueras, todos de unos cuarenta anos, y una mujer anciana que lloraba mientras le preparaba la comida en un hornillo de petroleo. Me deslice junto a ella y me agache.

– ?Es usted su mujer? -le pregunte.

Inclino la cabeza afirmativamente. Su mano temblaba tanto que cogi los huevos y los casque por ella.

Sus dos hijos, vestidos con chaquetas Mao azules, abotonadas hasta el cuello, tenian jeta de funcionarios o de empleados de pompas funebres, y sin embargo se daban aires de periodista, concentrados en la puesta en marcha de un viejo magnetofono chirriante y oxidado cuya pintura amarilla estaba muy desconchada.

«De pronto, un sonido agudo, ensordecedor, broto del magnetofono, resono como una alarma y estuvo a punto de hacer caer los boles de los demas pacientes de la habitacion, que comian cada cual en su cama.

El hijo menor consiguio apagar aquel ruido diabolico, mientras su hermano acercaba un microfono a los labios del pastor.

– Di algo, papa -suplico el primogenito.

El pastor habia perdido casi por completo su pelo plateado y su rostro era irreconocible. Habia adelgazado tanto que solo le quedaba la piel sobre los huesos, una piel delgada como una hoja de papel, amarillenta y apagada. Su cuerpo, robusto antano, se habia encogido considerablemente. Acurrucado bajo la manta, luchando contra el sufrimiento, acabo abriendo sus pesados parpados. Aquel signo de vida fue recibido con un asombro lleno de alegria por el entorno. Volvieron a acercarle el microfono a la boca. La cinta magnetica comenzo a girar con un chirrido de cristal roto, pisoteado por unas botas.

– Papa, haz un esfuerzo -dijo su hijo-. Grabaremos tu voz por ultima vez, para tus nietos.

– Si pudieras recitar una frase del presidente Mao, seria ideal. Una sola frase o una consigna, ?vamos! Sabran que su abuelo ya no es un reaccionario, que su cerebro ha cambiado -grito el hijo reconvertido en ingeniero de sonido.

Un imperceptible temblequeo recorrio los labios del pastor, pero su voz no era audible. Durante un minuto, susurro palabras que nadie capto. Incluso la anciana reconocio, desamparada, su incapacidad para comprenderlo.

Luego cayo de nuevo en coma.

Su hijo hizo retroceder la cinta y toda la familia escucho de nuevo el misterioso mensaje.

– Es latin -declaro el primogenito-. Ha dicho su ultima plegaria en latin.

– Eso es muy suyo -dijo la anciana, secando con un panuelo la frente empapada en sudor del pastor.

Me levante y me dirigi hacia la puerta, sin decir una palabra. Por casualidad habia descubierto la silueta del ginecologo, en bata blanca, pasando ante la puerta, semejante a una aparicion. Como a camara lenta, lo habia visto aspirar la ultima bocanada de su cigarrillo, exhalar el humo, arrojar la colilla al suelo y desaparecer.

Atravese precipitadamente la habitacion, golpee una botella de salsa de saja y tropece con una sarten vacia que estaba en el suelo. Aquel contratiempo me hizo llegar demasiado tarde al pasillo: el medico ya no estaba alli.

Lo busque, puerta tras puerta, preguntando a todos los que se cruzaban conmigo. Por fin, un paciente me senalo con el dedo la puerta de una habitacion, al final del pasillo.

– Lo he visto entrar alli, en la habitacion individual -dijo-. Al parecer, a un obrero de la fabrica de mecanica de la Bandera Roja una maquina le ha cortado cinco dedos.

Al acercarme a la habitacion, oi los doloridos gritos de un hombre, a pesar de la puerta cerrada. La empuje suavemente y se abrio sin resistencia, con silenciosa discrecion.

El herido, al que el medico vendaba, estaba sentado en la cama, con el cuello rigido, la cabeza echada hacia atras, apoyada en la pared. Era un hombre de unos treinta anos, con el torso desnudo, musculoso, atezado y el cuello vigoroso. Entre en la habitacion y cerre la puerta a mis espaldas. Su mano ensangrentada estaba apenas velada por una primera capa de aposito. La gasa blanca estaba empapada en sangre, que caia en grandes gotas a una jofaina de esmalte, puesta en el suelo junto a la cama, con un ruido de reloj estropeado, tictaqueando entre sus gemidos.

El medico tenia el aspecto fatigado de un insomne, como la ultima vez que lo habia visto en su consulta, pero se mostraba menos indiferente, menos «lejano». Desplego un gran rollo de gasa, con la que vendo la mano del hombre sin prestar atencion a mi presencia. Mi chaqueta de piel de cordero no le causo efecto alguno, la urgencia de su trabajo prevalecia.

Saque un cigarrillo y lo encendi. Luego me acerque a la cama y, con gesto casi desenvuelto, coloque el cigarrillo en la boca, no, entre los labios del medico, como un eventual salvador de mi amiga. Me miro sin decir palabra y comenzo a fumar mientras seguia vendando. Encendi otro y se lo tendi al herido, que lo tomo con su mano derecha.

– Ayudame -me dijo el medico pasandome un extremo de la venda-. Aprieta fuerte.

Cada cual a un lado de la cama, tiramos de la venda, como dos hombres empaquetando un bulto con una cuerda.

El flujo de la sangre se hizo mas lento y el herido ya no gimio. Dejando caer el cigarrillo al suelo, se durmio de pronto por efecto de la anestesia, segun el medico.

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