estable sector de la corteza terrestre que antiguamente llevaba el nombre de depresion de Siberia Occidental.
Dar Veter contemplaba sonador aquella tierra que en un tiempo estuviera cubierta de interminables, tediosos pantanos y de los bosques, de febles espaciados arboles, del Norte siberiano. Veia mentalmente el cuadro de un viejo pintor, que le habia dejado, desde la infancia, una impresion imborrable.
Sobre un alto promontorio cenido por el brazo de un gran rio, se alzaba, solitaria y gris de los anos, una iglesia de madera que parecia contemplar desvalida la inmensidad de los campos y los prados. La fina cruz de su cupula negreaba bajo las franjas de unos pesados nubarrones que se abatian sobre la tierra. Tras la iglesia, en un pequeno cementerio, unos cuantos abedules y sauces inclinaban sus alborotadas copas al embate del viento. Sus combadas ramas casi tocaban las cruces semiderruidas, derribadas por el tiempo y las tempestades sobre la hierba mojada y lozana. Al otro lado del rio se amontonaban, como ingentes bloques de piedra, unas compactas nubes de un color gris liliaceo. Las anchurosas aguas brillaban con frios fulgores de hierro. Aquellos mismos fulgores se expandian por doquier. Lejanias y cercanias estaban mojadas por las tenaces lluvias otonales de las inmensas llanuras del Norte, gelidas e inhospitas. Y todas las tonalidades del cuadro, azuladas, grises, verdes, evocaban las enormes extensiones de tierra yerma donde el hombre llevaba una vida dura, pasando hambre y frio, y sentia con singular rigor la soledad caracteristica de los lejanos tiempos de la sinrazon humana.
Y a Dar Veter le parecia que el cuadro aquel — expuesto en el museo, en la profundidad de la transparente cabina protectora, renovado y esclarecido por invisibles rayos de luz — era como una ventana abierta a un pasado muy remoto.
En silencio, miro a Veda. La joven mujer, posada una mano en la barandilla de la plataforma, gacha la cabeza, observaba pensativa los altos tallos de hierba, que el viento inclinaba. Brillaban argentadas las estipas plumosas, con anchos y lentos reflejos cambiantes, mientras la plataforma circular del giroptero volaba despacio sobre la estepa.
Pequenos remolinos calidos envolvian inesperadamente a los viajeros, agitando los cabellos y el vestido de Veda y echando traviesos su ardiente aliento a los ojos de Veter.
Pero el nivelador automatico funcionaba mas rapido que el pensamiento humano, y la plataforma volante tan solo se estremecia u oscilaba un poco.
Dar Veter se inclino sobre el marco del cursografo. La cinta del mapa se deslizaba rauda, reflejando el avance de los viajeros: tal vez hubieran ido demasiado lejos hacia el Norte. Habian cruzado hacia tiempo el paralelo sesenta y pasado la confluencia del Irtish y el Obi, y se aproximaban a unas elevaciones del terreno denominadas Altozanos de Siberia.
El inmenso paisaje estepario era familiar a los dos viajeros, que habian trabajado cuatro meses en las excavaciones de unos antiguos tumulos en las torridas estepas de las estribaciones del Altai. Los investigadores del pasado parecian haberse sumido en los inmemoriales tiempos en que solo cruzaban raramente aquellos parajes algunos destacamentos de jinetes armados.
Veda se volvio y senalo en silencio hacia adelante. Alli, entre las corrientes de aire recalentado, flotaba un oscuro islote, como arrancado del terreno. Al cabo de unos minutos, el giroptero se acercaba ya a una pequena colina que debia de ser la escombrera de una antigua mina abandonada. No quedaba ni rastro de las construcciones mineras, tan solo aquel monticulo cubierto de cerezos silvestres.
De pronto, la circular plataforma volante se inclino bruscamente.
Dar Veter, maquinalmente, asio de la cintura a Veda y se abalanzo al borde alzado de la plataforma. El giroptero se puso horizontal, una fraccion de segundo, para caer pesadamente al pie de la colina. Los amortiguadores actuaron, y el contragolpe lanzo a Veda y Dar Veter a la ladera, en medio de la espesura de los punzantes arbustos. Tras de unos instantes de silencio, por la estepa, muda, expandiose, profunda y melodiosa, la risa de Veda. Dar Veter, imaginandose su propia cara, llena de aranazos y de asombro, se apresuro a asegurar a Veda, con desbordante alegria, que estaba sana y salva y que la cosa habia terminado felizmente.
— No en vano se prohibe volar en los giropteros a mas de ocho metros de altura — dijo Veda con voz entrecortada por leve jadeo —. Ahora lo comprendo…
— Estas maquinas, en cuanto se estropean, se derrumban, y ya no queda mas esperanza que los amortiguadores. ?Que se le va a hacer! Es el merecido pago a cambio de su ligereza y reducidas dimensiones. Aunque tal vez tengamos que pagar algo mas por todos los felices vuelos realizados… — anadio Dar Veter con una indiferencia un poco fingida.
— ?Que, concretamente? — inquirio Veda, poniendose seria.
— El impecable funcionamiento de los aparatos de estabilidad implica una gran complejidad de los mecanismos. Temo que, para desenvolverme en ellos, necesite mucho tiempo. Habra que salir de apuros con los medios de nuestros mas pobres antepasados…
Con un picaro fulgor en los ojos, Veda tendio la mano, y Dar Veter levanto facilmente a la joven mujer. Descendieron hasta el giroptero caido, curaronse los aranazos con un liquido cicatrizante y pegaron sus desgarradas vestiduras. Dar Veter acosto a Veda a la sombra de un arbusto y se puso a buscar las causas de la averia. Como se figuraba, algo habia ocurrido al nivelador automatico, cuyo dispositivo de bloqueo habia desconectado el motor. Apenas abrio el carter, vio con claridad que no se podria hacer la reparacion, pues ello requeria abismarse largo tiempo en el estudio de una electronica extremadamente complicada. Dando un suspiro de contrariedad, enderezo la cansada espalda y miro de reojo hacia el arbusto a cuyo pie, hecha un ovillo, dormitaba confiada Veda Kong. La calida estepa, en toda la extension que la vista abarcaba, estaba desierta. Dos grandes aves de rapina planeaban lentas sobre la neblina ondulante y azul…
La docil maquina se habia convertido en un inerte disco que yacia impotente sobre la tierra seca. Y una extrana sensacion de soledad, de aislamiento del mundo, se apodero de Dar Veter.
Mas, al propio tiempo, no tenia miedo de nada. Que llegase la noche; entonces la visibilidad seria mayor; verian sin duda alguna luz y se dirigirian hacia ella. Ambos habian emprendido el vuelo sin equipaje, sin llevar radiotelefono, lamparas ni comida…
«Hubo un tiempo en que en la estepa se podia perecer de hambre si no se habian traido grandes reservas de provisiones… ?E incluso agua!», pensaba el exdirector de estaciones exteriores, llevandose la mano a los ojos para protegerlos de la intensa luz.
Reparo en una franja de sombra del cerezo silvestre, cerca de Veda; tendiose tranquilamente sobre la tierra y percibio en su cuerpo la picazon de las secas hierbas que atravesaban su ligero traje de verano. El suave susurro del viento y el bochorno le sumieron en un dulce sopor. Sus pensamientos fluian lentamente y en su memoria se iban sucediendo, tambien despacio, cuadros de tiempos muy remotos; en interminable caravana, desfilaban pueblos antiguos, tribus, hombres… Era como si de alla, del pasado, viniese un gran rio de hechos, personas y vestimentas que fueran cambiando a cada instante.
— ?Veter! — oyo en su modorra la llamada de la voz querida, y al momento se desperto e incorporose.
El sol, como una bola roja, tocaba ya la ensombrecida linea del horizonte y no se percibia ni el mas leve soplo de viento.
— Veter, dueno mio — bromeaba Veda, inclinandose ante el al modo de las antiguas mujeres de Asia —. ?No me hareis la merced de despertaros y de acordaros de mi?
Mediante unos ejercicios gimnasticos, Dar Veter acabo de ahuyentar el sueno. Veda estuvo de acuerdo con sus planes de esperar hasta la noche. La oscuridad los sorprendio discutiendo animadamente su trabajo anterior. De pronto, Dar Veter observo que Veda se estremecia. Las manos de ella estaban heladas, y el comprendio que el ligero vestido no la protegia en absoluto del frescor de la noche en aquellos nordicos lugares.
Como la noche estival del paralelo sesenta era clara, ambos pudieron recoger unas brazadas de ramiza, con las que hicieron un gran monton.
Chasqueo sonora una descarga electrica, arrancada por Dar Veter del potente acumulador del giroptero, y poco despues, la luminosa llama de la hoguera hacia mas densas las sombras que les circundaban y prodigaba a los dos su vivificante calor.
Veda, encogida hacia un instante, se dilato de nuevo como una flor al sol, y ambos se abandonaron a un ensueno casi hipnotico. En algun lugar recondito del alma quedaba inextinguible, a traves de cientos de milenios en que el fuego habia sido el principal amparo y salvacion del hombre, una sensacion de bienestar y sosiego que renacia ante la hoguera cada vez que el frio y las tinieblas rodeaban al ser humano…
— ?Que la deprime, Veda? — pregunto Dar Veter, rompiendo el silencio.
— Estaba recordando a aquella, a la del panuelo… — repuso ella quedo, sin apartar los ojos de las