Al cabo de una milla ordene poner proa al Sur. La costa era plana y poblada. Segun los pocos Sswis que consiguieron regresar del territorio enemigo, se trataba de una inmensa llanura que se extendia hacia el interior, hasta una elevada cadena de montanas invisibles desde el mar.
Yo estaba en el puente con Miguel. El barco marchaba a 12 nudos, los motores rodaban con plenitud, el mar estaba tranquilo. Como no tenia otra cosa en que ocuparme, saque un poco de agua de mar y la analice en el pequeno laboratorio. Era muy rica en cloruros. Reduciendo momentaneamente la marcha, dispusimos una chalupa, de grosera factura, al remolque. Capturo toda una fauna, de la cual ciertos elementos recordaban a los peces terrestres y en cambio otros eran completamente distintos.
Aquella noche el sol se oculto con una demostracion de purpuras. A causa del mayor espesor de la atmosfera de Telus, las puestas de sol son mas coloridas que en la Tierra, aunque Helios sea mas azulado que nuestro viejo sol. Llegada la noche, nos pusimos a seis nudos de velocidad, a pesar de un brillante claro de luna. No me interesaba desvencijar al Temerario contra un escollo desconocido. Cuando amanecio, habiamos recorrido 450 kilometros. Al Este, la costa continuaba siendo llana. Hacia el mediodia, nos encontramos ante un inextricable dedalo de islotes y de bancos de arena, y antes de aventurarnos en pasajes inciertos ordene la marcha mar adentro y perdimos la tierra de vista. Establecimos un turno de mando: yo tome el primero, Miguel el segundo y nuestro jefe de tripulacion, montanero de origen, pero que habia servido quince anos en la flota, el tercero.
Cuatro dias despues, sin haber desviado la proa del Sur, avistamos tierra, que de no tratarse de una isla, se flexionaba hacia el Sudoeste. Nos encontrabamos a los 32° de latitud Norte. La temperatura era calida, pero soportable. Por la noche del propio dia vimos a lo lejos una forma enorme y negra recreandose en el agua. Como precaucion, mande cargar las armas y dispuse a los hombres para hacer fuego, pero se alejo sin inquietarnos. Me puse en comunicacion con Cobalt-City, y supe que, a pesar de todos sus esfuerzos, no habian conseguido ponerse al habla con New-Washington.
Nos alejamos nuevamente de la costa. Una manana, cuando iba a dar orden de virar hacia el Este, el vigia senalo una costa al frente. Decidi practicar un reconocimiento. Avanzando con la sonda, llegamos a doscientos metros de una playa desolada. La posicion verificada por Miguel fue de 19°3? 44» latitud Norte y 28°22? longitud Oeste con referencia a Cobalt-City. Parecia tratarse del cabo de una isla. Abandonando el anterior proyecto de desembarcar, pusimos rumbo al Sudeste. Un mensaje lanzado al avion quedo, al principio, sin respuesta. Dos horas despues nos llamaron ellos mismos y nos dijeron que acaban de rechazar un ataque de las hidras, que no eran verdes, sino obscuras y de un tamano enorme: de doce a quince metros de largo.
Sin mas incidentes que un poco de mar gruesa, que el Temerario salvo sin dificultad, llegamos a la vista del continente sobre el que habia caido el avion, continente que, segun decian los aviadores, estaba separado del que comprendia a Cobalt-City por un estrecho. Para encontrarlo nos fue menester tantear hacia el Norte. Despues de haber contorneado una enorme peninsula, recorrimos la costa por debajo los 10 grados de latitud. La temperatura era agobiante y tuvimos que ponernos amplios sombreros y regar con frecuencia el puente metalico. A veces el mar se cubria de una bruma calida y sofocante, mas penosa aun que la insolacion cegadora de Helios.
Finalmente, una noche llegamos a un punto de la costa, que, segun nuestros calculos, nos dejaba mas cerca del avion. Descorazonados, examinamos la orilla. Era un verdadero laberinto. Los arboles crecian hasta el mar, sobre una playa fangosa, muelle, crujiente de una vida indistinta, y que desprendia un hedor terrible. Me pregunte con ansiedad como lo hariamos para desembarcar. En segundo plano, lejos, una gigantesca cadena lanzaba sus picos a mas de 15.000 metros.
Escrutamos la costa a la busqueda de un lugar mas hospitalario. Algunos kilometros mas alla encontramos el estuario de un rio, por el que penetramos, a pesar de la violencia de la corriente. Con la sonda lo remontamos hasta 90 kilometros. Aqui, unos bancos de limo nos detuvieron. Todas nuestras armas estaban cargadas y duplicada la vigilancia. Las orillas, casi siempre encharcadas, alimentaban una vida inmunda, casi protozoica. Extranos amasijos de jalea viviente, animada de un movimiento amiboide, trepaban por el limo, coloreados en gris o en verde acido. El aire estaba saturado de un olor putrefacto, y el termometro marcaba ?48 grados a la sombra! Llegada la noche, toda la orilla se ilumino de moviles fosforescencias de diversos colores.
Despues de mucho buscar, encontramos en la orilla derecha un banco de rocas, que parecian desnudas, y desprovistas de seres vivientes. Acercamos al Temerario, maniobrando con las dos helices. Los cables fueron amarrados con piquetes de hierro, plantados en el blando esquisto. Fue colocado el puente de madera, que permitio a la camioneta ganar tierra.
—?Quien se va? — pregunto Miguel— Tu, yo, ?y quien mas?
— Tu, no. Es menester que alguien capaz de conducir al Temerario se quede aqui.
— Entonces, te toca a ti quedarte. Tu eres el unico geologo; en cambio, hay un monton de astronomos.
— El jefe soy yo, y te ordeno que te quedes. Iras en el segundo viaje. Ponte al habla con el avion. ?En que direccion se encuentra y a que distancia?
— Unos treinta kilometros al Sudoeste. Cuando supieron que estabamos tan cerca, gritaron de alegria:
— No teniamos mas que dos litros de agua potable y hemos acabado los comprimidos para esterilizar mas.
— Imagino que estaremos aqui antes de dos horas — repuse—. Preparaos. Si teneis combustible, encended un fuego. El humo nos guiara.
Me sente al volante. Andres Etienne, un marinero, se ocupo de la torre armada con dos lanzagranadas. Un poco emocionado, abrace a Miguel, salude a los demas y partimos.
III — LA MUERTE VIOLETA
Con la mirada puesta en la brujula, tome la direccion Sudoeste. El suelo rocoso se prolongo durante dos o tres kilometros; despues el terreno tornose blando. Etienne tuvo que bajar para colocar las cadenas a los neumaticos. A pesar de mi prohibicion, quiso coger una especie de amiba de cuarenta centimetros de diametro, y quedo con la mano quemada como por un acido. Los animales pululaban. Algunos de ellos alcanzaban un metro de longitud. Se libraban a feroces combate al ralenti, en los que el vencido resultaba englobado por los seudopodos del vencedor, y digerido. Avanzabamos con dificultad. A trechos, el agua chorreaba bajo las ruedas. Afortunadamente, los vegetales eran escasos y flexibles, y se curvaban bajo el coche. Un hedor a huevos podridos, proveniente de la descomposicion de estas hierbas, y quiza tambien de los animales gelatinosos, nos incomodaba terriblemente. Al fin, dos horas despues de nuestra salida, vimos en la lejania una columna de humo.
El sol ascendio, y los repugnantes seres fluctuantes desaparecieron. La tierra se endurecio; aumentamos la velocidad y pudimos sacar las cadenas. Lejos percibi la silueta de un avion con las alas destrozadas. Cuando nos vieron los americanos, olvidandose de toda prudencia, corrieron hacia nosotros. Con la excepcion de uno de ellos, equipado de aviador, todos llevaban el uniforme de la «U. S. Navy». Abri la puerta trasera y les hice entrar. La camioneta resultaba incomoda para nueve. Con los saludos casi me desmontaron el brazo. Sacando una botella de debajo de mi asiento, les ofreci el conac con agua, quiza no muy fresca, pero que fue muy apreciado.
El de mas edad, que podia contar treinta y cinco anos y era comandante, hizo las presentaciones. Comenzo por una especie de gigante rubio, que me pasaba la cabeza: el capitan Elliot Smith. Despues un hombre moreno rechoncho: capitan Donald Brewster. Un pelirrojo desgarbado se llamaba Donald O'Hara, y era teniente. El ingeniero Robert Wilkins, de treinta anos, tenia el cabello castano, ojos avellana y una amplia frente. El sargento John Pardy, gordo, era canadiense. Finalmente, designo el hombre vestido de aviador:
— Una sorpresa: Andres Biraben, geografo, compatriota vuestro.
—?Es curioso! Oi hablar a menudo de usted en la Tierra — dije.
— En fin, yo mismo, Artur Jeans.
Presente a mi mecanico y anadi:
— Senores, hay que tratar de salvar todo lo posible de su avion, y marcharse. ?Han vuelto a ver las hidras gigantes?
— No — repuso Jeans—. Los restos de las que abatimos podra usted verlas al otro lado del avion.
Llegamos alli en la camioneta. Enormes masas acababan de pudrirse.
—?Les han dado que hacer estos animales? — pregunto Biraben.