hallar una forma de salirnos de los golpes de Su furia y decepcion.

Sentado en la sala de espera del aeropuerto, con una mujer sollozando quedamente a su lado, varios hombres discutiendo con voz fuerte entre si y hacia la pantalla de television, Arthur Gordon solo pudo pensar en Francine y Martin.

—Va a desatarse un autentico infierno —exclamo un hombre negro de mediana edad, robusto, mientras echaba a andar a largas zancadas hacia la salida.

—Sera mejor no volar ahora —dijo un hombre joven a la muchacha embarazada, de no mas de quince anos, que tenia sentada a su lado—. Deberian hacer aterrizar todos los vuelos.

Intentando conservar la calma, furioso ante lo profundamente que el discurso le habia afectado, Arthur se abrio camino por entre la multitud matutina hacia el mostrador de las lineas aereas para comprobar de nuevo sus reservas a Las Vegas.

McClennan habia interrumpido su retahila de maldiciones y ahora estaba de pie delante de la vacia television, manoseando un cigarrillo y un encendedor, sin saber exactamente que hacer con ellos. Todavia llevaba su impermeable. Hicks no se habia movido del borde de la cama.

—Lo siento —dijo McClennan—. Cristo, no he fumado en cinco anos. Soy una maldita desgracia.

—?Que piensa hacer, ahora que ha dimitido? —pregunto Hicks. Vaya sorprendente situacion. Completamente en linea con su historia.

McClennan tiro con disgusto el cigarrillo. Fue a parar al cenicero del hotel, encima de una caja de cerillas sin usar; deposito mas suavemente el encendedor de plastico a su lado.

—Supongo que el presidente nombrara sustitutos para David y para mi. Imagino que Schwartz seguira. Imagino que casi todos los demas seguiran. —McClennan miro a Hicks con suspicacia—. Y usted escribira acerca de todo ello, ?no?

—Supongo que lo hare, a largo plazo.

—?Cree usted que esta loco? —pregunto McClennan, senalando la vacia pantalla.

Hicks medito la pregunta.

—No.

—?Pero no cree…? —y entonces volvio la rabia, haciendo que las manos de McClennan temblaran—, ?no cree que esta violando el juramento de su cargo de hacer cumplir la Constitucion de los Estados Unidos y promover el bienestar general?

—Esta haciendo las cosas tal como las ve —dijo Hicks—. Cree que el fin del mundo esta al alcance de la mano.

—Cristo, aunque asi fuera… —McClennan tomo la silla que habia junto al escritorio y se sento lentamente —. Tiene problemas. Esta mostrando su debilidad. No me sorprenderia si hubiera ahora un movimiento para bloquear la investidura o presentar un impeachment.

—?Sobre que bases? —pregunto Hicks.

—Incompetencia. Fracaso en promover el bienestar general. Infiernos, no lo se…

—?Ha hecho alguna cosa ilegal?

—Nunca hemos tenido a un presidente que se volviera loco en el ejercicio de su cargo. No desde Nixon, al menos. Pero usted no cree que este loco. Escuche, el se mostro en desacuerdo con usted, incluso despues de llevarle hasta su circulo mas intimo… ?Que es lo que esta intentando hacer?

Hicks habia respondido ya a aquella pregunta, en cierto modo, y no vio ninguna razon para hacerlo de nuevo.

—De acuerdo —dijo McClennan—. Lo que esta haciendo, a lo que se reduce todo esto, es que se esta rindiendo sin siquiera disparar un tiro. No tenemos ni idea de lo que esos… bastardos, esas maquinas, esos alienigenas, pueden hacer. Ni siquiera podemos estar seguros de que esten aqui para destruir la Tierra. ?Acaso es eso posible? ?Puede alguien hacer pedazos un mundo, o matar todo lo que haya en su superficie?

—Nosotros mismos podemos matar toda la vida que existe sobre la Tierra, si decidimos hacerlo —le recordo Hicks.

—Si, pero el Huesped hablo de no dejar nada detras excepto escombros. ?Es eso posible?

—Supongo que si. Solo es necesario liberar la energia suficiente para situar la mayor parte de la masa de la Tierra en una orbita distinta o, por decirlo de otro modo, proporcionarle la velocidad de escape. Esto significa una terrible cantidad de energia.

—?Cuanta? ?Podemos conseguirla nosotros?

—No lo creo. No con todas las armas nucleares que tenemos ahora. Ni siquiera podemos empezar.

—?Cuan avanzada tendria que estar una…, Jesus, una civilizacion para hacer eso?

Hicks se encogio de hombros.

—Si trazamos una linea de desarrollo recta desde donde nos encontramos ahora nosotros, incrementando el ritmo de los avances mas espectaculares, quizas un siglo, quiza dos.

—?Podemos enfrentarnos a ellos? ?Si poseen esa habilidad?

Hicks agito la cabeza, inseguro. McClennan tomo la respuesta por una negativa.

—Asi que el presenta las cosas tal como las ve. No hay salida. ?Y si no estan aqui para destruir la Tierra, sino solo para confundirnos, hacer que nos echemos atras, impedir que compitamos…, ya sabe, como hubieramos podido hacer nosotros con los japoneses, si hubieramos sabido hasta donde iban a llegar, en el siglo XX…?

—Los alienigenas estan haciendo un buen trabajo en eso, ciertamente.

—Correcto. —McClennan se puso en pie de nuevo.

—?Que va a hacer usted?

El ex asesor de Seguridad Nacional contemplo inexpresivamente a traves de la ventana. Su expresion le recordo a Hicks la del rostro de la senora Crockerman. Palida, rayana en la desesperacion, mas alla de las lagrimas.

—Trabajare entre bastidores para intentar salvar su culo —dijo McClennan—. Y lo mismo hara Rotterjack. Malditos seamos todos, estamos dedicados a ese hombre. —Alzo un puno—. Cuando hayamos terminado con esto, ese hijo de puta de Ormandy no sabra lo que ha ocurrido. Va a ser un albatros muerto.

28

Con tres horas por delante hasta su vuelo a Las Vegas, Arthur decidio que tenia tiempo de tomar un taxi hasta casa de Harry en Cheviot Hills.

El taxi le condujo por la autopista de San Diego y a traves de un brillantemente decorado pero empobrecido barrio de Los Angeles.

—?Ha oido ya lo que ha dicho el presidente, amigo? —pregunto el taxista, mirando a Arthur por encima del respaldo del asiento.

—Si —dijo Arthur.

—?No cree que es impresionante lo que dijo? Creo que no voy a mear en una semana. Me pregunto si es todo cierto, o si, ya sabe, el tipo se ha vuelto loco.

—No lo se —respondio Arthur. Se sentia extranamente excitado. Todo estaba enfocandose ahora. Podia ver claramente el problema extendido ante el como si fuera un mapa de carreteras. Su debilidad y su resignacion se habian desvanecido. Ahora se veia enriquecido por una profunda y convencida furia, su distancia y objetividad arrancadas de cuajo. El aire a traves de la ventanilla del taxi era dulce y embriagador.

El teniente coronel Albert Rogers termino de escuchar la grabacion de la emision y se sento en la parte de atras del remolque durante varios minutos, aturdido. Se sentia traicionado. Lo que acababa de decir el presidente no podia ser cierto. Los hombres en la Caldera todavia no habian oido el discurso, pero no habia ninguna forma en que pudiera ocultarselo. ?Como podia suavizarselo?

—El bastardo se ha rendido —murmuro—. Simplemente nos ha dejado colgados aqui.

Rogers se puso en pie en la puerta de atras del remolque y contemplo el cono de escoria, oscuro e

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