– Estaba claro que era eso lo que pensaban. Lo que debe de pensar todo el mundo. Te llevaste la lancha tu sola; estuviste sola en Innocent House. Has heredado su piso, sus acciones, el dinero de su seguro de vida.
Claudia noto la dureza de la puerta contra su espalda. Lo miro a la cara y vio aparecer el miedo en sus ojos mientras le hablaba.
– ?Y no te da miedo estar conmigo? ?No te da panico estar aqui a solas conmigo? Ya he matado a dos personas, ?por que habria de importarme matar a otra? Podria ser una maniaca homicida, nunca se sabe, ?verdad? ?Dios mio, Declan! ?De veras crees que asesine a Gerard, un hombre que valia diez veces mas que tu, para comprarte esta casa y esa patetica coleccion de basura que acumulas para intentar convencerte a ti mismo de que tu vida tiene sentido, de que eres un hombre?
No recordaba haber abierto la puerta, pero la oyo cerrarse con firmeza tras de si. La noche le parecio muy fria, y descubrio que temblaba con violencia. «De modo que ha terminado -penso-. Ha terminado con rencor, acritud, viles insultos sexuales, humillacion. Aunque, ?no sucede asi siempre?» Hundio las manos en los bolsillos del abrigo y, con los hombros encogidos, anduvo a paso vivo hacia el coche aparcado.
Libro quinto . La prueba definitiva
58
El lunes, hacia la caida de la tarde, Daniel estaba trabajando a solas en la sala de los archivos. No sabia muy bien que le habia llevado de nuevo a aquellos estantes repletos y mohosos, como no fuera el cumplimiento de una autoimpuesta penitencia. No podia dejar de pensar ni un momento en el fallo que habia cometido con la coartada de Esme Carling. No solo le habia enganado Daisy Reed, sino tambien Esme Carling, y a ella habria podido presionarla mas. Dalgliesh no habia vuelto a mencionar el error, pero probablemente no lo olvidaria. Daniel no sabia que era peor, si la tolerancia del jefe o el tacto de Kate.
Trabajaba sin interrupcion, llevandose montones de unas diez carpetas cada uno al despachito de los archivos. Habian puesto a su disposicion una estufa electrica y hacia bastante calor. Pero el cuarto no era comodo. Sin la estufa, el frio atacaba de inmediato con un helor casi antinatural; con ella, la habitacion no tardaba en resultar demasiado calurosa. Daniel no era supersticioso. No tenia la sensacion de que los espectros turbados de los muertos observaban su busqueda metodica y solitaria. La habitacion era sombria, inhospita, vulgar, y tan solo evocaba una vaga inquietud nacida, paradojicamente, no del contagio del horror, sino de su ausencia.
Acababa de retirar el siguiente lote de carpetas de un estante alto cuando vio tras ellas un paquetito envuelto en papel marron y atado con un viejo cordel. Lo llevo a la mesa y, despues de luchar con los nudos, finalmente logro deshacerlos. Era un antiguo Libro del Rezo encuadernado en piel, de unos quince centimetros por diez, con las iniciales F. P. grabadas en oro sobre la cubierta. El libro parecia muy usado; las iniciales resultaban casi indescifrables. Lo abrio por la primera pagina, rigida y amarillenta, y vio burdamente inscrita la siguiente leyenda: «Impreso por John Baskett, Impresores de Sus Excelentisimas Majestades y Herederos de Thomas Newcomb y Henry Hills, difuntos. 1716.
Fue entonces cuando se deslizo una hoja de papel de entre las ultimas paginas del libro. En algun momento habia estado doblada y era mas blanca que las hojas del Libro del Rezo, pero igual de gruesa. No llevaba membrete. El mensaje estaba escrito en tinta negra, con trazos inseguros, pero resultaba tan legible como el dia en que fuera redactado:
Yo, Francis Peverell, escribo esto de mi propia mano el dia 4 de septiembre de 1850 en Innocent House, en mi ultima agonia. La enfermedad que se ha apoderado de mi desde hace dieciocho meses pronto habra concluido su tarea y, por la gracia de Dios, quedare libre. Mi mano ha escrito las palabras «por la gracia de Dios» y no voy a borrarlas. No tengo ni fuerzas ni tiempo para correcciones. Sin embargo, lo maximo que puedo esperar de Dios es la gracia de la extincion. No albergo esperanzas de Paraiso ni temo los dolores del Infierno, puesto que he sufrido ya mi Infierno aqui en la tierra durante los ultimos quince anos. He rehusado todos los paliativos para mi presente agonia. No he tocado el laudano del olvido. La muerte de mi mujer fue mas piadosa que la mia. Esta confesion no puede traer solaz ni a la mente ni al cuerpo, puesto que no he pedido absolucion ni confesado mi pecado a ningun alma viviente. Tampoco lo he reparado. ?Como puede un hombre reparar el asesinato de su esposa?
Escribo estas palabras porque la justicia a su memoria exige que se cuente la verdad. Sin embargo, no me resuelvo a hacer confesion publica ni a lavar de su memoria la mancha del suicidio. La mate porque necesitaba su dinero para terminar las obras de Innocent House. Me habia gastado lo que ella aporto como dote, pero quedaban otros capitales invertidos que me habian sido negados y que a su muerte pasarian a mi poder. Ella me queria, pero se negaba a entregarmelos, pues consideraba mi pasion por la casa una obsesion y un pecado. Creia que me ocupaba mas de Innocent House que de ella o de nuestros hijos, y tenia razon.
El acto no hubiera podido resultar mas facil. Era una mujer reservada, cuya timidez y escasa aficion a la compania le impedian tener amistades intimas. Todos sus parientes habian muerto y la servidumbre la tenia por desdichada. Por ello, para preparar el terreno, les confie a algunos de mis colegas y amigos que me sentia inquieto por su estado de salud y de animo. El veinticuatro de septiembre, en una serena noche de otono, la hice subir al tercer piso con la excusa de mostrarle algo. Estabamos solos en la casa, aparte del servicio. Salio conmigo al balcon. Era una mujer delgada y fue cuestion de segundos alzarla en vilo y arrojarla a la muerte. Luego, sin apresurarme, baje a la biblioteca. Cuando vinieron a darme la terrible noticia me encontraron alli sentado, leyendo tranquilamente. Nunca sospecharon de mi. ?Por que iban a hacerlo? Nadie podia sospechar que un hombre respetable hubiera asesinado a su esposa.
He vivido para Innocent House y matado por ella, pero, desde la muerte de mi esposa, la casa no me ha proporcionado ningun placer. Dejo esta confesion para que se transmita al hijo mayor de cada generacion e imploro a quienes la lean que guarden el secreto. La recibira en primer lugar mi hijo Francis Henry, y luego, con el tiempo, su hijo, y todos mis descendientes. No me queda nada que esperar en esta vida ni en la proxima, y no tengo ningun mensaje que dar. Escribo porque es necesario que cuente la verdad antes de morir.
Habia firmado al pie con el nombre y la fecha.
Despues de leer la confesion, Daniel permanecio inmovil en su asiento durante dos largos minutos, cavilando. No sabia por que esas palabras, que le hablaban desde una distancia de mas de un siglo y medio, le habian afectado tan poderosamente. Le parecia que no tenia derecho a leerlas, que lo adecuado seria volver a dejar la hoja dentro del Libro del Rezo, envolver de nuevo el libro y depositarlo otra vez en la estanteria. Sin embargo, suponia que deberia comunicarle por lo menos a Dalgliesh lo que habia descubierto. ?Era esta confesion el motivo de que Henry Peverell se hubiera mostrado tan reacio a que nadie examinara los archivos? El debia de conocer su existencia. ?Se la habian dado a leer al llegar a la mayoria de edad, o acaso se habia perdido antes de llegar a sus manos para convertirse en una leyenda de familia de la que se hablaba en susurros, pero sin reconocer abiertamente su realidad? En todo caso, no podia tener ninguna relacion con la muerte de Gerard: era una tragedia de los Peverell, una verguenza de los Peverell, tan antigua como el papel que habia recogido la confesion. Resultaba comprensible que la familia quisiera guardar el secreto; seria muy desagradable tener que explicar, cada vez que alguien admiraba la casa, que el dinero con que se habia construido procedia de un asesinato. Tras una breve reflexion, puso el papel donde lo habia encontrado, envolvio cuidadosamente el Libro del Rezo y lo dejo a un lado.
Sono un ruido de pasos, leves pero claramente audibles, que se acercaban por la sala de los archivos. Por un instante, recordando a aquella esposa asesinada, le recorrio un ligero estremecimiento de temor supersticioso. Pero enseguida se impuso la razon: eran los pasos de una mujer viva, y el sabia de quien.
Claudia Etienne se detuvo en la puerta y pregunto sin preambulos:
– ?Tiene para mucho?