sentados, mirando ese sillon vacio.
– Pero no lo hemos mirado, ?verdad? Hemos evitado cuidadosamente mirarlo, apartando la vista hacia cualquier otra parte, como si Gerard fuese algo embarazoso. Yo ahora no puedo trabajar, pero tomaria un poco mas de cafe.
– Pues vamos a buscarlo. La senora Demery debe de andar por algun sitio. La verdad es que me gustaria oir su version de la entrevista con Dalgliesh. Si eso no despeja la atmosfera, es que nada puede conseguirlo.
Se dirigieron los dos juntos hacia la puerta. Antes de salir, Frances se volvio hacia el.
– Estoy muy asustada, James. Deberia sentir afliccion y dolor, deberia sentirme horrorizada por lo sucedido. Fuimos amantes. Hubo un tiempo en que lo ame, y ahora esta muerto. Deberia estar pensando en el, en la atroz irrevocabilidad de su muerte. Deberia estar rezando por el. Lo he intentado, pero unicamente me salen palabras sin sentido. Lo que en verdad siento es por completo egoista, por completo innoble. Es miedo.
– ?Miedo a la policia? Dalgliesh no es ningun barbaro.
– No, lo que temo es peor. Me da miedo lo que esta ocurriendo aqui. Esa serpiente… Quien sea el que le hizo eso a Gerard, es maligno. ?No notas la presencia del mal en Innocent House? Yo la percibo desde hace meses. Esto solo viene a ser el fin inevitable, la conclusion a que conducian todas esas pequenas maldades. Mi mente tendria que estar llena de dolor por Gerard. Pero no es asi; esta llena de terror, de terror y de la espantosa premonicion de que esto no es el final.
James respondio con suavidad:
– No hay emociones buenas ni malas. Sentimos lo que sentimos. Dudo que ninguno de nosotros sienta un intenso pesar, ni siquiera Claudia. Gerard era un hombre notable, pero no se hacia querer. Yo intento convencerme de que siento afliccion, pero probablemente no se trate mas que de la tristeza universal e impotente que se experimenta siempre ante la muerte de los jovenes, los inteligentes, los sanos. E incluso esto lo domina una curiosidad fascinada y salpicada de aprension. -Volvio el rostro hacia ella y prosiguio-: Me tienes aqui, Frances. Cuando me necesites, si me necesitas, me tendras aqui. No sere un estorbo. No te impondre mi presencia solo porque la conmocion y el miedo nos hayan vuelto vulnerables a los dos. Me limito a ofrecerte lo que necesites cuando lo necesites.
– Ya lo se. Gracias, James.
Frances extendio la mano y por un instante la poso sobre la cara de James. Era la primera vez que lo tocaba por voluntad propia. A continuacion se volvio hacia la puerta y, al hacerlo, le paso inadvertido el resplandor de alegria y de triunfo que invadia el rostro de el.
25
Veinte anos antes, Dalgliesh habia oido a Gabriel Dauntsey leer sus poemas en la Sala Purcell, en la orilla sur. No tenia intencion de decirselo, pero, mientras esperaba la llegada del anciano, revivio el acontecimiento con tanta claridad que escucho las pisadas que se acercaban por la sala de los archivos con algo semejante a la impaciencia emocionada de la juventud. De las dos guerras mundiales, la primera era la que habia producido la mejor poesia, y a veces Dalgliesh ocupaba su tiempo tratando de imaginar por que habia sido asi. ?Acaso porque el ano 1914 habia visto morir la inocencia, porque el cataclismo habia barrido algo mas que una generacion brillante? El caso es que durante varios anos -?fueron solamente tres?- parecio que Dauntsey podia ser el Wilfred Owen de su tiempo, aunque su guerra fuera muy distinta. Sin embargo, la promesa de aquellos dos primeros volumenes no se habia cumplido y Dauntsey no habia vuelto a publicar nada mas. Dalgliesh se dijo que la palabra promesa, con su sugerencia de un talento todavia por confirmar, apenas resultaba adecuada. Uno o quiza dos de aquellos poemas tempranos tenian un nivel que pocos poetas de posguerra habian alcanzado.
Despues de aquella lectura, Dalgliesh habia averiguado todo lo que Dauntsey queria que se supiera de su historia: que, siendo residente en Francia, se hallaba en Inglaterra por negocios cuando se declaro la guerra, mientras que su esposa y sus dos hijos quedaban atrapados por los invasores alemanes; que su familia desaparecio por completo de los registros oficiales y que solo tras anos de busqueda, una vez finalizada la guerra, pudo descubrir que los tres, ocultos bajo una falsa identidad para eludir el internamiento, habian muerto a consecuencia de una incursion de bombarderos britanicos en la Francia ocupada. El propio Dauntsey habia servido en el Comando de Bombarderos de la RAF, pero se libro de la ultima y mas tragica ironia; no habia tomado parte en aquella incursion. La suya era la poesia de la guerra moderna, de la perdida, el dolor y el terror, de la camaraderia y el valor, la cobardia y la derrota. Los fuertes, sinuosos y brutales versos se iluminaban con pasajes de belleza lirica, como obuses que estallaran en la mente. Los grandes Lancasters que se elevaban como pesadas bestias con la muerte encerrada en el vientre; los cielos oscuros y silenciosos que explotaban en una cacofonia de terror; los tripulantes casi adolescentes de los que el, algo mayor, era responsable y que, noche tras noche, volaban precariamente alojados en aquel fragil cascaron de metal, conociendo la aritmetica de la supervivencia, sabiendo que aquella podia ser la noche en que caerian del cielo como una antorcha llameante. Y siempre la culpa, la sensacion de que aquel terror de cada noche, al mismo tiempo temido y deseado, era una reparacion, que habia una traicion que solo la muerte podia expiar, una traicion personal que reflejaba una mayor desolacion universal.
Y ahora estaba aqui; un anciano como cualquier otro, si es que algun anciano podia calificarse de forma tan neutra, no encorvado, sino sosteniendose mediante un esfuerzo disciplinado, como si el aguante y el coraje pudieran superar con exito los estragos del tiempo. La vejez puede producir una corpulencia fofa que borra el caracter transformandolo en arrugada nulidad o, como en este caso, descarnar el rostro de manera que los huesos destacan como un esqueleto provisionalmente revestido de una carne tan seca y delicada como el papel. Pero el cabello, aunque gris, era todavia vigoroso, y los ojos -que en aquel momento se fijaban en el con una mirada interrogativa e ironica- tan negros y penetrantes como Dalgliesh recordaba.
Dalgliesh aparto la silla de la mesa y la dejo junto a la puerta. Dauntsey se sento.
– Subio usted con lord Stilgoe y el senor De Witt. ?Vio algo en esta habitacion que le llamara la atencion, aparte de la presencia del cuerpo? -pregunto Dalgliesh.
– Al principio, no, aparte de un olor desagradable. Un cadaver semidesnudo y tan grotescamente adornado como este lo estaba toma por asalto los sentidos. Al cabo de un minuto, quiza menos, adverti otras cosas, y con extraordinaria claridad. La habitacion se me antojo distinta, extrana. Me parecio desnuda, aunque no lo estaba, desacostumbradamente limpia, mas calurosa de lo habitual. El cuerpo parecia muy…, muy desordenado; la habitacion, en cambio, muy ordenada. La silla estaba en su lugar exacto, las carpetas pulcramente dispuestas sobre la mesa. Naturalmente, me percate de que faltaba la grabadora.
– ?Estaban las carpetas como usted las habia dejado?
– No, por lo que recuerdo. Las dos bandejas estan cambiadas de sitio. La que tiene el menor numero de carpetas deberia estar a la izquierda. Yo habia dejado dos montones, el de la derecha mayor que el de la izquierda. Trabajo de izquierda a derecha con varias carpetas a la vez, entre seis y diez segun su tamano. Cuando termino con una, la paso al monton de la derecha. Una vez revisadas las seis, las devuelvo a la sala de los archivos e inserto una regla en la ultima para que se vea hasta donde he llegado.
– Hemos visto la regla en un hueco del estante inferior de la segunda hilera. ?Significa eso que solo ha completado una hilera?
– Es un trabajo muy lento. Tiendo a interesarme por las cartas antiguas, aunque no merezca la pena conservarlas. He encontrado bastantes que si lo merecen: cartas de escritores del siglo xx y de otros que mantuvieron correspondencia con Henry Peverell o con su padre, aunque no los publicaba la empresa. Hay cartas de H. G. Wells, de Arnold Bennett, de miembros del grupo de Bloomsbury e incluso algunas mas antiguas.
– ?Que sistema emplea?
– Dicto a la grabadora una descripcion del contenido de cada carpeta y mi recomendacion, ya sea «destruir», «dudosa», «conservar» o «importante». A continuacion, una mecanografa pasa la lista a maquina y la junta la examina periodicamente. En la practica, todavia no se ha eliminado nada. Nos parecio precipitado destruir cualquier cosa antes de conocer el futuro de la empresa.
– ?Cuando utilizo esta habitacion por ultima vez?
– El lunes. Estuve trabajando aqui todo el dia. La senora Demery asomo la cabeza hacia las diez de la manana, pero dijo que no queria molestarme. Solo viene a quitar el polvo una semana de cada cuatro,