excelente y Ackroyd, si bien solia hacer el payaso, pocas veces aburria a sus acompanantes.

Mas tarde llegaria a parecerle que todos los horrores que siguieron emanaban de aquel almuerzo absolutamente ordinario y se sorprenderia pensando: «Si esto fuese ficcion y yo fuera novelista, ahi es donde empezaria todo.»

El Club Cadaver no se contaba entre los clubs privados mas prestigiosos de Londres, pero su circulo de miembros lo consideraba uno de los mas utiles. Construido a comienzos del siglo xix, en su origen habia sido la residencia de un abogado rico, aunque sin especial renombre, quien en 1892 lego el edificio, con la adecuada dotacion, a un club privado fundado unos cinco anos antes, que se reunia regularmente en su salon. El club era y seguia siendo estrictamente masculino, y el principal requisito para ingresar en el consistia en poseer un interes profesional por el asesinato. Ahora, como entonces, figuraban entre sus miembros unos cuantos oficiales superiores de la policia ya retirados, abogados en activo y jubilados, casi todos los criminologos profesionales y aficionados mas prestigiosos, periodistas de sucesos y algunos destacados autores especializados en novela de misterio, todos varones y admitidos por condescendencia, puesto que el club era de la opinion que, por lo que al asesinato se refiere, la ficcion no puede competir con la vida real. Poco antes, el club habia estado a punto de pasar de la categoria de excentrico a la mas peligrosa de club de moda, un riesgo que el comite se habia apresurado a contrarrestar dando bola negra a las seis solicitudes siguientes de ingreso. El mensaje fue recibido. Como se quejaba un malhumorado aspirante, ser rechazado por el Garrick resultaba embarazoso, pero serlo por el Cadaver era ridiculo. Asi pues, el club conservaba su caracter reducido y, segun sus excentricos criterios, selecto.

Mientras cruzaba Tavistock Square bajo la suave luz de septiembre, Dalgliesh se pregunto que avalaba a Ackroyd para ser miembro del club. De pronto recordo el libro que su anfitrion habia escrito cinco anos antes a proposito de tres asesinos celebres: Hawley Harvey Crippen, Norman Thorne y Patrick Mahon. Ackroyd le habia remitido un ejemplar firmado y, al leerlo detenidamente Dalgliesh, habia quedado sorprendido por la cuidadosa investigacion y el aun mas cuidadoso estilo. Ackroyd defendia la tesis, no totalmente original, de que los tres eran inocentes en el sentido de que ninguno habia pretendido matar a su victima, y presentaba una argumentacion verosimil, ya que no del todo convincente, basada en un minucioso examen de las pruebas medicas y forenses. Para Dalgliesh, el mensaje principal del libro era que quienes desearan ser absueltos de asesinato harian bien en abstenerse de descuartizar a la victima, una practica hacia la cual los jurados ingleses mostraban su repugnancia desde hacia mucho tiempo.

Habian quedado en la biblioteca para tomar un jerez antes del almuerzo y Ackroyd ya estaba alli esperandole, acomodado en uno de los sillones de piel. Al ver a Dalgliesh, se incorporo con una agilidad sorprendente en alguien de su tamano y se acerco a el dando pasos cortos y casi saltarines, sin aparentar ni un dia mas que cuando se habian visto por primera vez.

– Me alegro de que hayas podido dedicarme este rato, Adam; ya se lo ocupado que estas ahora. Asesor especial del comisionado, miembro del grupo de trabajo sobre las brigadas regionales contra el crimen y alguna que otra investigacion de asesinato para no perder la costumbre. No debes permitir que te agobien de trabajo, muchacho. Voy a pedir el jerez. Habia pensado en invitarte a mi otro club, pero ya sabes lo que pasa. Almorzar alli es una buena manera de recordarle a la gente que aun sigues vivo, pero todos los miembros se acercan para felicitarte por ello. Comeremos abajo, en el reservado.

Ackroyd se habia casado a una edad mas bien madura, para asombro y consternacion de sus amigos, y vivia en un estado de autosuficiencia conyugal en una amena villa de estilo eduardiano situada en St. John’s Wood, donde Nelly Ackroyd y el se dedicaban a la casa y al jardin, a sus dos gatos siameses y a los achaques en gran medida imaginarios de Ackroyd. El hombre poseia, dirigia y financiaba con una cuantiosa renta particular The Paternoster Review, una mezcla iconoclasta de articulos literarios, criticas y habladurias, estas ultimas cuidadosamente investigadas y algunas veces discretas, aunque mas a menudo tan maliciosas como ciertas. Nelly, aparte de atender la hipocondria de su marido, se dedicaba a coleccionar con entusiasmo relatos escolares para chicas escritos en los anos veinte y treinta. Su matrimonio era un exito, aunque los amigos de Conrad aun tenian que hacer un esfuerzo para acordarse de preguntar por la salud de Nelly antes de interesarse por los gatos.

La ultima vez que Dalgliesh habia estado en la biblioteca del club, su visita habia sido profesional y tenia por objeto recabar informacion. En aquella ocasion se trataba de un caso de asesinato y lo habia recibido otro anfitrion. Sin embargo, no parecia haber cambiado gran cosa. La sala, orientada al sur, daba a la plaza, y esta manana la calentaba un sol que, al filtrarse a traves de las finas cortinas blancas, hacia que el menguado fuego resultara casi innecesario. En un principio salon de recibir, ahora hacia las veces de sala de estar y biblioteca. Las paredes estaban cubiertas por vitrinas de caoba que contenian la que probablemente era la biblioteca particular de libros sobre el crimen mas completa de Londres, con todos los volumenes de las series Juicios britanicos notables y Juicios famosos, asi como libros de jurisprudencia medica, criminologia y patologia forense, ademas de algunas primeras ediciones de Conan Doyle, Poe, Le Fanu y Wilkie Collins, alojadas en una vitrina distinta como para demostrar la innata inferioridad de la ficcion respecto a la realidad. La gran vitrina de caoba seguia en su lugar, llena de objetos adquiridos o donados a lo largo de los anos, entre ellos el libro de oraciones de Constance Kent con su firma en la guarda, la pistola de chispa que supuestamente utilizo el reverendo James Hackman para asesinar a Margaret Wray, amante del conde de Sandwich, y una ampolla llena de polvos blancos -arsenico segun se decia-, hallada en posesion del mayor Herbert Armstrong. Se habia anadido una nueva adquisicion desde la ultima visita de Dalgliesh. Yacia enroscada en el lugar de honor, siniestra como una serpiente letal, bajo un rotulo que anunciaba que aquella era la soga con que se habia ahorcado a Crippen. Mientras se volvia para salir de la biblioteca siguiendo a Ackroyd, Dalgliesh comento apaciblemente que la exhibicion publica de ese objeto barbaro era de mal gusto, objecion que Ackroyd repudio de un modo igualmente apacible.

– Un poco morboso, quiza, pero llamarlo barbaro es ir demasiado lejos. Despues de todo, esto no es el Ateneo. Probablemente es bueno que a algunos de los miembros mas antiguos se les recuerde el fin natural de sus anteriores actividades profesionales. ?Seguirias siendo policia si no hubieramos abolido la ejecucion mediante la horca?

– No lo se. Por lo que a mi respecta, la abolicion no afecta a este dilema moral en particular, puesto que yo preferiria la muerte a veinte anos de carcel.

– Pero no la muerte por ahorcamiento, ?verdad?

– No, eso no.

Para el, y sospechaba que para la mayoria de la gente, el ahorcamiento habia encerrado siempre un horror especial. A pesar de los informes de las diversas Reales Comisiones sobre la pena capital, que le atribuian humanidad, rapidez y la certeza de una muerte instantanea, en su opinion seguia siendo una de las formas mas desagradables de ejecucion judicial, caracteristica puesta de relieve por horripilantes imagenes trazadas con tanta precision como si de un dibujo a plumilla se tratara: las acumulaciones de victimas tras el paso de ejercitos triunfantes; las victimas pateticas y medio dementes de la justicia del siglo xvii; los redobles de tambor en el alcazar de los navios, donde la armada cumplia su venganza y emitia sus advertencias; las mujeres del siglo xviii condenadas por infanticidio; aquel ritual ridiculo pero siniestro del cuadradito negro colocado sobre la peluca del juez; la puerta disimulada pero, por lo demas, ordinaria que conducia de la celda del reo a ese ultimo y breve paseo. Estaba bien que todo eso hubiera pasado a la historia. Por unos instantes, el Club Cadaver se le antojo un lugar menos agradable para almorzar, y sus excentricidades mas repugnantes que divertidas.

El reservado del Club Cadaver era un lugar confortable, situado en una pequena habitacion de la planta baja, en la parte trasera de la casa, con dos ventanas y una puerta ventana que daban a un estrecho patio pavimentado, al cual delimitaba un muro de tres metros cubierto de hiedra. El patio podia alojar tres mesas con comodidad, pero los miembros del club no eran aficionados a comer al aire libre, ni siquiera en los infrecuentes dias calurosos del verano ingles; al parecer, ello se debia a una atavica excentricidad, segun la cual dicha costumbre se consideraba incompatible con la adecuada apreciacion de la comida o con la intimidad indispensable para la buena conversacion. Para disuadir a cualquier miembro que pudiera sentirse tentado de sucumbir a tal capricho, en el patio habia macetas de diversos tamanos con geranios y hiedras que dejaban poco espacio libre, que aun quedaba mas restringido por la presencia de una enorme copia en piedra del Apolo de Belvedere apoyada en un rincon de la pared, regalo, segun se rumoreaba, de uno de los antiguos miembros del club cuya esposa la habia desterrado de su jardin suburbano. Los geranios todavia estaban en plena flor, y sus vistosos rojos y rosados resplandecian a traves del cristal, realzando la primera impresion de acogedora domesticidad. Era

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