suponia un pecado mortal? James siempre habia amado a Frances y todavia la amaba. Queria tenerla en su vida, en su casa, en su lecho, asi como en su corazon. Y quiza seria posible ahora que podian amarse de igual a igual.
En aquellos momentos se sentia muy reacio a dejarla, pero no tenia eleccion. Ray, el amigo de Rupert, debia marcharse a las once y media, y Rupert estaba demasiado enfermo para quedarse solo aunque fuera unas horas. Ademas, habia otra dificultad: James consideraba que no podia ofrecerse a pasar la noche en la habitacion libre sin pecar de presuncion. Despues de todo, quizas ella prefiriese afrontar a solas sus demonios particulares antes que sufrir la incomodidad de su presencia. Y aun habia algo mas. Queria hacer el amor con Frances, pero era algo demasiado importante para que sucediera porque la conmocion y la tristeza la habian afectado hasta el punto de hacerla acudir a su lecho, no por un deseo igual al suyo, sino por necesidad de consuelo. Penso: «En que embrollo estamos metidos todos. Que dificil es conocernos a nosotros mismos y, cuando lo logramos, que dificil es cambiar.»
Pero el problema se resolvio por si solo cuando dijo:
– ?Estas segura de que no te importa quedarte sola esta noche, Frances?
Ella respondio con firmeza.
– Claro que no. Ademas, Rupert te necesita en casa y, si me hace falta compania, Gabriel esta en el piso de abajo. Pero no me hara falta. Estoy acostumbrada a estar sola, James.
Ella pidio un taxi por telefono y James regreso a casa por el camino mas corto, bajando del taxi en la estacion de Bank y tomando el metro hasta Notting Hill Gate.
Vio la ambulancia nada mas doblar la esquina de la calle Hillgate. El corazon le dio un vuelco. Echo a correr mientras los enfermeros bajaban a Rupert por los peldanos de la entrada en una camilla. No se veia nada de el salvo la cara por encima de la manta, una cara que, aun entonces, en el extremo de la debilidad y mostrando el reflejo de la muerte, para James nunca habia perdido su belleza. Al contemplar a los dos hombres que manipulaban la camilla con manos expertas, le parecio que eran sus propios brazos los que percibian la insoportable levedad de su carga.
– Voy contigo -le dijo.
Pero Rupert meneo la cabeza.
– Mejor que no. No quieren demasiada gente en la ambulancia. Vendra Ray.
– Exacto -dijo Ray-. Voy con el.
Estaban impacientes por irse. Ya habia dos coches esperando para pasar. Subio a la ambulancia y contemplo el rostro de Rupert sin decir nada.
– Perdona el desorden de la sala -se disculpo Rupert-. Ya no volvere. Ahora podras ordenarlo todo e invitar a Frances sin que ninguno de los dos experimente la necesidad de esterilizar toda la vajilla.
– ?Adonde te llevan? -pregunto James-. ?Al mismo hospital?
– No, al Middlesex.
– Manana ire a verte.
– Mejor que no.
Ray ya estaba sentado en la ambulancia, instalado comodamente como si fuera el lugar que le correspondia por derecho. Y era el lugar que le correspondia por derecho. Rupert hablo de nuevo. James se inclino para oirlo.
– Aquella historia de Gerard Etienne sobre Eric y yo, ?te la creiste?
– Si, Rupert, me la crei.
– No era verdad. ?Como iba a serlo? Era una tonteria. ?No has oido hablar de los periodos de incubacion? Te la creiste porque necesitabas creertela. ?Pobre James! ?Como debias de odiarlo! No pongas esa cara. Pareces consternado.
James tuvo la sensacion de que habia perdido la voz. Y cuando por fin hablo, las palabras le horrorizaron por su futilidad banal.
– ?Estaras bien, Rupert?
– Si, estare bien. Por fin estare bien. No te preocupes, y no me visites. Recuerda lo que dijo G. K. Chesterton: «Debemos aprender a amar la vida sin confiar nunca en ella.» Yo nunca lo he hecho.
No recordaba haber bajado de la ambulancia, pero oyo el suave chasquido de las puertas al cerrarse firmemente ante su cara. El vehiculo solo tardo unos segundos en desaparecer tras la esquina, pero el permanecio mucho rato mirando, como si se alejara por una larga carretera recta y pudiera contemplarlo hasta que se perdiese de vista.
50
Mount Eagle Mansions, no lejos del puente de Hammersmith, resulto ser una gran construccion victoriana de ladrillo rojo, con la apariencia astrosa y descuidada del edificio que languidece en espera de un nuevo propietario. El grandioso porche de estilo italiano, excesivamente ornamentado con molduras de estuco que empezaban a desmoronarse, estaba renido con la lisa fachada y conferia al edificio un aire de ambiguedad excentrica, como si el arquitecto, por falta de inspiracion o de dinero, no hubiera podido completar su diseno original. Kate penso que, a juzgar por el porche, seguramente habia sido una suerte. Pero era evidente que sus habitantes no habian renunciado a conservar el valor de su propiedad. Las ventanas, al menos las que quedaban al nivel de la calle, estaban limpias, las diversas cortinas caian en pliegues regulares y en algunos alfeizares habian instalado jardineras de las que pendian hiedras y geranios colgantes sobre los ladrillos mugrientos. El buzon y el llamador, en forma de una enorme cabeza de leon, estaban brunidos hasta la blancura, y habia una gran estera de junco, a todas luces nueva, con el nombre «Mount Eagle Mansions» tejido entre las hebras. A la derecha de la puerta habia una hilera de timbres, cada uno con una tarjeta en la ranura contigua. La del apartamento 27, recortada de una tarjeta de visita, rezaba «Sra. Esme Carling» en una florida caligrafia. La del apartamento 29 solo exhibia la palabra «Reed» en mayusculas. La llamada de Kate fue contestada a los pocos segundos por una voz femenina en la que, pese al crepitar del interfono, se podia discernir un tono de malhumorada resignacion.
– Muy bien, ya pueden subir.
No habia ascensor, aunque las dimensiones del vestibulo embaldosado sugerian que se habia proyectado instalar uno. A lo largo de una pared se extendia una doble hilera de buzones claramente numerados; adosada a la otra habia una pesada mesa de caoba, con patas elaboradamente talladas, sobre la que vieron una serie de notificaciones y cartas devueltas y un monton de periodicos atrasados atado con un cordel, todo ello ordenadamente dispuesto. Mas arriba, en la pared, unos remolinos de agua jabonosa ya seca mostraban que se habia hecho algun intento por limpiar la pintura, aunque el unico resultado habia sido hacer mas visible la suciedad. El aire olia a liquido para muebles y desinfectante. Ni Kate ni Dalgliesh dijeron nada, pero, mientras subian la escalera y pasaban ante las gruesas puertas con sus mirillas y sus dobles cerraduras de seguridad, Kate noto crecer en ella una excitacion combinada con cierta aprension, y se pregunto si la figura silenciosa que avanzaba a su lado tambien sentia lo mismo. Era una entrevista importante. Cuando bajaran por esa escalera, el caso quizas estuviera resuelto.
A Kate le sorprendio que Esme Carling no pudiera permitirse nada mejor que un apartamento en aquel edificio nada impresionante. En absoluto podia considerarse una vivienda de prestigio para recibir a entrevistadores y periodistas, suponiendo, naturalmente, que los recibiera. Por lo poco que sabian de ella, no parecia tratarse de una reclusa literaria, y, despues de todo, era bastante conocida. Ella misma, Kate, habia oido hablar de Esme Carling, aunque no hubiera leido ninguna de sus obras. Eso, naturalmente, no implicaba que la renta de sus escritos fuera cuantiosa; habia leido en una revista que, aunque existia un pequenisimo numero de novelistas de exito que eran millonarios, incluso los bien considerados tenian problemas para vivir de sus derechos de autor. Pero su agente estaria con ellos dentro de una hora y era inutil perder el tiempo en conjeturas sobre Esme Carling, la escritora de misterio, cuando todas las preguntas no tardarian en ser contestadas por la persona mejor situada para saberlo.
Dalgliesh habia preferido entrevistar a Daisy antes incluso de examinar el apartamento de la senora Carling, y Kate creia saber por que: la nina podia proporcionarles informacion vital; cualquier secreto que se ocultara tras la puerta del numero 27 podia esperar. Los detritos de una vida truncada por un asesinato tenian su propia historia