frio, que producia una enganosa sensacion de frescura campestre, y pasearon la mirada por una habitacion que al fin podian ver con claridad.

La primera impresion, reforzada por el resplandor rosa de las lamparas, era de una intimidad acolchada y pasada de moda que resultaba tanto mas atractiva cuanto que la propietaria no habia hecho ninguna concesion al gusto popular contemporaneo. Se diria que habian amueblado la sala en los anos treinta y la habian dejado intacta desde entonces. Casi todos los muebles parecian heredados: el escritorio con puerta de persiana que contenia una maquina de escribir portatil, las cuatro sillas de caoba de formas y epocas discordantes, una vitrina de estilo eduardiano en la que diversos objetos de porcelana y parte de un servicio de te aparecian mas amontonados que ordenados, dos alfombras descoloridas dispuestas de un modo tan inadecuado que Dalgliesh sospecho que tapaban agujeros en la moqueta. Tan solo el sofa y los dos sillones a juego que bordeaban la chimenea, provistos de mullidos cojines y tapizados en lino con un estampado de rosas en amarillo y rosa claro, eran relativamente nuevos. La chimenea en si parecia original: un recargado artefacto en marmol gris, con una gruesa repisa y una parrilla rodeada por una doble hilera de azulejos ornamentales con figuras de flores, frutas y pajaros. En ambos extremos de la repisa, dos perros de Staffordshire con cadena dorada al cuello contemplaban la pared opuesta con ojos brillantes; y entre los dos se extendia un amasijo de adornos: una taza de la coronacion de Jorge VI y otra de la reina Isabel, una caja laqueada en negro, dos minusculos candeleros de bronce, una figurilla moderna de porcelana que representaba a una mujer con mirinaque sosteniendo a un perro faldero entre los brazos y un jarro de cristal tallado con un ramo de primulas artificiales. Detras de los adornos habia dos fotografias en color. Una de ellas parecia tomada en una entrega de premios: Esme Carling, rodeada de caras risuenas, hacia ademan de apuntar con una pistola de imitacion. En la segunda se la veia en un acto de firma de libros, y era evidente que se trataba de una pose cuidadosamente preparada. Un comprador esperaba a su lado con aire de expectacion, la cabeza inclinada en un angulo poco natural para salir en la foto, mientras la senora Carling, con la pluma alzada sobre la pagina, sonreia seductoramente a la camara. Kate la examino unos instantes, tratando de conciliar las angulosas facciones de marsupial, la boca pequena y la nariz levemente ganchuda, con el consternador rostro ahogado y desfigurado que habia sido lo primero que viera de Esme Carling.

Dalgliesh intuyo la atraccion que esta hogarena y mullida habitacion ejercia sobre Daisy. En ese amplio sofa habia leido, mirado la television y dormido brevemente antes de ser conducida a su propia habitacion. Ahi tenia un refugio contra el terror de sus imaginaciones, en el terror simulado que se encerraba entre las cubiertas de los libros, higienizado y convertido en ficcion para ser saboreado, compartido y dejado de lado, no mas real que las llamas que danzaban en el fuego de troncos artificiales y tan facil de desconectar como ellas. Ahi habia encontrado seguridad, compania y, si, cierta clase de amor, si amor era la satisfaccion de una necesidad mutua. Echo una mirada a los libros. Los estantes contenian ejemplares en rustica de novelas de misterio y policiacas, pero se dio cuenta de que pocos de los autores estaban vivos; las preferencias de la senora Carling se decantaban hacia las escritoras de la Edad de Oro. Todos esos volumenes parecian muy leidos. Bajo ellos habia un estante de obras sobre crimenes reales: el caso Wallace, Jack el Destripador o las asesinas mas celebres de la epoca victoriana, Adelaide Bartlett y Constance Kent. Los estantes inferiores se hallaban ocupados por ejemplares de sus propias obras encuadernados en piel y con los titulos grabados en oro, un lujo, conjeturo Dalgliesh, que no debia de haber sufragado la Peverell Press. La vision de esta vanidad inofensiva lo deprimio y suscito en el un atisbo de compasion. ?Quien heredaria ese historial acumulado de una vida vivida para el asesinato y acabada por el asesinato? ?En que estante de sala de estar, dormitorio o excusado encontrarian un lugar de respeto o de tolerancia esos libros? ?O acaso serian adquiridos por un librero de lance y vendidos en lote, realzado su valor por la horrenda y oportuna muerte de la autora? Dalgliesh comenzo a leer aquellos titulos tan rememorativos de los anos treinta, de policias de pueblo que acudian en bicicleta a la escena del crimen y se azoraban ante los terratenientes, de autopsias realizadas por excentricos practicantes de medicina general tras sus operaciones vespertinas y de improbables desenlaces en la biblioteca, y saco las novelas para hojearlas al azar. Muerte en el baile, ambientada al parecer en el mundo de las competiciones de baile de salon, Crucero a la muerte, Muerte por ahogamiento, Los asesinatos del muerdago. Volvio a dejarlas en su lugar sin el menor sentimiento de superioridad. ?Por que habia de tenerlo? Se dijo que probablemente la senora Carling habia proporcionado placer a mas personas con sus novelas policiacas que el con sus poemas. Y si el placer era de distinta indole, ?quien podia afirmar que uno fuera inferior al otro? Al menos ella habia respetado el idioma ingles y lo habia utilizado tan bien como podia; en una epoca que tendia al analfabetismo, eso no carecia de importancia. Durante treinta anos habia suministrado la fantasia del asesinato, la cara aceptable de la violencia, el terror controlable. Dalgliesh espero que, cuando por fin se habia enfrentado cara a cara con la realidad, el encuentro hubiera sido breve y piadoso.

Kate entro en la cocina. Dalgliesh la siguio y juntos contemplaron el revoltijo. En el fregadero se amontonaban los platos sucios, sobre el fogon habia una sarten sin lavar, y el cubo de la basura rebosaba de latas vacias y envases de carton, algunos de ellos aplastados contra el suelo mugriento. Kate dijo:

– No habria querido que vieramos su cocina asi. ?Que mala suerte que la senora Morgan no haya podido venir esta manana!

Dalgliesh le dirigio una mirada de soslayo y, al ver que el rubor inundaba su rostro, supo que, de pronto, la observacion se le habia antojado irracional y absurda y que deseaba no haberla formulado.

Pero sus pensamientos habian ido en la misma direccion. «Senor, permite que conozca mi fin y el numero de mis dias; que me sea dado saber cuanto he de vivir.» Sin duda eran muy pocos los que podian rezar esta oracion con sinceridad. Lo mejor que se podia esperar o desear era el tiempo suficiente para recoger los restos personales, arrojar los secretos a las llamas o al cubo de la basura y dejar la cocina en orden.

Durante un par de segundos, mientras abria los cajones y los armarios, se vio transportado a aquel cementerio de Norfolk y volvio a oir la voz de su padre, una imagen instantanea de poderosa intensidad que traia consigo el olor del heno segado y de la tierra de Norfolk acabada de remover, el embriagador perfume de las azucenas. A los feligreses les gustaba que el hijo del parroco se hallara presente en los funerales del pueblo, de modo que durante las vacaciones escolares siempre asistia. Para el, un entierro de pueblo era mas un acto interesante que una imposicion. Luego compartia la mesa del funeral, tratando de contener su apetito adolescente mientras los parientes del difunto lo atiborraban del tradicional jamon cocido y el apelmazado pastel de frutas y le expresaban su reconocimiento.

– Muy amable por su parte haber venido, senorito Adam. Papa se lo habria agradecido. Le tenia mucho aprecio, papa.

Y la boca pegajosa de pastel murmuraba la mentira cortes:

– Yo tambien le tenia mucho aprecio, senora Hodgkin.

Permanecia respetuosamente en pie mientras el viejo Goodfellow, el sacristan, y los hombres de la funeraria introducian el ataud en la fosa presta a recibirlo, oia el blando golpear de la tierra de Norfolk sobre la tapa, escuchaba la voz grave y cultivada de su padre mientras la brisa le revolvia los canosos cabellos y le henchia la sobrepelliz. Se representaba mentalmente al hombre o la mujer que habia conocido, el cuerpo amortajado y encajonado entre seda artificial, envuelto en mas suntuosidad de la que jamas habia tenido en vida, y se imaginaba todas las etapas de su disolucion: el sudario putrefacto, la lenta descomposicion de la carne, el hundimiento final de la tapa del ataud sobre los huesos desnudos. Desde la ninez, nunca habia podido creer esa esplendida proclamacion de inmortalidad: «Y aunque los gusanos destruyan este cuerpo, todavia en mi carne vere a Dios.»

Pasaron al dormitorio de la senora Carling, pero no se entretuvieron mucho en el. Era grande, albergaba demasiados muebles y estaba desordenado y no muy limpio. Sobre el tocador de los anos treinta con su espejo triple descansaba una gran bandeja de plastico con un dibujo de violetas, en la que se acumulaba una profusion de frascos medio vacios con diversas lociones para las manos y el cuerpo, botes grasientos, pintalabios y sombra para los ojos. Sin pensar, Kate desenrosco la tapa del bote mas grande de crema base y vio una unica depresion alli donde el dedo de la senora Carling se habia hundido en la superficie. Esta huella, tan efimera, por un instante le parecio permanente e imborrable, e hizo aparecer en su mente la imagen de la muerta de un modo tan vivido que se quedo paralizada con el bote en la mano, como si la hubieran sorprendido en un acto de violacion personal. Los ojos del espejo le devolvieron su mirada, culpable y un tanto avergonzada. Se volvio para dirigirse al armario ropero y abrio la puerta. Con el susurro de la ropa colgada surgio tambien un olor que le recordo otros registros, otras victimas, otras habitaciones: el olor rancio y agridulce de la edad, del fracaso y de la muerte. Kate se apresuro a cerrar la puerta, pero no antes de haber visto las tres botellas de whisky ocultas entre la hilera de

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