sobre este particular. Las doblo concienzudamente, con las mangas hacia dentro, como quien prepara las maletas antes de un viaje. Claro que era un joven muy ordenado.

Pero ?por que subir al acantilado?, penso Dalgliesh. Si buscaba algo, ?que podia ser? Aquellos fragiles y mudadizos bancos de arena compacta, con un fino estrato de guijarros y piedras, constituian un escondite poco apropiado. El sabia por experiencia que de vez en cuando se realizaban hallazgos interesantes en ellos, como trozos de ambar o huesos humanos procedentes de tumbas que llevaban mucho tiempo bajo el mar. No obstante, si Treeves habia vislumbrado uno de esos objetos, ?donde estaba ahora? No se habia encontrado nada interesante junto a su cuerpo, aparte de un trozo de madera.

Desandaron el camino por la playa, Dalgliesh intentando acompasar sus largas zancadas a los pasos vacilantes del padre Martin. El anciano sacerdote iba con la cabeza gacha para avanzar contra el viento y con la sotana cenida alrededor del cuerpo. El comisario penso que era como caminar junto a la encarnacion de la muerte.

– Me gustaria hablar con la persona que encontro el cuerpo de la senora Munroe… -dijo Dalgliesh, una vez en el coche-. Una tal senora Pilbeam, ?no? Tambien me gustaria entrevistarme con el medico, aunque sera dificil encontrar una excusa. No quiero despertar sospechas donde no las hay. Esta muerte ya ha causado suficientes disgustos.

– El doctor Metcalf tenia que pasar por el seminario esta misma tarde -le informo el padre Martin-. Uno de los alumnos, Peter Buckhurst, se esta recuperando de una mononucleosis. Cayo enfermo al final del trimestre pasado. Sus padres estan trabajando en el extranjero, asi que lo acogimos durante el verano para asegurarnos de que recibiese los cuidados necesarios. Siempre que viene, George Metcalf aprovecha la oportunidad para ejercitar a sus perros si dispone de media hora libre antes de su siguiente visita. Es posible que lleguemos antes de que se marche.

Tuvieron suerte. Al entrar en el patio, por entre las dos torres, vieron un Range Rover aparcado frente al edificio. En el preciso momento en que Dalgliesh y el padre Martin se apeaban del coche, el doctor Metcalf, con su maletin en la mano, bajaba la escalinata y se volvia a despedirse de alguien que estaba en el interior de la casa. Cuando llego al Range Rover y abrio la portezuela, lo recibieron fuertes ladridos, y dos dalmatas se lanzaron sobre el. Mientras gritaba ordenes, el medico saco una botella de plastico y dos cubos grandes, en los que vertio agua. De inmediato, los perros se pusieron a beber a lametones, meneando con frenesi los fuertes rabos blancos.

Al ver a Dalgliesh y al padre Martin, el hombre grito:

– Buenas tardes, padre. Peter se recupera a buen ritmo; no hay razon para preocuparse. Deberia salir un poco mas. Menos teologia y mas aire fresco. Ahora llevare a Ajax y a Jasper hasta la laguna. Usted se encuentra bien, ?no?

– Muy bien, gracias, George. Este es Adam Dalgliesh, de Londres. Pasara un par de dias con nosotros.

El medico se fijo en Dalgliesh y, mientras le estrechaba la mano, hizo un gesto de aprobacion, como si el comisario hubiese pasado un examen de aptitud fisica.

– Me hubiese gustado ver a la senora Munroe -comento Dalgliesh-, no obstante he llegado tarde. Ignoraba que estuviera grave, pero el padre Martin me ha informado de que su muerte no fue inesperada.

El doctor Metcalf se quito la chaqueta, saco un voluminoso jersey del coche y se cambio los zapatos por unas botas.

– La muerte todavia tiene el poder de sorprenderme -asevero-. Uno cree que un paciente no durara una semana, y un ano despues sigue en pie, dando la lata. Y cuando calculas que alguien vivira por lo menos seis meses mas, llegas y te encuentras que murio durante la noche. Por eso nunca comparto mis pronosticos con los pacientes. Sin embargo, el corazon de la senora Munroe estaba en mal estado y su muerte no me sorprendio. Podia morir en cualquier momento. Ambos lo sabiamos.

– Lo que significa que el seminario se ahorro el disgusto de una segunda autopsia -observo Dalgliesh.

– ?Por Dios! ?Desde luego! No era necesaria. Yo examinaba a Margaret con regularidad; de hecho, la vi el dia anterior a su muerte. Lamento que usted llegara tarde. ?Era una vieja amiga? ?Esperaba su visita?

– No -respondio Dalgliesh-, no sabia que yo vendria.

– Es una pena. Quiza, si hubiera tenido algo que esperar, habria resistido mas. Con los enfermos del corazon, nunca se sabe. Bueno, nunca se sabe con ningun paciente.

Subrayo sus palabras con un gesto de asentimiento y echo a andar mientras los perros corrian y saltaban a su lado.

– Si quieres -dijo el padre Martin-, podemos ir a averiguar si la senora Pilbeam esta en su casa. Te acompanare para presentarte y luego os dejare solos.

13

La puerta del porche de San Marcos estaba abierta, y la luz banaba las baldosas rojas del suelo, salpicando con su brillo las hojas de las plantas, dispuestas en macetas de terracota sobre dos pequenas estanterias enfrentadas. Antes de que el padre Martin tocase la aldaba, la puerta interior se abrio y la senora Pilbeam los recibio con una sonrisa, apartandose para cederles el paso. El padre Martin hizo las presentaciones y se marcho, aunque primero vacilo en la puerta, como preguntandose si esperaban que pronunciase una bendicion.

Dalgliesh entro en la pequena y abarrotada sala con la reconfortante y nostalgica sensacion de que regresaba a la infancia. De nino, habia pasado muchas horas en una habitacion similar mientras su madre recibia las vistas parroquiales: sentado a la mesa, balanceando las piernas y comiendo pudin o, en Navidad, pastelillos rellenos de frutos secos; oyendo la voz dulce y mas bien titubeante de su madre. Todo lo que habia en esa estancia le resultaba familiar: la pequena chimenea de hierro con la campana decorada; la cuadrada mesa con mantel de felpilla rojo y, en el centro, una gran aspidistra en un tiesto verde; el sillon y la mecedora, situados a los lados del hogar; la repisa de la chimenea adornada con las estatuillas de dos perros Staffordshire de ojos saltones, un barroco florero con las palabras «Recuerdo de Southend» y varias fotografias en marcos de plata. De las paredes colgaban numerosos grabados Victorianos con sus marcos de nogal originales: El regreso del marinero, El perro del abuelo, un grupo de ninos increiblemente limpios con sus padres que cruzaban un prado en direccion a la iglesia. Por la ventana que daba al sur, abierta de par en par, se divisaba el descampado, y el estrecho alfeizar estaba cubierto con una variedad de pequenos recipientes que contenian cactus y violetas africanas. Los unicos elementos que desentonaban en el ambiente eran el gran televisor y el aparato de video, que ocupaban un lugar preeminente en un rincon de la sala.

La senora Pilbeam era una mujer baja y rechoncha, con el rostro curtido por el viento y una melena rubia cuidadosamente rizada. Se quito el delantal floreado que llevaba sobre la falda y lo colgo de un gancho de la puerta. Le senalo la mecedora a Dalgliesh, y una vez que se hubieron sentado frente a frente, el comisario tuvo que resistir la tentacion de reclinarse y comenzar a mecerse.

Al advertir que miraba los cuadros, ella dijo:

– Los herede de mi abuela. Yo creci con esos grabados. Reg los encuentra un poco sensibleros, pero a mi me gustan. Ya nadie pinta asi.

– No -convino Dalgliesh.

Los ojos que le contemplaban eran dulces y a la vez inteligentes. Sir Alred Treeves habia insistido en que las pesquisas se llevasen a cabo con discrecion, pero eso no significaba que hubiera que andarse con secretos. La senora Pilbeam tenia tanto derecho como el padre Sebastian a saber la verdad, al menos en la medida en que ello fuera necesario.

– Quisiera hablar acerca de la muerte de Ronald Treeves -comenzo Dalgliesh-. Su padre, sir Alred, no estaba en Inglaterra cuando se celebro la vista y me ha pedido que haga algunas averiguaciones para cerciorarse de que el dictamen fue correcto.

– El padre Sebastian nos anuncio que usted vendria a interrogarnos -dijo la senora Pilbeam-. La actitud de sir Alred resulta curiosa, ?no? Seria mas logico que dejase las cosas como estan.

Dalgliesh la miro.

– ?Usted estuvo conforme con el dictamen, senora Pilbeam?

– Bueno, yo no encontre el cadaver ni asisti a la vista. No era un asunto de mi incumbencia. De todos modos, lo que ocurrio me extrano un poco, pues todo el mundo sabe que los acantilados son peligrosos. Sin embargo, el

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