haga justicia.
Harkness se volvio.
– ?De que les sirve la justicia a los muertos? -replico con brusquedad-. Mas vale concentrarse en la justicia para los vivos. Pero es posible que tengas razon. Bien, haz lo que puedas. Yo informare al director general.
Aunque el y Dalgliesh llevaban ocho anos tuteandose, le hablo como si estuviese despidiendo a un sargento.
3
El expediente para la reunion con el ministro del Interior estaba preparado sobre el escritorio, los anexos senalados con separadores; su secretaria habia actuado con su habitual eficiencia. Mientras guardaba los papeles en el maletin y bajaba en el ascensor, Dalgliesh libero su mente de las preocupaciones de la jornada y la dejo vagar hasta la ventosa costa de Ballard’s Mere.
Asi que al fin regresaria. Se pregunto por que no habia vuelto antes. Su tia habia vivido en la costa de East Anglia, primero en una casa y luego en un molino reformado, y el habria podido pasar por Saint Anselm cuando iba a verla. ?No lo habia hecho a causa de un instintivo temor a desilusionarse, porque sabia que cuando uno vuelve a un sitio amado se halla siempre dominado por prejuicios, abrumado por la triste carga de los anos? Y ahora regresaria como un extrano. Aunque el padre Martin seguia alli cuando visito el lugar por ultima vez, sin duda se habria retirado ya; debia de tener ochenta anos. Lo unico que llevaria a Saint Anselm serian recuerdos no compartidos. Llegaria sin invitacion y como funcionario de la policia para reabrir, con escasa justificacion, un caso que seguramente habia causado tristeza y verguenza al personal del seminario. No obstante, ahora que estaba decidido a volver, la perspectiva le resultaba agradable.
Recorrio distraidamente los vulgares y burocraticos setecientos metros que separaban Broadway de Parliament Square, pero su mente albergaba una escena mas tranquila, menos frenetica: los fragiles acantilados de arena erguidos sobre una playa azotada por la lluvia; el espigon de roble, deteriorado por siglos de mareas pero aun firme ante los embates del mar; el camino de tierra, que antano discurria a mas de un kilometro de la costa pero que ahora se hallaba peligrosamente cerca del borde del acantilado. Y el propio Saint Anselm, con las semiderruidas torres de estilo Tudor que flanqueaban el patio delantero, la puerta de roble con remaches de hierro y, detras de la gran mansion victoriana de ladrillo y piedra, los bonitos claustros que rodeaban el patio oeste. El del norte conducia directamente a la iglesia medieval, la capilla de la comunidad. Recordo que los estudiantes llevaban sotanas y capas de estambre marron con capucha para protegerse del viento, siempre presente en aquella costa. Los imagino cubiertos con un sobrepelliz para las visperas y acomodandose en los bancos de la iglesia; olio el aire impregnado de incienso, vio el altar -con mas velas de las que su anglicano padre habria considerado oportunas- y encima de el, el retablo de la Sagrada Familia pintado por Rogier van der Weyden. ?Seguiria alli? ?Y conservarian aun esa otra posesion mas secreta, misteriosa y celosamente guardada: el papiro de san Anselmo?
Solo habia pasado tres vacaciones escolares en el seminario. Su padre habia intercambiado el puesto con un sacerdote de una conflictiva parroquia urbana para brindarle la oportunidad de cambiar de aires y de ritmo de vida. Los padres de Dalgliesh se resistian a encerrarlo en una ciudad industrial durante la mayor parte del verano, y consiguieron que lo invitaran a alojarse en la rectoria con los recien llegados. Sin embargo, la noticia de que el reverendo Cuthbert Simpson y su esposa tenian cuatro hijos menores de ocho anos, incluidos unos gemelos de siete, habia predispuesto a Dalgliesh contra esa idea; incluso a los catorce anos, deseaba un poco de intimidad durante las largas vacaciones estivales. En consecuencia, habia aceptado la invitacion del rector de Saint Anselm, aunque su madre pensara que deberia haber demostrado mayor generosidad ofreciendose a quedarse y echar una mano con los gemelos.
El seminario estaba medio vacio, pues solo unos pocos alumnos extranjeros habian decidido quedarse. Ellos y los sacerdotes se habian esforzado por hacer agradable la estancia de Dalgliesh: habian cortado el cesped en un area situada detras de la iglesia a fin de convertirla en un campo de criquet, y habian lanzado incansablemente para el. Recordaba que la comida era muy superior a la de la escuela, incluso a la de la rectoria, y que le gustaba su habitacion pese a que no tenia vistas al mar. Pero por encima de todo habia disfrutado de los paseos solitarios, bien hacia el sur -en direccion a la antigua laguna-, bien hacia el norte -en direccion a Lowestoft-; de la libertad para usar la biblioteca; del constante pero nada opresivo silencio; de la certeza de que podia tomar posesion de cada nuevo dia con indiscutida libertad.
Y durante su segunda visita, el 3 de agosto, habia aparecido Sadie.
«La nieta de la senora Millson vendra a pasar unos dias con su abuela -habia dicho el padre Martin-. Creo que tiene aproximadamente tu edad, Adam. Quiza te haga compania.» La senora Millson era la cocinera, aunque contaba sesenta y tantos anos y hacia tiempo que estaba jubilada.
Hasta cierto punto, Sadie le habia hecho compania. Era una jovencita de quince anos, con una fina melena de cabello trigueno que enmarcaba su delgada cara y unos ojos pequenos -de una curiosa tonalidad de gris con manchas verdes- que en el primer encuentro habian mirado a Dalgliesh con rencorosa intensidad. Aun asi, no parecia molestarle caminar con el; rara vez hablaba, de vez en cuando recogia una piedra para arrojarla al mar y subitamente echaba a correr con feroz determinacion, solo para detenerse mas adelante y esperar a Dalgliesh, como un cachorrito que persigue una pelota.
Le vino a la mente un dia. Despues de una tormenta, el cielo se habia despejado aunque el viento seguia soplando con violencia y las grandes olas rompian en la playa con el mismo furor que en las oscuras horas de la noche. Se habian sentado lado a lado al resguardo del espigon, pasandose una botella de limonada y bebiendo directamente de ella. El le habia escrito un poema: recordaba que habia sido un ejercicio de imitacion a Eliot (su pasion mas reciente) mas que un tributo a un sentimiento sincero. Ella lo habia leido con el entrecejo fruncido y achicando mucho los ojos.
– ?Lo has escrito tu?
– Si, es para ti. Un poema.
– No, no es un poema porque no rima. Un chico de mi clase, Billy Price, escribe poesias. Y siempre riman.
– Es otra clase de poesia -replico el, indignado.
– No es verdad. En una poesia, las palabras del final de cada verso tienen que rimar. Lo dice Billy Price.
Con el tiempo llegaria a creer que Billy Price tenia razon. Se levanto, rompio el papel en trozos pequenos y los arrojo a la humeda arena, esperando que la siguiente ola los arrastrara hacia el olvido. «Para que luego hablen del poder erotico de la poesia», penso. Pero la mente femenina de Sadie urdio un plan menos sofisticado y mas atavico para alcanzar sus elementales objetivos.
– Apuesto a que no te atreves a lanzarte al agua desde el espigon -solto.
Billy Price, penso Dalgliesh, sin duda se habria atrevido a saltar desde el espigon, ademas de escribir poemas que rimaban. Sin decir una palabra, se levanto y se quito la camisa. Vestido unicamente con pantalones cortos color caqui hizo equilibrios en el espigon, se detuvo por un instante, camino sobre las resbaladizas algas hasta el borde y se arrojo de cabeza al turbulento mar. Era menos profundo de lo que pensaba, y se raspo las manos con las piedras antes de subir a la superficie. Aunque el mar del Norte estaba helado incluso en agosto, el impacto del frio duro poco. Lo que siguio fue aterrador. Se sintio presa de una fuerza incontrolable, como si unas fuertes manos lo asieran por los hombros y lo empujasen hacia atras y hacia abajo. Jadeando, trato de nadar, pero la orilla quedo subitamente oculta tras una alta cortina de agua. Choco contra ella, noto que la corriente lo impulsaba hacia atras y luego lo arrojaba hacia la luz del dia. Nado hacia el espigon, que parecia retroceder segundo a segundo.
Vio que Sadie estaba de pie en el borde, con el cabello al viento y agitando los brazos. Gritaba algo, pero el solo oia un martilleo en los oidos. Se armo de valor, aguardo a que la ola avanzara y se dejo llevar, haciendo un pequeno progreso que trato desesperadamente de mantener antes de que la resaca le obligara a perder los pocos palmos que habia ganado. Se dijo que no debia asustarse, que debia conservar sus fuerzas y aprovechar cada movimiento del agua hacia la costa. Por fin, avanzando con penosa lentitud, logro agarrarse del borde del espigon, jadeando. Durante varios minutos fue incapaz de mover un musculo, y ella le tendio la mano y lo ayudo a subir.